Apuntes sobre el Tule y sus fantasmas
Leer pdfDisertación sobre la parte evidente
El tronco es andrógino: tiene reminiscencias del falo y de la vulva. Aberturas de madera que abren mundos: huecos semejantes a vaginas, profundidades desconocidas y dimensiones hacia interiores abisales: madera y agua entremezcladas en la vida del árbol hacia las raíces de su propia historia. También hay bultos, protuberancias, falos, mundos de extensiones y hundimientos; madera surcada por el tiempo; historia y fantasma. La sexualidad es el principio de la vida y por eso está íntimamente vinculada con el agua: los cuerpos están formados por agua; el cuerpo humano y los cuerpos arbóreos; somos mundos líquidos complejos, vástagos del movimiento y de la luz. Los cuerpos en su danza vital son una cascada; y lo que no es agua, es fantasma.
El tronco del árbol es un asombroso cuerpo de complejas características mezcladas y polimorfas. La rareza de su gigantismo esconde pequeños microsistemas vegetales, una vida que crece en todos los niveles: los humanos acostumbran a no escuchar y, por eso, no ven. En cuanto al problema de las superficies, hay un tratado fundamental: existen huellas invisibles en el Árbol del Tule: la conjetura de que Humboldt hubiera visitado Oaxaca se debe a ello; el hecho de haber grabado su nombre en el tronco, dejado su mirada viajera por ahí es asombroso, es una especulación fantasmagórica de la historia. No fue cierto, pero la sola suposición es fantasmática. En cierta forma, lo que se escribe sobre la historia es su fantasma, dado que no se trata de los hechos en sí, sino de la palabra sobre ellos. Toda escritura, cabría decir, es también el fantasma de nuestras ideas.
La persona que estuvo allí, fidedignamente, fue mi abuela. Hay una fotografía: en ella estaba lúcida, sin silla de ruedas, de pie. Fue la última vez que convivimos con salud. Mi abuela no escribió su nombre en el tronco del árbol, pero su fantasma lo habita: es su palabra silenciosa. El Tule está vinculado con el agua y con la vejez debido a su nombre náhuatl, ahuehuete, que es una forma musical preciosa y concisa como el agua que canta al correr.
Las raíces del tronco son fundamento. La gente quiere abrazarlo, sentir el poder de la proporción, percibir la tierra viva porque el árbol conecta raíces; la maravilla de la nutrición al centro de la tierra: la conexión del mundo de arriba con el de abajo. Las raíces lo vuelven infierno, cielo y tierra: fantasma, historia y mundo. La parte evidente, paradójicamente, se encuentra escondida, son raíces. Es un universo tentacular, femenino, nutricio, diabólico y celeste. Es mi abuela, cuyo fantasma me vuelve a importar.
Raúl Herrera, Estudio del Árbol del tule I, 2005. Todas las imágenes son cortesía de la Galería NN.
Piel de elefante
Sé que mi abuela puede regresar, la he encontrado entre otros árboles además del Tule; entonces sopla el viento soleado en un bello día y se impacta en la piel de elefante de los árboles, que suelen ser criaturas viejas y sabias que sienten, pues se duelen, como describe Wohlleben en La vida secreta de los árboles.
La comunidad de los árboles es hermosa y curiosa como aquella idea de la guerra entre ellos advertida por Robert Graves en antiguos textos celtas. En La diosa blanca, Graves recoge el más antiguo poema galés recitado por el bardo Taliesin en el que los árboles tienen batallas y luchas. Como si se tratara de entidades mágicas, llenas de vida y fuerza que se oponen unas a otras en el afán de existir, los árboles viven su propia historia en su mundo fascinante. Los árboles, así, son asombrosos seres de cualidades inesperadas que experimentan su propio transcurrir con sus luchas, batallas y mundos especiales. Los árboles se pueden abrazar para dejar tus penas a través de su escucha: su piel nos sana, su piel guerrera nos cura; así lo describió Elena Garro en el relato “El árbol”; el árbol es olvido y memoria, puente, mundo y sacralidad. ¿Y la guerra?
