Pienso que no lloverá, así que salgo sin suéter. Llevo en la pequeña maleta la ropa que imagino cómoda: un vestidito amplio de flores, un mallón y dos camisetas gigantescas; calcetas, tres calzones, dos tops y un suéter de cuello alto y manga larga. Ariadna me espera en el Monumento a Juárez. Iremos en su Fiat rojo, un automóvil más grande de lo que parece por fuera. Me pregunto si es buena idea que ella maneje, pero yo no tengo auto y no sé manejar.
Nos encontramos a las seis en punto. Yo bajo del taxi y subo con el cabello todavía húmedo al auto de mi amiga. Ariadna huele a canela. Tiene puestas sus gafas redondas. Parece, como siempre, una estrella de Hollywood que no quiere ser reconocida: el cuerpo lánguido, los ojos siempre tras las gafas; la ropa oscura, intentando ser una sombra. Nos damos un beso y nos abrazamos para empezar ese viaje a los honguitos con el que llevamos meses fantaseando como enfermas en busca de la cura a todos sus males, sabiendo que algo así no existe. Traigo conmigo uvas y fresas, un termo con té de limón y un panqué de plátano.
“En un ratito te paras y comemos un poco, ¿no?”, le digo y ella contesta: “Sí, sí”. Es una respuesta rápida como una chispita luminosa y cálida. Enciende el estéreo y escuchamos a Julieta Venegas cantar “tus amores perros me van a matar”. Estamos envejeciendo y lo sabemos. Yo tengo canas ya. Me gustaría que de pronto mi cabello fuera tan blanco como la nieve sobre la que cae muerto un poeta obstinado como Pushkin, por ejemplo, o Robert Walser.
Las dos buscamos algo que no sabemos bien qué es. Ella piensa en un equilibrio. Yo quiero apagar todas esas voces en mi interior. Las voces que me hacen caer en pequeños infiernos cuyo origen no consigo determinar. Las voces que me dejan tumbada en la cama durante días, sin poder escribir o leer porque pienso que no tiene sentido (antes de mí, muchos han escrito bastante). Las voces que me dicen que estoy imposibilitada para amar porque acabaré encontrando una herida muy añeja alojada en lo profundo de mí. La voz que me dice que no soy capaz de conseguir un empleo bien remunerado, que mi cuerpo es insuficiente, que acabaré muriendo sola como Hermine Wittgenstein, hermana de Paul y Ludwig Wittgenstein, o como Gretl Wittgenstein, a quien Gustav Klimt pintó y quien nunca se sintió a gusto con ese retrato, ni entre su parentela, hasta que se cambió el nombre y desapareció, haciendo una vida “común” lejos de su locuaz y millonaria familia. Pero yo no soy una acaudalada heredera.
Mi salario, cuando me pagan por escribir, se esfuma como la mantequilla en la sartén de los hotcakes, mi desayuno favorito, y no deja más que una pequeña mancha de felicidad. Mis padres no me dan dinero desde hace muchos años. Lo agradezco porque así ya no tienen que angustiarse por la hija que decidió que las palabras eran una buena profesión para ganarse la vida.
Pienso en todo esto mientras Ariadna cambia de una canción a otra. Escuchamos tres veces “Bye”, de Peso Pluma. Cantamos juntas el coro y luego suena Arvö Part, que me devuelve a la idea de escribir una novela sobre un hospital psiquiátrico que arde en llamas al final, pero nadie salva al fuego.
Chilchotla, Chinantla, mazateco, Río Sapo… todas son palabras que me parecen lejanas, desconocidas o misteriosas. Misteriosas como el agua y las piedras. Los hongos son eso: misterio, medicina. Algo añejo que escapa a mis definiciones, a mis explicaciones, a las voces de mi cabeza que me llenan de angustia cuando el dinero para la renta se esfuma y pienso que el casero derribará la puerta o que mi mamá no me prestará para completar el mes; que caeré en el loop de deberlo todo y tener que trabajar horas extras frente a la pantalla para ir saldando mis deudas.
¿Qué será lo que encontraré en mi descenso? ¿Psilocina, baeocistina o psilocibina? ¿Serán lo mismo? Imagino mi cuerpo tendido en el bosque como si fuera una planta, una hoja o una ramita diminuta aplastada por gusanos de colores estridentes. Me convertiré en una sensación. El último chico del que me enamoré me hacía vivir justamente eso: puras sensaciones. Lo recuerdo husmeando en mi cara y en mis ojos para averiguar algo que yo no comprendía. Unos meses después de conocerlo, la sensación de sus ojos amarillentos mirándome y la textura de sus manos en mi piel terminó por evaporarse.
