Redes de buscadoras
Leer pdfNunca pensamos solas
VALENTINA GLOCKNER
Para tejer una red se necesitan dos hilos y una aguja. Un hilo se une a otro y se anudan con la aguja para crecer en fuerza y extensión.
Cuando un hilo se une a otro ambos se hacen más fuertes.
Bibiana Mendoza, que busca a su hermano Manuel en Irapuato, Guanajuato, cuenta el inicio de su historia: “Cuando desapareció mi hermano cada día iba a la Fiscalía a preguntar por él y cada día salía llorando. Iba todos los días y poco a poco empecé a ver a otras mujeres cuyas caras también veía a diario, las empecé a reconocer y les empecé a hablar. La primera fue Yadira, que busca a su hijo desaparecido, después la señora Vero”.
—¿Y mañana a qué hora vienes? —preguntó Bibiana a la desconocida.
—Como a las 9:00 —respondió Yadira.
—¿Y si venimos juntas?
De las reuniones en solitario en la Fiscalía, de encontrarse con desconocidas en sus ires y venires, un día Yadira ofreció un salón de fiestas para platicar sobre cómo se sentían. Luego llegaron más mujeres y un día tuvieron una idea. “Me acordé que cuando era niña mi mamá nos llevaba a las marchas de la UCOPI por el agua, por la luz: ¿Y si marchamos nosotras a ver si nos dan información en la Fiscalía?”, recuerda Bibiana. Eso hicieron y fue el inicio de una colectividad.
Un hilo que se une a otro.
Leticia Hidalgo, que busca a su hijo Roy en Monterrey, resume cómo se unió a otras mujeres: “Yo me la pasaba todo el día sola en casa, buscando en internet alguna pista para encontrar a mi hijo. Un día me salió una publicación de Teresa Sordo; ellas bordaban al aire libre en Guadalajara pañuelos rojos por los muertos de la guerra contra el narco. No la conocía, pero le escribí y le pregunté si podíamos bordar en hilo verde, porque los nuestros no estaban muertos y teníamos esperanza de encontrarlos. Ella me dijo que sí. Lancé ese mensaje en Facebook para encontrarnos en un quiosco, preparé los pañuelos, los hilos, las agujas y llegué sin saber qué esperar”.
Ese día, en el quiosco Foro Lucila Sabella, ubicado cerca del Palacio Municipal de Monterrey, llegó una familia y otra y otra; llegaron personas que no tenían desaparecidos pero que querían ser parte de quienes buscan respuestas, como Cordelia Rizo, Marcela Valero, Diana Martínez, Irma Alma Ochoa. Compartieron dolor, pero también conocimiento. “Ahí aprendí que nada es individual; todo es colectivo”, dice Leticia.
Que se une a otro.
Jaqueline Palmeros, de la Ciudad de México, buscó durante cuatro años a su hija Montserrat. Habla de quienes la ayudaron: “Cuando empecé a buscar a mi hija fui a varias brigadas, en una de ellas conocí al padre Ángel, de la iglesia anglicana. Nos recibieron en Guadalajara, nos ofrecieron dormir en la iglesia, dormimos en el piso, pero muy bonito todo, con comida y oración. Él me dijo que cuando necesitara apoyo le llamara y cuando hice mi búsqueda le llamé para pedirle ayuda porque no tenía dónde recibir a los que acudieron a mi llamado. Y luego la iglesia anglicana me vinculó a más personas, a los de la brigada, que me enseñaron a ir a las plazas y a las escuelas a buscar”.
Después de casi cinco años de búsqueda, Jaqueline la encontró y fue esa red, sus compañeras y los solidarios, quienes le ayudaron a recuperar los fragmentos del cuerpo de su hija y a sostener el féretro para despedirla. “Buscas queriendo encontrar, pero jamás te imaginas que tú misma vas a encontrar a tu hijo o hija. Ninguna madre merece recoger los restos de sus hijos en ningún lugar”, dijo a la prensa en enero de 2025, cuando los localizó.
Y se tejen.
