dossier Plástico JUN.2025

Mariana Mastache Maldonado

Enzimas plasticófagas

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Es junio de 2019, en un laboratorio de la Facultad de Química de la UNAM. Hay repisas con matraces, frascos de vidrio y vasos de precipitado cubiertos con papel aluminio. En el centro, frente a la cámara y ataviada con una bata blanca, la doctora Amelia Farrés González explica un proyecto. Uno muy apremiante. “Esperamos contribuir a la economía circular”, dice, “y regresar los monómeros, esas cuentas del collar que conforman el polímero, a la cadena productiva para que puedan ser reutilizadas.”

​ Ese polímero del que habla es el plástico. Las características mecánicas y químicas que hacen que sea tan funcional y atractivo son también los mismos rasgos que vuelven desafiante su degradación. Al final de su vida útil, la mayoría de este material termina incinerada, en vertederos o, en menor medida, reciclada. Según el Programa de las Naciones Unidas, de los más de siete mil millones de toneladas de residuos plásticos generados hasta hoy, menos del 10 % ha sido reciclado.1 Nuestras ciudades, semejantes a organismos vivos, consumen y desechan, pero los nichos de donde se abastecen se agotan y los residuos se acumulan.

​ La economía circular —noción popular en las discusiones de sostenibilidad— pone en evidencia que nuestra relación con la basura no sólo es plana e incompleta, sino que refleja un patrón de malas prácticas, perpetuado por diversos actores sociales. El proyecto de la doctora Farrés es un gran coadyuvante de este modelo económico porque, además de representar una solución tecnológica, también involucra tanto a la industria como a las pequeñas comunidades. La motivación nació de una imagen que muchos hemos visto: plástico flotando y deteniendo el flujo del agua: “de las postales más desgarradoras son esos ríos contaminados con botellas de agua, de refresco… por eso pensamos en el PET”.

Julieta Aranda, Otro fin del mundo es posible [foto de micrografías de composta], 2022. Todas las imágenes son cortesía del MUAC (DiGAV, UNAM) y forman parte de su exposición Coordenadas claras para nuestra confusión.

​ El objetivo que su equipo y ella tenían en 2019 era producir una enzima capaz de romper las estructuras moleculares del plástico.2 Una que, como una niña traviesa que juega con el collar de perlas de su madre, rompiera el hilo que las sostiene. En ese entonces, diversos medios destacaron el resultado del proyecto, pues consiguieron degradar el plástico en cuatro semanas, cuando normalmente el proceso, que recae sobre los hombros de la Tierra, puede tardar hasta quinientos años.

​ Al mismo tiempo, algunas empresas, como la francesa Carbios, caminaban en dirección similar. El grupo mexicano tuvo la oportunidad de asistir a una conferencia en la que la compañía presentó sus resultados. “Justamente por ahí del 2019-2020 [en Carbios] lograron una conversión del 90 % del PET en veinticuatro horas”, me cuenta la investigadora. Tras esa experiencia, su enfoque cambió: “Teníamos que reducir el tiempo en que la enzima permanece en contacto con el plástico”, recuerda.

​ Carbios trabajaba con miras a invertir en la producción industrial y realizaba pruebas para hacer una planta piloto. Si los científicos de la UNAM querían incrementar su nivel de impacto, era necesario, entre otras cosas, diseñar de mejor manera sus biorreactores, enormes recipientes metálicos que ofrecen un ambiente controlado para el desarrollo de microorganismos, células y otras entidades… como las enzimas. Así fue como el proyecto sumó a la doctora Carolina Peña Montes, del Instituto Tecnológico de Veracruz; esto permitió dividir las tareas y aprovechar mejor los recursos. “Ellos tienen mejor infraestructura. Cuentan con más reactores y han avanzado en la producción a mayor escala. También han probado otras fuentes microbianas para obtener las enzimas.” Porque dejemos algo claro: éstas no aparecen de la nada, alguien tiene que producirlas. El reto era grande porque el equipo necesitaba un organismo que, en condiciones naturales, pudiera secretar unas moléculas que fueran capaces de descomponer plásticos. Pero si hay seres expertos en degradar muchos tipos de sustancias, ésos son los hongos.

