Entrevista con Mario Bellatin

"Transformar mi yo en una frase impresa"

Hongos / panóptico / Marzo de 2023

Eduardo Rabasa

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En esta época la autopromoción y el autoelogio en redes, así como crear un personaje y ganar notoriedad para acceder al circuito de premios, traducciones y becas, resultan casi tan importantes como la producción literaria. Sin embargo, usted parece ir a contracorriente y apuesta por su escritura lenta, a máquina de escribir. Usted está muy alejado de los focos y reflectores del circuito industrial de los libros. ¿Qué piensa al respecto?


No es una estrategia ni algo pensado ex profeso, sino una situación creada poco a poco al ver distintas manifestaciones de cosas que no funcionan. Es cierto que estoy fuera de los sistemas tradicionales, pero no por una estrategia concreta, sino porque hay muchos elementos —desde el punto de vista editorial, las ferias, la forma en que se concibe la literatura, lo que están haciendo los nuevos escritores— que realmente no me interesan para nada. Siempre he pensado que ya que he elegido el tema —bueno que he sido elegido por él—, cuando ya tengo de qué escribir, quiero hacerlo sin dejar de sentirme cómodo. Porque todo lo que usted acaba de mencionar viene de afuera: promoción, reflectores, premios, ferias, el mercado, etcétera, y yo siempre he tratado de escribir y trabajar desde dentro de mí. Es como liberarse de algo que, si no se tiene presente, termina adhiriéndose, y uno empieza a ir por caminos donde realmente se siente incómodo. Ahorita, por ejemplo, estoy en un gran debate sobre si debo aceptar o no un viaje a Japón. Todos me dirían —usted también, seguramente—: “Vaya a Japón”, porque además me pagan no sé cuánto y eso es un medio de supervivencia, aparte de ir a Japón, etcétera. Pero yo, que he escrito libros aparentemente situados en Japón, creando un Japón alternativo y personal, no quiero ir. Este es un ejemplo muy concreto de “andar a contracorriente”. Aceptar o no es un dilema, pero yo me siento más cómodo sin salir de mi casa.

Mario Bellatin, 2023. Fotografía de ©Lizbeth IbarraMario Bellatin, 2023. Fotografía de ©Lizbeth Ibarra


En relación a escribir “desde dentro” o “desde fuera”, leí una entrevista donde usted hacía una distinción entre escritura y literatura, y hablaba de la segunda como una maquinaria que cambia según las modas y el mercado, que produce listas y tiende a lo masificado y estandarizado. Usted decía que escribía a máquina durante una hora, como un ritual, y que era casi como meditar o hacer yoga. ¿Ha logrado desvincular esta práctica ritual de lo asociado al mercado y al éxito?


Sí, son dos ámbitos separadísimos, pero hay que estar atento todo el tiempo, porque si uno se distrae de pronto, se funden en una sola cosa. Entonces, vuelvo a mis orígenes y digo: “Yo decidí sentarme frente a una máquina de escribir…”. Creo que todo el proceso lo tuve resuelto a los 10 años, cuando hice una frase a máquina, cuando vi una letra impresa. En ese hecho descubrí algo interesante, creo que una pista casi psicoanalítica que me hizo entender por qué sigo escribiendo, y es que debo usar un instrumento de escritura, ver la letra impresa —algo cercano a ese respeto que se tenía antes, o se tiene aún, por la letra impresa—. Yo nunca escribo a mano, aunque puedo hacerlo a gran velocidad, porque no le daría ninguna importancia a ese texto y nunca volvería a leerlo. De alguna forma yo existo en el impreso porque ese fue el primer milagro que vi cuando encontré esta misma máquina que tengo desde los 10 años. Me parece curioso poseer un objeto que me ha acompañado siempre sin proponérmelo, porque nunca le he dado valor a ningún objeto. Se trata de una máquina que en 1990 dejó de tener función, porque empecé a escribir en una computadora; pero está aquí, junto a mí. Ver esa letra impresa —sea a máquina, a computadora o con el celular—, saber que yo hice esa frase, me da una razón de ser, como un pasaporte para ingresar al mundo. Porque yo, como persona, no siento que valga la pena existir, pero ese otro que tiene una frase impresa le da un sentido. Imagino que sea esta la explicación, porque lo único que hago es eso: tratar de transformar mi yo en una frase impresa, con un instrumento que no sea una pluma, con algo más tecnológico, como una máquina de 1915 que fue inventada a mediados del siglo XIX y no cambió desde entonces hasta los años ochenta, cuando empezaron a circular los primeros procesadores de texto.