Un solo hilo se rompería muy fácil, pero tejido con otro y otro y otro resiste lo suficiente para sostener una carga, como puede ser un cardumen de peces, la cosecha de frutos, el montón de piedras, la leña o un cuerpo. Un cuerpo que se encuentra y otro cuerpo que se derrumba ante la certeza de la muerte.
Una red, dice Marina Azahua, antropóloga y acompañante de colectivos, es una comunidad de comunidades unidas por una misma intención o deseo, pero a diferencia de otras, que desde la mirada antropológica comparten territorio o cultura, lo que éstas comparten es la búsqueda de los desaparecidos. Ni siquiera el ser familiar es lo que las une, sino el verbo buscar.
Una red, dice Carolina Robledo, también antropóloga y acompañante, “es un tejido de experiencias, de cuerpos, geografías y afectos que se articulan para cosas muy contingentes y a veces muy duraderas; contingentes porque son redes que funcionan reaccionando a las emergencias, aunque se han sostenido en el tiempo gracias al movimiento”.
Una red, dice Bibiana Mendoza, es comprender y valorar la diversidad. “A veces las redes se entienden como que tenemos que caernos bien, ser afines siempre, pero a veces lo único que nos une es el dolor. El espejismo que nos venden de la colectividad es que tenemos que amarnos entre nosotras y no es así; hay realidades diversas, venimos de mundos, familias, contextos y conocimientos diferentes”.
Una red, escribieron las antropólogas Cristina Masferrer y Elisa Velázquez al analizar las construidas por mujeres y niñas esclavizadas en la Nueva España, sucede en un contexto cultural y social que las condiciona. Sin embargo, al mismo tiempo, las mujeres esclavizadas —y las mujeres buscadoras— tienen la capacidad de apropiarse, reproducir fórmulas e innovar; de configurar y reconfigurar las estructuras que las definen y las contienen.
En los últimos años, en México, familiares de personas desaparecidas y personas solidarias como activistas, estudiantes, académicas, religiosos y artistas han formado redes de búsqueda. El siguiente no es un recuento riguroso, sino un intento de trazar una genealogía de las redes nacionales de buscadoras y de recuperar, no los inicios, sino los impulsos que las detonaron.
Uno fue la primera marcha del 10 de mayo por nuestros desaparecidos, en 2011, cuando un grupo de mujeres del norte decidieron acercar su grito a la capital del país. Se reconocieron como madres dolientes, dignas y empeñadas en recuperar a sus hijos desaparecidos. “En el norte ya nos habíamos reunido con las mamás de las muertas [asesinadas] de Juárez, con colectivos de Chihuahua, Nuevo León, Coahuila y veíamos que nuestro clamor debía ir más allá”, explica Grace Fernández del Movimiento por Nuestros Desaparecidos en México, una red que reúne a más de sesenta colectivos de distintas zonas del país. “Hicimos el esfuerzo de viajar hasta la Ciudad de México y convocamos a la primera marcha en el Monumento a la Madre”. Desde entonces, miles de madres de todo el país marchan cada 10 de mayo en distintas plazas, politizando la figura materna y el dolor.
Un segundo impulso se vio en la caravana al norte del país que en junio de 2011 convocó el Movimiento por la Paz, dice Carolina Robledo. Esa caravana reveló que la crisis de las desapariciones era una tragedia nacional, y ayudó a que las familias, antes ignoradas o criminalizadas, se reconocieran como víctimas de la violencia de Estado y criminal. A raíz de ello se logró la Ley General de Víctimas, publicada en 2013.
Un tercer ímpetu sucedió a partir de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, en septiembre de 2014. Convocados por ese dolor y sabiéndose cobijados por el respaldo de la sociedad a los normalistas, cientos de familias de otras comunidades salieron al campo por “los otros desaparecidos”. Iguala se convirtió en un centro gravitacional de aprendizaje. Pronto las búsquedas se replicaron por todo el país. No es que antes no existieran colectivos buscando, los había en Tijuana, en Culiacán, en Tamaulipas, pero desde ese momento hubo, como le llama Marina Azahua, “una transpolinización de saberes” que cruzó el territorio y fue la semilla de una red nacional.