Sé que el Tule es el lugar al que puedo ir para encontrar a mi abuela pues, como dice Joan Didion, hay que resguardar un lugar para visitar a nuestros muertos: no tiene que ser el cementerio, ese solemne lugar de cenizas y tristezas. Los muertos se aparecen en forma de animales o como objetos reencontrados o como piezas viejas del rompecabezas de una vida. “Gruesa, rugosa, de color grisáceo”, así es la corteza del Tule: es la piel de mi abuela; la piel de elefante; la piel gruesa de la ancianidad. Dice Joan Didion en El año del pensamiento mágico:
Sé por qué intentamos mantener con vida a los muertos: intentamos mantenerlos con vida para tenerlos con nosotros. También sé que si queremos seguir vivos llega un momento en que tenemos que dejar ir a los muertos, dejarlos ir, dejarlos muertos. Dejar que se conviertan en la fotografía de la mesa. Dejar que se conviertan en el nombre de las cuentas fiduciarias. Dejar que se los lleve el agua. Saber esto no hace que me resulte más fácil dejar que se lo lleve el agua.1
La música de las espirales
El concepto de “arte ingenuo” suele definir la pintura de Henri Rousseau. Cabría preguntar si éste es un arte que, más bien, respira a su ritmo, que no desea complacer sino ser, expresarse. La ingenuidad es la condición de la naturaleza en el sentido de que ésta no es espacio para sustos ni para la domesticación; es el ámbito de lo que es sin reservas. La imagen del tigre en el cuadro Sorpresa, (a)saltando el espacio, es la representación de la vida. El sonido del tigre es sutil y preciso; una pincelada consciente, tal vez, precisamente, nada ingenua. El sigilo no es inocente; el tigre calcula, se estira, enseña los colmillos, se desliza cual viento como las ingenuas hojas de los árboles.
En el año 2025, el Tule reposa en su circunferencia domesticado por el turismo; las personas lo contemplan como a un ser enjaulado, colosal, brutal, sumergido en su mutismo y aparente inmovilidad de siglos, pero ahí vive la verdad, en la distracción del barullo: las personas comen dulces, tiran basura, comen en los restaurantes, se ríen, caminan trenzadas en el devenir de los domingos, se besan, rezan en la iglesia de Santa María del Tule: la iglesia también le pertenece al árbol que es ateo y amplio en sus creencias. La materia se destruye; el Tule, no. Él permanece aparentemente inmóvil: “El duelo es inmóvil”, dice Roland Barthes en su Diario de duelo. Sin embargo, ¿alguien ha visto la monumental vida que pende del Tule: arriba, abajo, al centro? El Tule está borracho de vida: casa de insectos, de hongos, de larvas, de muerte. La música de las hojas es espectral, la ciudad de los fantasmas, ¿alguien ha escuchado al tigre que atraviesa la música invisible de sus hojas?
Laurel de la India, 2005.
“Una mota en el ojo de Dios”
Dice Didion en El año del pensamiento mágico que cuando alguien muere inesperadamente el mundo se descoloca, el universo que conocemos se transforma, nunca volverá a ser igual. Los árboles están allí pero tampoco son los mismos. Testigos, amigos, confidentes de lo indecible son los compañeros que nos quedan. Y también saben llorar.
Toda lágrima es el envés del agua: la gota sombra. Y es de las lágrimas que aprendemos lo que es la vida. Los árboles están llenos de lágrimas que son silenciosas; rocío en la mañana en el despertar que todo aprecia y agradece. El rocío ilumina, es una sustancia de Dios. Y Dios lloró por sus hijos: humanos, ángeles caídos que no pueden lidiar con lo incognoscible: la palabra sagrada, la palabra muerte. El ramaje del Tule es sumamente extenso: mil cuatrocientos metros cuadrados; sus ramas se extienden por unos cincuenta metros. Frondoso, amplio, inabarcable, ¿han visto el rocío de esas mañanas grises y discretas, después de una noche ostentosa de lluvias, terrible como sus truenos y sus alusiones secretas, ese rocío acumulado, también caudal del dolor de Dios, del dolor del luto?