Esa frase impresa que luego da pie a un libro, ese momento entre usted, la máquina y la existencia que cobra a través de la frase impresa, después será compartido con ese ente anónimo y abstracto llamado lectores. ¿Cómo vive usted ese paso?


Ese tercer paso ya es como una especie de regalo, un plus. No es la razón del proceso porque este no nace para ser compartido con un tercero, sino que empieza y termina en mí mismo, en el hecho de que yo vea mi frase impresa. Al verme ahí, digo: “Bueno, puedo seguir respirando”. Hubo un momento en el que sí estuve, ¿cómo llamarlo?, “enfermo” de escritura, porque podía estar escribiendo todo el día —cosa que ya no hago—, veintitrés horas sin parar, sin pensar para nada en el lector ni en algo que sea expresable o decodificable por otro. Ahí me di cuenta de que esa escritura corría un grave peligro, porque terminaría por comerse a sí misma; se iba a acabar porque resultaría un ejercicio endogámico, cerrado (como sucede, por ejemplo, en El resplandor de Kubrick). Resolver el proceso de escritura dentro de la propia escritura sería una serpiente mordiéndose la cola, y yo iba a terminar en un hospital psiquiátrico escribiendo siempre. Curiosamente, fue en una especie de terapia psicoanalítica donde dije: “No puede ser que esté escribiendo, escribiendo, escribiendo un libro infinito, eterno, sin interlocutor”. Y todo lo hacía a máquina, manualmente; no existía la escritura digital que se archiva a pesar de uno. Entonces eran papeles y papeles que se iban juntando y yo tiraba al basurero porque no había archivo; no pensaba que fuera importante lo que estaba haciendo, sino que era simplemente un ejercicio. De pronto, después de un tiempo de psicoanálisis, me di cuenta de que dentro de todo ese magma de palabras y de frases había una estructura armada que yo no había podido percibir. De esos cientos de páginas empecé a sacar fragmentos, a armar, a editar haciendo encadenamiento. Gracias al cielo que estudié cine, algo que sucedió casi sin querer. Por esos tiempos, en una época igualmente no digital, lo que más me interesaba era la edición cinematográfica. Sigo creyendo que es ahí donde está la magia del cine, porque muchos piensan que es en la imagen o en la historia, y no: está en cómo editas. A partir de cómo armas algo puedes lograr que sea una joya o un espanto. Encontré que en este magma de palabras necesito parar cada cierto tiempo y hacer un trabajo de edición, tal como se hacía en la época analógica, un cortar y pegar físico. Se ponían hilos como de tendedero de ropa y se colgaban las escenas con ganchitos. Incluso usaban ganchitos de ropa, ni siquiera eran ganchitos de cine. Luego con la moviola uno iba pegando con scotch. Todo era muy manual. Cortar, pegar y empezar a ver opciones. En cierta medida, ese es el proceso.


¿Cortaba y pegaba físicamente? ¿No era un poco lo que hacía William Burroughs, el cut and paste?


