dossier Bibliotecas NOV.2025

Laura Martínez Domínguez

Dueñas de sus libros: lectoras en la Nueva España

Leer pdf

Hace más de tres siglos, en la Nueva España del XVIII, una biblioteca particular podía reducirse a un solo ejemplar o bien reunir decenas de libros de distintos tamaños que cabían en un baúl o en un estante. Entre ropa, alhajas, costuras, estampas religiosas y otros objetos de uso diario y doméstico, algunas mujeres guardaban sus obras impresas.1 La imagen tradicional que tenemos de la lectora novohispana suele situarla en el convento; sin embargo, fuera de los muros claustrales, también hubo mujeres que hicieron suya la cultura impresa en múltiples frentes: como escritoras, impresoras, grabadoras, vendedoras, escuchas y, por supuesto, como lectoras.

​ A grandes rasgos, se ha pensado que estas lectoras laicas fueron casos raros y excepcionales; no obstante, contamos con numerosas evidencias, como los inventarios de sus bienes, dotes matrimoniales y huellas de propiedad en libros conservados de la época, que dan cuenta de la existencia de mujeres dueñas de bibliotecas particulares. Estas colecciones, desde luego, no reflejan la totalidad de lo que leyeron en su vida, pues una biblioteca, tal como sucede ahora, no revela todas las obras que se han poseído, leído o escuchado, ni las perdidas ni las que se desecharon por su uso continuo. Pese a ello, un testimonio, como lo es un inventario de bienes, constituye una muestra fija, una imagen congelada, de los gustos, intereses y necesidades de una mujer de aquella época.

​ De acuerdo con las investigaciones sobre el tema, las dueñas de estas bibliotecas provenían, en su mayoría, de clases sociales acomodadas; solían ser miembros de la nobleza, esposas de funcionarios reales, hijas de mercaderes prósperos, viudas propietarias de diferentes negocios y haciendas; algunas de ellas eran comerciantes muy modestas que lograron reunir unos cuantos volúmenes. Por lo general, estas lectoras residían en la Ciudad de México, pero también radicaban en otras ciudades y pueblos muy alejados del corazón administrativo y comercial de la Nueva España. Con esto, podemos decir que, aunque una parte sustancial de las lectoras pertenecía a la incipiente burguesía asentada en la capital novohispana, es necesario tener en mente que había bibliotecas femeninas repartidas en diversas regiones y estaban en manos de un amplio espectro social.2

Pierre Joseph Boudier de Villemert, L’ami des femmes, Imprenta de Chrétien Herold, Hamburgo, 1763, dominio público.

Las lectoras novohispanas se hicieron de sus libros a través de diferentes manos, métodos y vías. Es posible suponer que podían conseguir sus obras en algunas de las numerosas librerías establecidas, en cajones que se abrían en los portales y en los puestos móviles de los mercados; es decir, hablamos de varios puntos de venta repartidos en las calles de lo que hoy es el Centro Histórico de la Ciudad de México.


​ Para estas mujeres, el tener libros propios tuvo diferentes motivaciones y usos. Sin embargo, no es exagerado apuntar que muchos de ellos estuvieron anclados en los valores y las costumbres de una sociedad profundamente religiosa. De este modo, la posesión libresca femenina estuvo marcada por lo que se esperaba de la instrucción cristiana dirigida a las mujeres, la cual fomentaba la formación devocional y espiritual, así como la preparación para ser buenas madres y esposas, que contemplaba la enseñanza de la lectura, la escritura, la música y el hacer cuentas, además de las labores manuales.3 Si bien estos preceptos eran pieza clave de la educación femenina de la época, también se debe señalar que, ante el ascenso de las fuerzas productivas del capitalismo, se hizo indispensable que las hijas, esposas y viudas de los dueños de grandes capitales y propiedades completaran su formación con lecturas contables y legales que, a su debido tiempo, les permitieran tomar las riendas de los negocios, como las haciendas agrícolas y ganaderas y el comercio de fierro.