Mientras estos encuentros sucedían, las mujeres se miraron entre sí y aprendieron a nombrarse. Si al principio no lo hacían por el miedo y la criminalización que sufrían, comenzaron a reconocerse como víctimas, que luego descubrieron su capacidad de acción, de salir a la calle y marchar, de ir a las fiscalías y exigir, de tomar el Congreso y hacer leyes. “Se asumieron como buscadoras”, dice Carolina.
En 2016 las familias que se conocieron dos años atrás en Iguala, que venían del norte, del sur, del centro, ya conformaban una red. Ésta respondió al llamado para buscar fosas clandestinas en Veracruz, en una acción que se conoció como la Primera Brigada Nacional de Búsqueda, convocada por la Red de Enlaces Nacionales, una articulación de familiares y solidarios que se habían conocido en la caravana al norte y que se consolidó en 2014. Luego vendrían otras seis brigadas nacionales en distintas partes del país, otras tantas brigadas regionales y locales y tantísimas caravanas de búsqueda de personas vivas en las que familias y solidarios reparten volantes, acuden a plazas, a cárceles, a fiscalías a ponernos de frente el rostro de sus desaparecidos.
Hoy los colectivos afloran por toda la República, algunos enfocados en la búsqueda de fosas clandestinas y campos de exterminio; otros en la búsqueda de personas vivas; otros en el fortalecimiento legal e institucional con resultados como la publicación, en 2017, de la Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas, Desaparición Cometida por Particulares y del Sistema Nacional de Búsqueda de Personas, así como la creación del Mecanismo de Identificación Forense, entre otros instrumentos legales.
Cuando se vive la desaparición de un familiar, la incertidumbre lo ocupa todo. El no saber, no entender, no aprehender lo que sucedió. “La desaparición es un exilio social; quedas marcado por el estigma”, dice Marina. Ser parte de una red da la posibilidad de reconocer y recuperar el valor propio a través de lo que se sabe y lo que se aprende de las compañeras. Es justamente la circulación de ese conocimiento lo que mantiene latente la red, donde no sólo importa el conocimiento especializado, sino la experiencia de vida, lo cual también les permite reconocer, a las personas buscadoras, el saber de esas genealogías que antes fueron vapuleadas.
Dice Idalia Gutiérrez, que buscó a su hijo Amir, desaparecido en la capital de Chihuahua: “El ministerio público nunca me quería recibir, no me hacía caso cuando preguntaba por mi expediente. Un día escuché a un agente platicando con su secretaria, algo hablaban de comida, siempre estaban comiendo, ahí entre los expedientes, y escuché que le gustaba el chile chilaca. Yo soy muy buena haciendo chile chilaca, hago los mejores, y entonces que le preparo uno y se lo llevo a los pocos días y a partir de ahí ya me saludaba, se aprendió mi nombre y comenzó a hacerme caso cuando iba a preguntarle cosas de mi expediente”.
Rocío Hernández Romero busca a su hermano Felipe en Coahuila. Comenta con franqueza: “Estoy impuesta a andar en el monte, en el cansancio. Vengo de familia de cerros, de todo eso, desde niña. Entonces son características que me han ayudado en el grupo, los demás a veces se cansan mucho para un cerro y yo llego a un cerro y se me hace tan divino. Hay compañeras que tienen que aprender a andar en cerros, cuando se espinan hay que buscar chicles para sacarles las espinas. Yo sé de víboras, de clima, de orientación, porque caminamos kilómetros sin GPS”.
Bibiana Mendoza cuenta parte de su experiencia: “Yo crecí en una familia de muy escasos recursos y tuve que dejar de estudiar muy chica. Trabajé en una pastelería y ahí un día leí un poema de Mario Benedetti y me gustó mucho la poesía. Mis amigas se robaban libros de la biblioteca de la escuela y me los daban. Un tiempo empecé a escribir cosas, cartas de amor inspirada en ese poeta a cambio de refrescos y Sabritas. Ahora con la desaparición siento que Benedetti, Alicia a través del espejo, Pablo Neruda y Cortázar me ayudaron inconscientemente a ser la vocera del colectivo; un día me dijeron: habla tú, tú sabes decirlo de otra manera”.