Quienes escribían a máquina, los escritores que no trazaban un relato lineal, todo el mundo hacía eso… o hacíamos eso. Ahora que vuelvo a la máquina de escribir, veo que hay una serie de mitos en torno a si con ella el trabajo es más rápido o más lento en comparación a lo digital. A máquina es mucho más rápido, aunque uno se llene de papeles —que después tiene que ir cortando y pegando— y no pueda corregir como en lo digital, donde podemos cambiar las palabras y borrar. La máxima licencia que me permito a máquina es tachar alguna palabra con X. Aquí las reglas del juego son no estar sacando la hoja ni utilizar el Liquid Paper. Eso me ayuda a sentirme como un funámbulo sin red de protección, porque lo que sale es lo que sale. Los errores que aparezcan serán parte de un proceso artesanal de la escritura analógica, no de la industrial ni la digital. Algunas letras se van a correr, pero todo eso formará parte de esa otra escritura más rugosa, con más textura. Cuando tuve mi primera computadora —primero tuve un procesador de textos, de los de una línea— sí noté que uno se volvía más eficiente que frente a la máquina de escribir, que implicaba una escritura mucho más horizontal, ramificada.


¿Ya no escribe en el iPhone? Ahí escribía muy rápido, ¿no? Yo lo llegué a ver y era rapidísimo.


Sí. He alcanzado con este dedo pulgar una velocidad casi de dictado.


¿En el iPhone?


Sí. Si quiere podemos hacer una prueba. Lo que no voy a hacer nunca es dictar ni mandar mensajes de voz, porque soy escritor. No utilizaría la tecnología hasta ese punto. El proceso es el siguiente: comienzo con la máquina de escribir; luego, como temo que la hoja original se pierda —porque usted podrá ver que mi estudio es un desastre—, yo eso lo edito y lo digitalizo en el teléfono, en notas.


¿Todo?


Todo lo que está en la máquina pasa al teléfono. Algunos me han dicho que me lo pueden transcribir, pero les digo: “No, no lo pasen, por favor”. Porque mientras yo lo hago voy corrigiendo en milésimas de segundo. E incluso me he atrevido a publicar textos salidos directamente de la máquina, sin corregir —uno de esos va a salir en Luna Córnea—.


¿Y cómo salen?


Como salen… Desde que tenía 10 años —ahora tengo 60— me he esforzado en hacer que haya un lector, es decir, en que ese texto pueda ser leído por otros. Si por mí fuera, yo lo hubiera dejado allí, y nadie me entendería. En todo este tiempo he ido afinando y refinando cosas para que los textos parezcan con una intención determinada, como si estuvieran hechos para formar una estructura dada, para un lector, para que se vuelvan libros “normales”. Por ejemplo, El libro uruguayo de los muertos (Sexto Piso, 2012) se construyó por razones totalmente ajenas a querer hacer un libro. Surgió por un material que tenía ahí, sin el propósito de ser publicado, o sin intención literaria, por decirlo de algún modo. Fue después que lo transformé en algo literario.


Ese libro, la segunda persona a la que está dirigida…


Existe.


Estaba escribiendo esa carta.


Sí, estaba escribiendo esa carta y dije: “Ah, mira, ya tengo todo este material”. Claro, lo que hice fue omitir las respuestas. Luego la fui armando con otros textos. Ahí sucedió un acto mágico o extraño (para eso, yo pienso, sirve la literatura), en el cual ese interlocutor empezó a transformarse en varios interlocutores, como en una especie de Santísima Trinidad. Pero ese proceso no inició como un libro, no había otra planificación más que escribir. Cuando alguien viene y me pregunta, “¿cómo se hace para ser escritor?” ya no le contesto y sigo caminando muy educadamente, porque en la pregunta viene la respuesta: “escribiendo”. No entiendo cómo alguien puede escribir y sostener su escritura justamente a partir de lo que usted me plantea, esa cosa externa. Personas que quieren ganar premios, estar en las ferias, que se les aplauda, salir en el periódico.