Camuflaje #1 [foto de película expuesta al ambiente], 2010.

Los microscópicos aliados

El organismo que eligieron fue el Aspergillus nidulans, un hongo microscópico que segrega cutinasa. En su ecosistema, esta enzima actúa sobre polímeros biológicos, como la cutina, una macromolécula cerosa en forma de red que compone la cutícula de las plantas. La enzima del hongo puede romper esa estructura y así invadir a las especies vegetales, aunque catalizando muchas veces la patogenicidad.

​ Esta proteína resultó ser una herramienta sumamente útil para hacer frente a la crisis de desechos, porque hidroliza las cadenas del plástico, es decir, las rompe añadiendo moléculas de agua. Tal proceso reduce el tamaño de las moléculas del polímero, lo que facilita su absorción por el hongo para su empleo como fuente de nutrientes.

​ Los científicos aislaron los genes del Aspergillus nidulans responsables de producir la enzima de interés y, luego, los insertaron en otro hongo microscópico, el Pichia pastoris, una levadura conocida por su rápido crecimiento y su fácil mantenimiento en el laboratorio. El propósito era obtener una proteína recombinante, una enzima fabricada por un organismo que, en condiciones normales, no la produce y, al mismo tiempo, incrementar su cantidad, pues se requería mucha más cutinasa de la que un Aspergillus nidulans genera en su ecosistema. Antes de probar su efectividad, el equipo tuvo que preparar los plásticos, para lo cual hay varias opciones: someterlos a altas temperaturas, a productos químicos o molerlos. Una vez listos, se colocaron en un medio acuoso donde entraron en contacto con la enzima, que comenzó a romper sus enlaces. Después se recuperaron los monómeros. La idea en un futuro es poderlos destinar al mercado y que se vuelvan plástico nuevamente, reintegrarlos a ese círculo cuasivirtuoso de la producción.

Los nuevos caminos

En 2019, con voz entusiasta, la doctora Farrés explicaba las ventajas de su método. Las enzimas, decía, pueden actuar a temperatura ambiente y en condiciones mucho menos agresivas que los métodos físicos o químicos empleados frecuentemente para tratar el plástico. A diferencia del reciclaje común, que puede requerir presiones de hasta doscientas atmósferas y temperaturas que superan los doscientos grados centígrados, los ensayos del equipo mexicano demostraron que la temperatura óptima para que las enzimas actúen es de cincuenta grados: “No es un esfuerzo descomunal, no necesitas aumentar la presión. Sí se requiere cierta agitación, pero nada extraordinario. Además, en términos de costos y sustentabilidad, no hay competencia. El reto está en lograr que sea completamente viable”, subraya antes de dejar escapar una risa que aligera el peso del desafío.

Una máquina para la posibilidad perpetua [foto de instalación con libros de ciencia ficción pulverizados], 2008.

​ Sin embargo, como cualquier solución tecnológica, ésta también tiene límites. La poderosa enzima de laboratorio no puede comerse todos los plásticos. La cutinasa, mencionada en los papers de los grupos de trabajo como ANCUT1, tiene blancos definidos: sólo actúa sobre aquellos plásticos que contienen enlaces éster, como el PET, el ácido poliláctico (PLA) o la policaprolactona (PCL). Existen siete principales tipos de plásticos, clasificados por códigos de reciclaje: PET (tereftalato de polietileno), HDPE (polietileno de alta densidad), PVC (policloruro de vinilo), LDPE (polietileno de baja densidad), PP (polipropileno), PS (poliestireno) y un grupo variado y agrupado bajo la categoría de “otros”. Cada uno tiene propiedades fisicoquímicas distintas y funciones específicas, por ejemplo, producir botellas, empaques, tuberías, bolsas, etc. Farrés cuenta que, a diferencia de hace seis años, actualmente ya se han identificado otras enzimas capaces de degradar muchos de estos polímeros.

​ La actualización que da la investigadora es alentadora, pues cada vez que el plástico se somete a calor para moldearse de nuevo, su estructura se debilita. “Si reciclas una botella, la calientas para rehacerla y luego repites el proceso, su estructura se daña. Hay un límite en cuántas veces puede reciclarse. Con estas nuevas metodologías ese límite se podría eliminar.”