​ Para ilustrar lo anterior, refiero los casos de la doncella Guadalupe de Poza, que contaba con quince títulos; de María de Avendaño, que estaba casada y poseía nueve libros entre sus bienes; y de la viuda Úrsula del Pozo, poseedora de diecisiete títulos. Las bibliotecas particulares de mujeres funcionaron, entonces, como un instrumento de educación cristiana y un resquicio de agencia material e intelectual que respondía a las necesidades concretas de sus vidas.

​ Las lectoras novohispanas se hicieron de sus libros a través de diferentes manos, métodos y vías. Es posible suponer que podían conseguir sus obras en algunas de las numerosas librerías establecidas, en cajones que se abrían en los portales y en los puestos móviles de los mercados; es decir, hablamos de varios puntos de venta repartidos en las calles de lo que hoy es el Centro Histórico de la Ciudad de México. Pero los libros, como otras mercancías, circulaban más allá de la capital, pues se difundían por medio de viandantes hasta localidades muy apartadas en el campo o en el desierto.

Louis Moréri, Le grand dictionnaire historique, t. 1, Imprenta de Jean Baptiste Coignard, París, 1718. Biblioteca Nacional de Francia, dominio público.

​ Para adquirir un libro, algunas lectoras quizá seguían con atención las novedades editoriales anunciadas en las publicaciones periódicas que circulaban en imprentas, plazas, tertulias familiares, mercados y atrios. Otro circuito del mercado del libro lo componían las almonedas públicas en las que se vendían impresos usados, práctica que resultaba ideal para comprar alguna rareza editorial a buen precio. Tampoco faltaban los libros que entraban en sus bibliotecas como obsequios, préstamos o compras realizadas por mediación de confesores, preceptores o algún varón encargado de dirigir las lecturas de las mujeres a su cargo. En cualquiera de estas formas, se evidencian los fuertes nexos entre las mujeres y la cultura impresa.

​ Un asunto que no podemos dejar de mencionar es el tema de los libros prohibidos. Con toda seguridad, algunos de esos “malos libros” (El triunfo de la inocencia oprimida de Paul Jérémie y El amigo de las mujeres de Pierre-Joseph Boudier de Villemert) llegaron a manos de estas lectoras; sin embargo, por la censura que recaía sobre éstos, sus pistas son muy difíciles de rastrear debido a que, por ejemplo, los encargados de levantar los inventarios de bienes por fallecimiento se aseguraron de cuidar la memoria de su dueña y no registraron obras que pudieran ensuciar su reputación.

Thomas Kempis, De la imitación de Cristo, Imprenta de Juan de Villaquiran, Toledo, 1523. Bridwell Library, dominio público.

​ Una vez que ellas reunieron sus libros, nos toca a nosotros ahora conocer más a detalle la composición de sus bibliotecas. Por lo general, la mayoría de estos conjuntos tenían apenas uno o unos cuántos volúmenes, probablemente descuadernados por el desgaste de un uso cotidiano e intensivo; un ejemplo de este tipo de bibliotecas es el de María Ignacia Mascareñas, que tenía ocho libros de varios santos. En otros casos, en cambio, vemos colecciones que acumulaban decenas de títulos dispuestos en amplios estantes, mesas y baúles, mismos que se hallaban en una recámara o alguna estancia parecida a una sala o un despacho, como la gran biblioteca de la mariscala Juana de Luna y Arellano, que tuvo 197 libros ordenados en tres estantes.

​ Lo anterior podría darnos, además, una idea sobre las prácticas de lectura, si ésta sucedía en silencio, de forma piadosa en la esquina más oculta de una habitación; o, por el contrario, si tenía lugar en voz alta, de manera grupal a la hora de bordar. El tamaño de las obras también variaba, casi siempre, según el tema del que trataban. Así encontramos algunas de historia, como la Historia de la conquista de la China por el tártaro de Juan de Palafox y Mendoza, impresa en un gran formato in folio, que se hallaba entre las obras de María Ignacia de Azlor; asimismo son frecuentes las hagiografías y vidas de personas ejemplares impresos en 4°, además de una espesa “selva de libritos”4 en 8° y 16° que, por lo regular, se trataba de devocionarios como los novenarios, rezos, ejercicios espirituales, entre muchos otros.