©Claudio Romo, *Te puedo dar mi cuerpo*, en *Un kafkafarabeuf*, 2019. Cortesía del artista©Claudio Romo, Te puedo dar mi cuerpo, en Un kafkafarabeuf, 2019. Cortesía del artista


Que es un poco lo que predomina hoy, podríamos pensar.


Pero yo no entiendo, pues. No juzgo. Que cada quien haga lo que desee, porque no quiero caer en lo que estoy criticando, en decir que se debe hacer así o se debe hacer asá. Se debe hacer como le dé la gana a cada uno. Pero, desde mi perspectiva, no entiendo cómo alguien puede sostener así un trabajo, eso que otros llaman oficio, una actividad…


Una disciplina.


Sí, vamos a ponerle disciplina, porque hay quienes dicen “el oficio del escritor” o “mi carrera”. Yo no poseo ninguna carrera literaria, nada. Solo un deseo de escribir que llevo a cabo. Tampoco puedo decir “mi obra”; ni “obra” ni “carrera”. Sencillamente hay una escritura que toma distintas formas y desconozco cuáles serán. Porque cuando escribo trato de mantener el misterio de no saber hacia dónde va el texto. Ese misterio me convierte en lector y me da fuerzas para seguir escribiendo. Si yo supiera qué haré, pues no escribiría. En eso incluyo el hecho de que no hay ningún autor —ni literario, ni de otras disciplinas artísticas— que sea mi mentor. No quiero hacer como tal persona hizo tal cosa. Si yo tuviera una especie de guías artísticas o literarias, ya habría respuestas, ya no contaría con esa motivación que me permite seguir escribiendo. Por eso en un primer momento lo mío se va por un camino que ni yo mismo conozco. Luego, gracias al trabajo de edición, sí pienso en un posible lector, en hacer transmisible el texto.


O sea que el lector aparece a partir de cierto momento del proceso.


Aparece cuando ya junté todo un material y digo: “Basta de seguir creando, de que aparezcan cosas”. Entonces empiezo a recortar. Pero no físicamente, con cinta scotch y tijeras. Para eso utilizo la computadora. Durante todo el proceso paso por todos los instrumentos: máquina de escribir, celular y luego una Mac para poder editar, y después, como adrede no hay impresora en casa, salgo. No la tengo para no estar imprimiendo a cada rato, porque si imprimo mucho y veo el texto, pierdo la perspectiva, el punto de vista.


¿Entonces edita en la computadora?


Sí, porque es más fácil así, borro, pongo y pego. Insisto: aunque la escritura ya está digitalizada, no empezó así. Es una escritura analógica. Sé que la gente no se da cuenta de que existen diferencias entre la escritura analógica y la digital. La gente piensa que era lo mismo que en la fotografía, donde es más obvio el cambio. Pero la foto o el texto no fueron creados de la misma forma. Para un creador es más importante el proceso que el resultado. Y el proceso para mí es analógico y después pasa a lo digital. Ya cuando está digitalizado el texto, uso la pantalla de la computadora para editar, y luego viene la impresión. Entonces comienza un trabajo fortísimo y pesadísimo con mi pluma, que la pienso como una especie de puñal, de navaja. Ahí, nuevamente, tengo el golpe de ojo sobre el texto editado y comienzo a hacer las correcciones —que es el trabajo más difícil del mundo—. No sé por qué uno se demora tanto en incorporar las correcciones hechas a pluma en un texto digital. A veces me digo: “Ah, pues será una hora de trabajo”, y no, son tres días metiendo las correcciones. Después vuelvo a imprimir, y así hasta el infinito. Últimamente cuento con la presencia física de una editora, una correctora de estilo experta llamada Guillermina Olmedo y Vera, que la gente piensa que no existe. Ahorita retomaré el trabajo con ella, porque me han pedido un libro en una editorial de Miami. El trabajo, que es casi psicoanalítico, consiste en leerle a la señora Guillermina. Ella se sienta en esta mesa y yo empiezo a leer en voz alta. Este proceso de corrección —el hecho de leer y saber que alguien está escuchando— es terrible. “¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta de esto?”, “¿Cómo es posible que esté escribiendo estas cosas?”. Entonces comienza la tarea de quitar, de desescribir: quitar, quitar, quitar, quitar. Luego Guillermina le hace al texto una especie de chaineo de formas básicas gramaticales, porque lo que yo quiero es que se clarifique el escrito. Es un proceso que justamente viene de la pregunta que usted me hizo de: “¿Qué sucede con el lector?”. Hay un proceso largo para que lo que escribo pueda ser compatible, ser compartido. De pronto ella también interviene el texto y después yo lo leo en voz alta, pero no debo darme cuenta de que está intervenido, porque lo que busco es que sea lo más transparente posible. A veces sí me doy cuenta y le digo: “Esto me salta”. Hay cosas que pone en la corrección que para mí son ruido, y otras que no.