Llevamos tres horas en la carretera y, aunque Ariadna me cuenta cosas simples y es una de mis mejores amigas, mi cerebro está en otra parte. No dejo de hacerme la misma odiosa pregunta: ¿Qué voy a encontrar de mí? ¿Qué es lo que ignoro y necesito descubrir? Pienso en mi infancia en un pueblo costeño de Oaxaca. Todo me daba miedo. Mi madre y yo nos hacíamos compañía durante las tardes más calurosas que recuerdo. Preparábamos pulpa de tamarindo que salíamos a vender con la ayuda de unos niños que jugaban en el patio gigantesco de esa casa llena de lágrimas y fantasmas. De ahí agarramos la costumbre de hacer mermeladas y conservas para matar las horas. Mi madre perfeccionó la técnica y quiso lanzar una marca de mermeladas caseras, pero fracasó. ¿Es la infancia? ¿Qué me duele?
Caigo en un sueño breve. Ariadna sonríe y me acaricia la pierna. Tener una amiga te salva la vida, te hace descansar en cualquier orilla del mundo. Es otra forma del amor. Todo estará bien mientras ella esté cerca. Abro los ojos al escuchar la voz de Ariadna: “Te juro que no sé qué pasó. Ayer lo revisaron y todo estaba perfectamente bien”. El sonido del claxon es insoportable y no sabemos qué hacer. El humo empieza a surgir del auto y se mezcla veloz con la nata de neblina. Tras cuatro horas de viaje, no sé dónde estamos. Ariadna abre el cofre y yo me paro junto a ella. Estamos derrotadas, me pregunto si saldremos de ésta. Somos dos mujeres en medio del camino y no parece haber una sola casa cerca. Estamos en un barranco. ¿Se dice barranco o barranca? Con el taladrante sonido de un claxon junto a nosotras. Yo no sé conducir y mi mejor amiga está a punto de llorar. ¿A esto nos trajeron los hongos? ¿A aprender algo sobre ser prácticas? ¿A incendiarnos en un automóvil italiano? Los dueños de Fiat también lo son del diario La Stampa y de la Vecchia Signora, como se conoce al club Juventus.
Intentamos marcarle a alguien, pero no todo México es territorio Telcel. El frío comienza a arreciar. Cierro el cofre y abrazo a Ariadna. Qué hacemos aquí. El sonido perturbador del claxon de nuestro Fiat averiado es un martillazo rompiendo la belleza del camino oscuro y denso, lleno de helechos, de aves que duermen silenciosas y sueñan con su propia canción. “Las aves se sueñan cantando”, leí en algún lugar. Le propuse a Ariadna mover el auto varado en medio de ese camino pedregoso. Lo empujamos sin dificultad y nos quedamos quietas, mientras el impertinente ruido empezaba a menguar hasta que se desvaneció definitivamente, dejando el auto quieto, como un animalito desguanzado. Sólo quedó una voluta breve de humo y nosotras: solas como las piedras apiladas en esas montañas. “No lo logramos”, me susurra Ariadna entre el llanto y los suspiros. Estamos aquí para descubrir nuestro miedo, me digo como consuelo. Vamos a dormir en la oscuridad hasta que mañana podamos salir a caminar y encontrar una solución.
Pero el sueño se esfuma: las voces que nos habitan a mi amiga y a mí son pequeños espectros flotando dentro del automóvil. Se mezclan, se vuelven lágrimas. Ariadna rellena su pipa con mariguana, pero no fuma. Soy yo la que aspira el humo. Nos reímos de nosotras. Somos las mismas adolescentes que escapaban de las clases de inglés para ir al bosquecito a fumar un churro. Somos las mismas que les mentían a sus padres para ir a raves en donde comíamos ácidos y bailábamos como ninfas desenfrenadas. Soy la joven que disfruta su cuerpo y cree que el amor es el centro del planeta. Es la mota la que me hace recordar esa época apagada por mi solemnidad ridícula, por los fracasos acumulados, por los amores imposibles que bosquejo en historias que se quedan inéditas. Quiero sacudirme esa amargura; también para eso busco los hongos.