La dimensión y el horizonte
Cuarenta y dos metros mide el Tule, pero es irrelevante en cuanto a que lo importante depende de quien observa; quien no concibe la altitud se pierde del mundo más allá: mundo de nubes, poemas y relámpagos. Ese otro mundo no tiene nada que ver con el ego que reclama la explotación comercial, el descuido, el incendio; el microcosmos destruido por considerar que la naturaleza es sierva del humano. Los árboles ofrecen un mundo que augura bonanza a las altas temperaturas que se experimentan en las ciudades, embargadas por el cambio climático. Son necesarios más árboles: casas para todas las especies, horizonte anhelado. ¡Queremos árboles!, debería rezar nuestra protesta. La utopía es la de un mundo infestado de árboles; respiraderos de una inteligencia volcada en la creación y no en la robotización del conocimiento. Una biotécnica de la integración: la salud completa y compleja del árbol como una totalidad, ésta implica salud social, ética, ecológica e histórica: no admite la segregación.
Dice Hermann Hesse: “Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos, quien sabe escucharles, aprende la verdad. No predican doctrinas y recetas, predican, indiferentes al detalle, la ley primitiva de la vida”. El árbol es “vida eterna”, por eso el Tule es una mole infinita sin principio ni fin: el gran árbol de la vida y la cultura. La cultura no es una construcción exclusivamente humana, es la historia de las relaciones que involucran a los seres existentes. Los árboles también tienen un lenguaje, su madera es el perfume de las horas. Hesse añade: “Los árboles tienen pensamientos dilatados, prolijos y serenos, así como una vida más larga que la nuestra. Son más sabios que nosotros, mientras no les escuchamos. Pero cuando aprendemos a escuchar a los árboles, la brevedad, rapidez y apresuramiento infantil de nuestros pensamientos adquieren una alegría sin precedentes. Quien ha aprendido a escuchar a los árboles ya no desea ser un árbol. No desea ser más que lo que es. Esto es la patria. Esto es la felicidad”.
Estudio del Árbol del tule II, 2005.
El oasis y el refugio
Los árboles nos enseñan que su vida depende de las relaciones que guardan entre ellos y de cómo un solo árbol garantiza la vida de múltiples especies. Mundos diminutos interconectados a través de la grandeza arbórea, aparentemente apacible, que nos acompaña en nuestras caminatas y mundos interiores con sus susurros y silencios. Los árboles, por cierto, también hablan; lo hacen con un crujido profundo y cuasiaterrador para el humano que se enfrenta a un lenguaje antiguo y órfico, primordial. Escuchar ese sonido, como el de los cuencos tibetanos, nos liberaría de las sombras terribles de nuestras angustias porque ese latido del árbol es el de la tierra misma. Sé que aquel día en el que recorrimos el árbol del Tule con mi abuela, en el que comimos tlayudas con tasajo en los alrededores, en los que fui Oaxaca, el árbol, el viento, el silencio de mi verdadera historia, el Tule crujió para decirme un mensaje que no comprendí velozmente. Porque es sumamente complejo comprender rápidamente las enseñanzas de la vida. La muerte sonríe. La sombra de los avisos es el fantasma de una purificación: sólo hasta que comprendo las claves de mi experiencia puedo purificar mi memoria en torno a ella; escribir la historia fantasma. El “deseo” como Lacan lo comprende —íntimamente vinculado con la sexualidad— no tiene aquí cabida. El fantasma también es creación, porque el envés de la escritura es lo que no se dice.
La copa del Tule tiene una circunferencia de 58 metros; arriba, el árbol dibuja con su tinta las formas invisibles de su memoria o, más bien, el susurro de su olvido: escribe fantasmas. Su vida no sólo es la descripción de sus distintas partes, es también la historia de las vidas que vio pasar. El árbol es naturaleza, historia y futuro. La escritura fantasma de la historia es el libro del Tule que ha visto civilizaciones y mitos transcurrir porque el tiempo es lenguaje y viceversa y no hay más honda verdad que la que se dice cuando alguien calla. La historia invisible de mi abuela está escrita en la copa del Tule. Tan sólo intento transcribir su lenguaje vedado, me cae encima, agua de luz vieja. No digo nada, no alcanzo nada, me sumo a Roland Barthes:2
“No muy feliz era una herencia”.
Imagen de portada: Raúl Herrera, Sabino Sagrado, 2022.