Pero no están marcadas.


No, no están marcadas para que no suceda como con algunas traducciones. A mí me parece un poco ocioso, o para otro tipo de lector, cuando publican a la vez la “edición original” y la versión en castellano. Lo que me interesa es que me presenten un texto en castellano de una versión “orgánica” o que de alguna manera sea fiel al propio texto, de una belleza que emane del texto en sí mismo, sin importarme necesariamente el original. Porque yo no leo para saber o informarme de cosas: yo leo por la posibilidad que la palabra me otorga de crear un universo paralelo al cotidiano, a la vida real. Entonces, cuando me entregan ese texto lo leo en voz alta y me sorprendo: “No, pero esta palabra no”, “Pero, ¿cómo esto? Esto no es mío”, “Esto me salta”. Porque lo que quiero es que haya una lectura con muchos niveles, con muchas capas, y que la primera sea lo más accesible posible. Ya de por sí estos textos que estoy haciendo son cada vez más difíciles de ser expresados al otro, pues estoy interviniendo muchísimo la propia escritura siguiendo esa especie de ilusión de crear un libro único. Volviendo al psicoanálisis, un libro que acabe, uno solo, todos los libros, los que usted publicó en Sexto Piso y los que se publicaron en otros lugares, todos serán uno solo, cuyo punto final va a ser la muerte. O sea, la escritura me va a acompañar siempre y acabará cuando ya no haya quien escriba, o sea, yo.

©Claudio Romo, *Hilos y agujas cosiendo los orificios de mi cuerpo*, en *Un kafkafarabeuf*, 2019. Cortesía del artista©Claudio Romo, Hilos y agujas cosiendo los orificios de mi cuerpo, en Un kafkafarabeuf, 2019. Cortesía del artista


Y en este caso la señora Guillermina sería la primera lectora, aunque el primer contacto con sus textos es sonoro, porque primero se lo lee usted en voz alta.


Claro, el primer lector soy yo. Por eso utilizo todos esos trucos. Son una serie de recursos que no se podían hacer con la máquina. Cuando recién tuve una computadora empecé a hacer los elementales: cambiar la letra, ponerle letra gótica, letra grande, letra chica, para poder contar con ese golpe de vista. Usted como editor y autor se enfrenta a lo mismo. Imagino que usted tiene una capacidad muy grande para el texto ajeno y una incapacidad muy grande ante el propio [risas]. Eso viene de la Biblia: “La viga en el ojo propio y la paja en el ajeno”, porque, claro, usted ve un texto ajeno y dice: “Ay, mira, el problema está aquí”, y en el propio uno a veces pone “vaca” con b grande y ni se da cuenta. Entonces, existe una serie de recursos para poder separarme del texto y tener nuevas perspectivas. El proceso comienza con la máquina y luego paso el texto. Pero el pasar no es simple: implica leer y escribir a máquina. Yo mismo me sorprendo a veces con cosas, por ejemplo: ya sé por intuición —porque son miles de años y horas invertidos— cuándo la hoja de la máquina se va cerrando en sí misma y va creando una estructura. En ese momento son como pequeñas estructuritas nacidas de cada vez que me siento a escribir así como usted mencionó, como meditación, etcétera. Sé también que no puedo corregir como en lo digital, donde uno cambia la palabra y borra. A máquina la máxima licencia que me doy es tachar alguna palabra con X, porque, como ya le dije, la regla del juego de escribir así es que no puedo estar sacando la hoja, ni tampoco estar utilizando Liquid Paper.