Los hongos nos hablan entre los helechos, el humo de la mota que sigo fumando y la madrugada en una orilla sin nombre. Me hablan y sueño que pruebo hongos. Me revelan cosas sobre mis miedos: me dicen que soy una niña extraviada junto a otra niña, que es mi madre. Me dicen que debo buscar algo más adentro, agregan que aún no es tiempo. Y luego caigo en un sueño rarísimo donde alguien entra en mi cuerpo. Ese alguien soy yo misma, anciana, buscándome. Me gusta que mis cabellos no son blancos sino muy negros. Me gusta que soy la mezcla de tres de mis abuelas: Marciana, Irene y Micaela. Soy las tres y no dejo de ser yo. Yo, con mi sonrisa disimulada. Yo, con mis dedos redondeados. Yo, con hoyuelos en las mejillas. Camanances, se llaman en náhuatl. Busco en mis adentros la traducción al portugués, mi lengua favorita, pero no consigo dar con ella. Luego escucho la voz de la anciana que soy: “Tú no eres eso. Tú eres una mezcla de otras cosas, de otras sustancias. Tú eres el viaje de los hombres inquietos que atravesaron el mundo y llegaron al lugar de los guajes. Eres las mujeres que calientan sus cuerpos al sol, en un río helado y lleno de piedras redondas”.
La voz se apaga. Quieres despertar, encontrar las manos de Ariadna y volver a casa: a ese departamento minúsculo en el que tienes una computadora, un minirefrigerador plateado que tu mamá te regaló, una cama con un colchón medio hundido y el baño gigantesco y su ventanal por el que espías el trajín de la gente que va y viene a todas horas. Extrañas al pez guppy que compraste para que viviera en la pecera redonda. Siempre quisiste un pez en una pecera muy grande y redonda. Se llama Leonora; le das esos copos olorosos y le compras canicas o piedritas de colores cada vez que te sobran diez pesos.
Abro los ojos. Está por amanecer y una mujer de cabellos rojos nos espía por el parabrisas. Cuando abro la puerta, la mujer comenta que va para Oaxaca. Se llama Leticia y es doctora en una clínica rural en Santa María Chilchotla. Leticia es como una aparición benéfica: “Cierren bien su coche, a una hora más o menos hay un mecánico. Él viene y lo revisa. Me ha pasado. No se preocupen. Yo las llevo y las traigo de vuelta”.
Ariadna y yo nos miramos y luego subimos al carro de Leticia, que viene escuchando a Juanes. Nos cuenta que vuelve dos veces por semana a su casa, en Oaxaca. Pregunta qué hacemos ahí. Ariadna dice, de forma evasiva: “Visitamos a mi tía, en Río Sapo”.
“Uy, no, les faltaba mucho todavía para llegar. Con su carrito no llegan. ¿Son hermanas?”
El mecánico nos explica que se trata de una falla eléctrica. Mueve cables, pasa corriente y nos cobra tres mil pesos. Los pagamos sin decir nada. Explica que es una compostura “provisional”, que el auto no nos llevará hasta Río Sapo. Las llantas no están bien.
Allí vamos de regreso, devastadas, sin haber probado hongos, escuchando las mismas canciones. No hablamos del fracaso. Ariadna fuma los Marlboro rojos que traía en su bolsa. Nos despedimos en la esquina de Rayón y Melchor Ocampo, frente a mi departamento.
Estoy harta de las voces, pero me siento aliviada de estar en casa a punto de darme un baño y ver El padrino, mi película favorita. En otra ocasión investigaré sobre la herida en mi interior, sobre los temores que me arropan. Pienso si no es demasiado tarde para ir a La Orquídea Triste, el bar de la esquina, a imaginar cosas imposibles. Decido ir, pero antes alimento a Leonora. Le digo: “La carne es triste, Leonora, y yo no he leído ni la mitad de los libros. Pero mírate, eres un pez feliz… me tienes a mí”.
En La Orquídea Triste pido un suero de Victoria. Hay una pecera vacía. Y un hombre de ojos ámbar que me parece guapísimo, pero con el que nunca hablaré. “Mejor así”, dice la voz en mi cabeza. No es la voz de los hongos la que habla en mi interior. Es otra, la misma de siempre: la que me sabotea y al mismo tiempo me impulsa. “Aún no es tiempo. Debo descubrir algo más sobre la vida.” Soy yo misma la que habla.
Imagen de portada: Fernan Federici y Jim Haseloff, micrografía confocal del Bacillus subtilis. Wellcome Collection, Creative Commons.