Benedictus van Haeften, Camino real de la cruz, Imprenta de Blas Roman, Madrid, 1785. Museo Nacional del Prado, dominio público.

​ Tal como era de esperarse, la inmensa mayoría de las lecturas femeninas estaban orientadas a la formación espiritual y devocional. Por mucho, uno de los libros más frecuentes en sus bibliotecas era Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, publicado en un formato pequeño y portable que podía acompañar a su lectora a lo largo de la jornada. Para las horas de ocio, en cambio, encontramos la constante presencia de títulos como El Quijote de Cervantes o las Obras de sor Juana Inés de la Cruz, junto con otros impresos de poesías y comedias. También eran habituales los textos para perfeccionar el arte epistolar (Nuevo estilo y formulario de escribir cartas) y los diccionarios (El gran diccionario histórico de Louis Moreri), de gran utilidad para aquellas mujeres que tenían la necesidad o la inquietud de pulir su pluma.

​ Con menor frecuencia aparecen tratados de divulgación médica que ofrecían conocimientos elementales para atender malestares comunes y acompañar a un enfermo (Florilegio medicinal de Juan Esteyneffer), tarea estrechamente ligada a la instrucción femenina. Otro rasgo sobresaliente de estas bibliotecas es la preponderancia de títulos en castellano; el latín y el francés se encontraban rara vez, aunque, eso sí, abundaban las traducciones (Camino real de la cruz de Benedictus van Haeften, traducido por fray Martín de Herze, y Combate espiritual de Lorenzo Scupoli, traducido por Damián González del Cueto). En conjunto, estas colecciones revelan un universo de lecturas en el que la devoción convivía con la recreación, la instrucción práctica y la necesidad de cultivar la palabra escrita.

​ Hoy, al rastrear los nombres de las lectoras y sus volúmenes, contamos con evidencias palpables para afirmar que las mujeres formaron parte activa de la cultura impresa de la Nueva España durante el siglo XVIII. Si bien el predominio de las obras devotas y piadosas responde a la lógica de una sociedad cristiana, sus bibliotecas también muestran iniciativa: allí encontraron recursos para practicar su fe, sostener su hogar, administrar negocios y cultivar espacios de ocio. Es decir, para apropiarse de sus libros y darles un sentido personal.

Este trabajo es producto de la investigación posdoctoral: “Leídas e instruidas. Impresos para la formación de mujeres en las bibliotecas femeninas novohispanas del siglo XVIII”, que la autora desarrolla dentro del proyecto Conacyt 2023 (1) “Estancias Posdoctorales por México-Iniciales”, en el IIB de la UNAM.

Imagen de portada: José Joaquín Magón, El Mestizo, ca. 1770. Museo de Historia Mexicana, Monterrey, dominio público.

  1. Laura Guinot Ferri, “La biblioteca de la Marquesa de Dos Aguas: espacio de lectura y transmisión de los libros”, Los entramados políticos y sociales en la España moderna, Universidad del País Vasco, Fundación Española de Historia Moderna, Vitoria-Gasteiz, Madrid, 2023, pp. 2501-2513. 

  2. Cristina Gómez Álvarez, La circulación de las ideas. Bibliotecas particulares en una época revolucionaria: Nueva España, 1750-1819, Trama Editorial-Universidad Nacional Autónoma de México, Madrid, 2019. 

  3. Elizabeth Treviño Salazar y Judith Farré Vidal, “Entre ‘letras, hilar y labrar, que son ejercicios muy honestos’. Lecturas femeninas en la Nueva España”, Libros y lectores en la Nueva España, Tecnológico de Monterrey, Monterrey, 2005, pp. 231-253. 

  4. Teófanes Egido, “Obras y obritas de devoción”, Víctor Infantes, François López y Jean-François Botrel (eds.), Historia de la edición y de la lectura en España, 1472-1914, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, Madrid, 2003, p. 419.