¿Tacha con la propia máquina?


Con la propia máquina, así, X en mayúscula, pero solo una palabra. Por eso le digo que me siento como un funámbulo sin red de protección, porque nada es un error en ese momento, sino parte de una escritura rugosa y artesanal. Incluso si algunas letras se corren, las considero parte de la textura. Es algo de lo que me privaría el uso exclusivo de la tecnología digital. Usar la máquina de escribir es como ir por las carreteras secundarias y meterse de pronto en una autopista, donde uno ya no ve lo que sucede… Lo mismo pasa si te subes a un autobús: ya no ves. Así están hechos los autobuses modernos, como cámaras cerradas en las que no se percibe el exterior y solo puedes pensar en el lugar de destino. Es como un trance. En los aviones también lo están haciendo, y no desde hace mucho. Cuando tenía vuelos largos —espero ya no tener más, porque ya no quiero salir—, siempre solicitaba que fueran de día para aprovechar el viaje y trabajar y hacer cosas; pero ahora activan una noche artificial incluso en el vuelo de día, porque lo único que importa es llegar. Son ejemplos idiotas, pero paralelos a la situación que me comentaba en su pregunta inicial. Hoy parece que lo único importante es llegar, estar en la mesa de novedades, que te aplaudan, ir a las ferias, etcétera. Y una prueba también de que no me interesan los premios es que jamás he participado en uno. He ganado varios, pero son todos por nominación.


O sea, usted no envía su manuscrito.


Jamás. Incluso me dieron un premio que era supuestamente por postulación, pero lo rechacé. Tuve que excusarme con quien quería darme un premio para el cual yo no había postulado. Expliqué que si gano alguno donde haya que postularse, sepan de antemano que hay trampa. Cuando digo que no me interesan los premios es porque me parecen una especie de prueba, una competencia, y no me interesa lo que hagan otros. No creo que sea mejor el que escribe que el que no escribe, ni el que escribe bien que el que escribe mal. La escritura no es motivo de competencia: que cada quien haga lo que le parezca. En cualquier caso, lo que podría buscar como persona es un reconocimiento, un aval de que la apuesta que hice no estuvo del todo errada, y que hay un grupo de personas que no conozco pero que avalan ese ejercicio. Tampoco es que no quiera que existan premios; pero que sean por nominación. Ese sería un aval puro, porque si concurso, hago lobby o lo que sea, ya no es tan puro. Es, digamos, confirmar que uno no hizo tan mala elección, como una especie de permiso externo para seguir haciéndolo. Y, bueno, el dinero también es importante. Pero ese tipo de cosas de “me lo merezco” están fuera de mi entendimiento. No entiendo cómo alguien puede sostener tanto sacrificio —y no lo tome así como “me sacrifico”—, tantas horas invertidas a la nada, tanto…


Esfuerzo.


Sí, esfuerzo. Suena romántico este asunto, pero esta cosa monjil sostenida en un aplauso, en un reconocimiento del otro, en un dinero que no necesito… No entiendo de dónde puede alguien sacar esas energías.


Pensaba en esa idea a la que hacía referencia de pensar todos sus libros como un gran libro, y hay temas recurrentes en su obra. Recientemente, uno de ellos es el del fámulo, o la dinámica del amo y el esclavo. Y me gusta mucho la idea que está en Un kafkafarabeuf (Erdosain Ediciones, Santiago de Chile, 2019) de que el amo termina igual de esclavizado que el esclavo. Quería preguntarle la razón de la recurrencia de ese tema y si esto se puede vincular con lo anterior, de la escritura esclavizada a todo esto.