Graciela Pérez, que busca a su hija Mily en Mante, Tamaulipas, también recurre a la memoria: “Cuando era niña mi mamá me ponía a separar los frijoles; cómo odiaba yo esa tarea, siempre trataba de escaparme, no me gustaba. Quién iba a decir que separar las piedritas de los frijoles, separar los frijoles rotos de los buenos me iba a ayudar en la criba, cuando encontramos restos y los cribamos: a separar los fragmentos de óseo calcinado, los fragmentos de dientes, de los terrones de tierra, de las piedritas, de los pedacitos de raíz”.
Un grupo de mujeres con las imágenes de sus hijos desaparecidos impresas en cartulinas, carteles, botones o escapularios ocupaba casi todos los asientos del auditorio de una universidad en el norte de México. Era el año 2013 y llevaban ya tres días reunidas, discutiendo sobre leyes, tratados y fiscalías para encontrar a sus hijos desaparecidos. En el umbral del cierre de la sesión de un congreso internacional, las mujeres dejaron salir su desesperación:
—¿Y por qué no salimos a buscarlos nosotras?
—¿Buscarlos dónde?
—Pues en donde los tienen.
—¿Y dónde es eso?
—Los deben tener en bodegas, en las afueras de las ciudades, encerrados, secuestrados todos.
—En los montes, en los cerros.
—Pero si vamos, nos van a matar.
—Si vamos diez sí, pero si vamos cientos, si vamos miles no podrán matarnos a todas.
¿Ir a buscarlos? ¿Subir a los cerros y liberarlos de las bodegas donde están secuestrados? ¿Cómo se les ocurre? Podrían matarnos a todos, claro que sí. Podrían hacernos desaparecer a todas, a todos.
Diez años después de ese encuentro en una universidad en el norte del país Karina Ansolabehere, académica de la UNAM, contabilizó que en 2023 había más de cien colectivos de buscadoras en México; un año después Amnistía Internacional contó más de doscientos. Cuantificar los colectivos importa por su genealogía y para imaginar la dimensión del daño y la lucha, pero poco representan en su exactitud numérica, pues los colectivos son seres vivos que se mueven, se activan, guardan reposo, se fragmentan y se unen a otros fragmentos para crear nuevos colectivos. Son seres vivos que reaccionan y accionan políticas de búsqueda, de cuidado, de verdad y de justicia en un país que no da tregua a la violencia y a la administración del dolor por parte del Estado.
La red está viva, alerta y aprende a sobrevivir en un contexto patriarcal y capitalista. El Estado y los criminales presionan, acosan, amenazan y desarticulan. En todos estos años reunidas, las personas buscadoras han aprendido a detectarlo. Bibiana Mendoza cuenta: “Los políticos conocen nuestras carencias económicas y culturales, lucran con nuestro dolor y nos desarticulan los colectivos, nos dividen”. Pero ellas, agrega, aprenden a darle la vuelta: “El gobierno cree que desactiva colectivas, pero la diversidad ha aportado más de lo que ha quitado; nos enfocamos de distintas formas, pero vamos dirigidas a lo mismo: encontrarlos”.
La red es un organismo vivo, expansivo, intermitente. Existe, aunque a veces no sea visible. Se activa de maneras misteriosas, porque entretejidos están las desaparecidas y los desaparecidos. Ellas, ellos, además de las buscadoras y las personas solidarias, forman parte de esa red, la accionan y la mantienen viva.
Escucha el Bonus track de Daniela Rea, con Fernando Clavijo M.
Todas las imágenes son cortesía de Paulina Cuarón. Fotobordados de la serie #BuscarSinMiedo para Amnistía Internacional, México, 2024.