​ El grupo de investigadores mexicanos ha seguido trabajando en el proyecto, en particular, se han centrado en disminuir el tiempo que tarda la enzima en actuar; sin embargo, el salto hacia establecer una planta piloto no ha sucedido, pues aún no alcanzan el umbral deseado por los financiadores, quienes quieren que la degradación tome sólo tres días. No obstante, Farrés es optimista: “hoy [en comparación con los resultados de 2019] hemos logrado reducirlo ya a entre cinco y siete días, cuando antes eran semanas”.

​ En esta búsqueda, se han ensayado distintas combinaciones en las que, por ejemplo, una enzima complemente a otra, como una especie de alquimia moderna. También se han probado otros caminos: ahora en 2025, su atención se ha dirigido hacia la bacteria E. coli. La idea es convertirla en una fábrica viva de enzimas.3 Además, se ha comenzado a explorar la degradación de otros plásticos que también contienen enlaces éster, como el ácido poliláctico (usado en impresión 3D, envases y textiles).

​ En la UNAM, tanto en la Facultad de Química como en el Instituto de Biotecnología, hay líneas de investigación orientadas a degradar otros materiales, como el poliuretano. Asimismo, algunos grupos se han enfocado en el polietileno y hay quienes trabajan en el aislamiento de microorganismos capaces de descomponer distintos polímeros. “Sí hay inquietud, sí hay esfuerzos, pero esto no es una alternativa inmediata”, advierte.

Julieta Aranda, Otro fin del mundo es posible [foto de micrografías de composta], 2022.

​ Aunque los trabajos de distintos institutos mexicanos son notables y merecen respaldo, es importante mencionar que forman parte de un conjunto más amplio de respuestas que se han planteado frente a la crisis global de los restos plásticos. El problema de fondo en el que nos encontramos radica en el modelo de consumo que hemos adoptado: una sociedad de usar y tirar. Una anomalía en la historia humana.

​ Por siglos, las personas aprovecharon al máximo lo que tenían, aunque no por conciencia ecológica, sino porque los objetos eran demasiado valiosos y costosos como para deshacerse sin más de ellos. Entonces los reparaban, reutilizaban y compartían. Ese modo de vida cambió a finales del siglo XIX, con la Revolución Industrial y el higienismo, pues se extrajo más materia prima, se fabricó en masa y se desechó sin medida. Esto trajo como consecuencia un aumento descomunal de residuos, muchos de ellos plásticos, que se descomponen difícilmente.

​ El desafío al que nos enfrentamos, ya desde hace un tiempo, consiste en diseñar una economía verdaderamente circular. Una que, además de reciclar materiales, reduzca la necesidad de extraer nuevos recursos, ya que el reciclaje por sí solo, aunque es una herramienta útil, forma parte de una circularidad débil si no se cuestiona el modo en que producimos y consumimos. Es necesario elaborar estrategias basadas en servicios, como reparar, reutilizar y alquilar los objetos para fortalecer este modelo económico. Y, en paralelo, promover el ecodiseño, de modo que los productos sean más duraderos y fáciles de mantener.

​ En la Ciudad de México se generan más de doce mil toneladas de residuos sólidos diariamente y su gestión representa una proeza técnica y logística que hoy es deficiente. La falta de una infraestructura adecuada, así como de una cultura de separación y valorización de los residuos, exige un esfuerzo conjunto entre las instituciones, la ciudadanía y los sectores productivos. Enfrentar este desafío requiere una acción inmediata, voluntad política e innovación sostenida. Definitivamente no podemos postergarlo más.

  1. Programa para el Medio Ambiente de las Naciones Unidas, “Our planet is choking on plastic”. 

  2. Vincent Tournier, Sophie Duquesne, Frédérique Guillamot et al., “Enzymes’ Power for Plastics Degradation”, Chemical Reviews, vol. 123, núm. 9, 14 de marzo de 2023. 

  3. Zachary D. Blount, “The unexhausted potential of E. coli”, Elife, 25 de marzo de 2015.