Sí, es un poco parecido a lo que dije sobre estar “enfermo de escritura”: al final, uno termina un poco esclavizado. En un primer momento, al ver la frase impresa, lo que uno siente, o lo que sintió cuando era niño y sigue sintiendo en esencia igual, es como una especie de imperio, una sensación de poder: “Yo puedo hacer esto”, “Este soy yo”, “Yo existo”, “Yo soy el amo del universo de las letras”. Pero el propio ejercicio hace que uno termine esclavizado, “enfermo de escritura”, escribe, escribe, escribe, escribe, y se llenede palabras sin ningún sentido. Por otro lado, nunca he escrito tantos libros como cuando supuestamente ya no publico. Durante los dos últimos años, en tiempos de covid, publiqué unos diez en editoriales caseras, ya ni siquiera independientes. Estas me permiten hacer un ejercicio que, aunque se realiza en otras artes, no he visto en la literatura: publicar libros efímeros, ediciones efímeras. Son libros que van a existir en pequeñas editoriales con un grupo muy reducido de lectores. Hay una en donde publiqué en diciembre de 2022, Ediciones Chinatown…


¿De México?


No, de Argentina. Han sacado unos veinticinco ejemplares de La matanza —así titulé el libro—. Pero ese libro nunca va a aparecer más.


¿Sólo son 25 ejemplares?


Sí.


¿Y no va a haber más?


No habrá más ejemplares. Pero tampoco habrá más ese libro.


¿Y tiene uno?


Sí. Ahorita le enseño. En el apuro traje uno.


¿No me lo puede dar?


No, pues no tengo. En el apuro final en que estuve en la Feria del libro independiente en La Plata en diciembre, ya no me entregaron los libros. Aparte, son editoriales tan pobres que ni siquiera pueden mandarme los ejemplares. No tienen dinero para los que le corresponden al autor. Cada vez es más difícil el correo, así que tienen que esperar que alguien venga de Argentina para traerme dos libros. Para mí esto es importante, porque resulta una suerte de archivo vivo, en el cual me llegan feedbacks de ciertos lectores que me interesa que me lean. Eso va en contra de la idea del escritor que está cinco años haciendo la gran obra monumental, o cerrada en sí misma. O puede no ser monumental, o monumental no en el sentido de que sea grande, sino que sea como definitiva, intocable. Luego esos libros efímeros desaparecen. Hay varios, por ejemplo, El perro de Fogwill (Criatura Editora, Montevideo, 2015) y Los libros del agrimensor (RIL Editores, Santiago de Chile, 2016). Son libros que nunca más aparecerán, porque el material con el que fueron hechos entrará en ese magma central donde los textos se van triturando y revolviendo, como si fuera un caldo muy grande donde se van echando más ingredientes para crear esta especie de “libro-monstruo”. Por ejemplo, La matanza se publicó en una edición de Un kafkafarabeuf en Argentina, ahorita que fui. Hay otro que se titula Mis nuevas escrituras. Variación #2. Ah, porque tengo Mis nuevas escrituras. Variación #1 (Ediciones Chinatown, 2022). De todo esto, lo que me interesa es escuchar qué sucede con esos lectores. Justo ayer terminé un libro que se llama (aunque no sé si se va a llamar así) Los hijos de la fotógrafa, que antes se llamaba Manual para mis grandes adversos. Es un libro que va a publicarse en tal editorial, pero eso mismo: cuando se vaya a la editorial, ese texto desaparecerá… En eso también me ayuda la señora Guillermina. Yo le envío los textos y ella los va guardando. Sabe mejor que yo cuál es la última versión, porque frente a todo este magma que se crea uno se confunde y dice cosas como: “No, pero esa es la versión de hace dos meses, no la de ahora”. Entonces yo le pido a ella que meta de manera random el texto completo al gran texto, a La matanza —por ahora creo que será el nombre de ese “gran texto”—. Luego yo empiezo a leer el libro completo para hacer el trabajo de edición, pero para entonces no sé dónde está ese libro metido dentro del otro libro. Tal vez no lo encuentre, ni lo advierta. Eso sería lo ideal.


Que entró perfecto…


Que entró perfecto y formó parte del todo. Aunque si noto que aquí está el otro libro y me hace ruido, debo crear una serie de recursos para que armonice. Así es como hago un gran libro gigante que va apareciendo por fragmentos con distintos títulos, en distintas editoriales. Usted me hablaba de Un kafkafarabeuf, que es primo hermano de El palacio (Sexto Piso, 2020). Son muy diferentes, pero tienen lazos en común. Justamente en esos dos libros aparece muy evidente la dinámica del amo y el esclavo, pero luego se diluye; es decir, sigue presente, pero ya diluida, porque aparecen los salones de belleza, que ya no son solo eso, sino también escuelitas para la muerte. Y el dueño del salón de belleza ya no es el peluquero que uno creyó que era, pues existen otras opciones, por ejemplo, que fuera alguien que vino de los campos de concentración en Europa. Van fundiéndose una serie de situaciones y elementos que ya estuvieron presentes en libros anteriores, aunque el reto es presentarlas como si fueran nuevas para que no haya repetición —pero sí intervención, que es diferente—. La repetición y la variación son muy pecaminosas en la literatura, aunque en otras artes son una virtud: en música, en pintura… Pero en literatura es como: “Ah, ya se le secó el cerebro. Otra vez viene a contarme lo mismo”. Entonces se trata de evitar el comentario: “Ah, ya no tiene creatividad”. Creo que uno de los problemas que puede tener un escritor es el exceso de creatividad. En ocasiones ser creativo es un grave problema, porque ser escritor no significa ser creativo, ni tampoco tener un manejo privilegiado del lenguaje. Los mejores libros que uno recuerda no son tan creativos: un señor que se convirtió en cucaracha, un señor que persigue a una ballena, otro que mata a una prestamista. Y justamente los que son creativísimos, a pesar de que alguna vez lo deslumbraron a uno, con el tiempo van desilusionando. Yo no leería Cien años de soledad otra vez, aunque sea muy original. En cambio, sí volvería a leer el de cómo mataron a la prestamista.

Estudio de Mario Bellatin, 2023. Fotografía de ©Lizbeth IbarraEstudio de Mario Bellatin, 2023. Fotografía de ©Lizbeth Ibarra


¿Cree que la literatura se está infantilizando?


Creo que se está infantilizando cada vez más el foco literario, o lo que se llama literario. Está bien que haya un lector que quiera leer cosas infantilizadas, pero eso se está convirtiendo en el centro. En mis tiempos existía El mundo de Sofía de Jostein Gaarder y La historia interminable de Michael Ende; por supuesto, un tipo de escritura válida, pero no era el centro.


Dice que la literatura se está infantilizando, no el sistema de promoción…


El sistema está infantilizando al lector. Hay un escritor búlgaro al que aparentemente quieren hacer pasar como un escritor de culto, Gueorgui Gospodínov. De él se dice que es “el escritor del siglo XXIX” y cosas así; y uno ve que su obra es del tipo de El mundo de Sofía, al menos Física de la tristeza (2011), donde el minotauro del mito de Teseo es víctima y no victimario —¡ay!, políticamente correcto: ¿por qué acusan al minotauro, si él no tiene la culpa de ser minotauro?—. Siento que eso sucede cada vez más, y también que es más difícil para el lector encontrar escrituras que estén fuera del orden y lo sorprendan, que es lo que a mí me interesa.

Imagen de portada: ©Claudio Romo, Te puedo dar mi cuerpo, en Un kafkafarabeuf, 2019. Cortesía del artista