¿Qué es un país si no es una nación?
En 1643 el predicador inglés Jeremiah Whitaker advirtió a sus oyentes: “Estos días son días de convulsión, y esta convulsión es universal”. En el mismo año, uno de sus contemporáneos españoles escribió: “Ésta parece ser una de esas épocas en que todas las naciones están de cabeza, lo que hace sospechar a algunas grandes mentes que nos aproximamos al fin del mundo”.1
Un ambiente apocalíptico similar nos agobia en el presente. El mundo tal como lo conocemos está desapareciendo. Nos encontramos en un momento de vértigo. El cambio climático, la ansiedad demográfica2 y el ascenso de la IA nos hacen sentir como si estuviéramos viviendo en el final de los tiempos.
Al igual que en la Europa del siglo XVII, diversos países del mundo actual parecen teatros separados en los que se representa simultáneamente la misma gran tragedia. Se interpreta en distintas lenguas, y en ciertos lugares difiere el guion, pero es la misma tragedia. El ascenso del populismo nacional y de hombres fuertes en la política parecen ser tendencias globales. Las personas desconfían y están enojadas, y muchos se inclinan a pensar que un remedio peor es la única forma de curar la enfermedad. Pero ¿en verdad la obra se llama Nacionalismo? ¿El auge del proteccionismo económico y el repudio hacia el universalismo son señales del regreso del Estado nación?
Los historiadores han interpretado la crisis global de ese siglo como el conflicto de las relaciones entre el Estado y la sociedad, como una lucha entre las Cortes y los Estados. El surgimiento del Estado nación fue la salida a dicha crisis. Al reflexionar sobre aquellos años, nos percatamos de que las naciones no son inherentes, sino que son construidas por los Estados y los nacionalistas, y a menudo requieren que los individuos elijan entre nacionalismos en competencia.
La crisis de la cultura ha destruido el vínculo histórico entre generaciones. Ya no podemos recordar la época de nuestros padres (fue antes de los teléfonos celulares) y no podemos imaginar el mundo en que vivirán nuestros hijos (si es que los tenemos). La historia se ha aplanado.
Joaquín Segura, La tradición de todas las generaciones muertas, 2015. Todas las imágenes son cortesía del artista a través de Pequod Co.
Los Estados nación sirvieron como instrumento de desarrollo económico y, a la vez, de cohesión social. Crearon solidaridades donde no existían antes. Tomaron diferentes formas: algunos trajeron la democracia al centro de la política moderna; otros fueron represivos e incluso genocidas. Construir poblaciones a partir de minorías fue el grito de guerra de los Estados nación europeos recién creados tras la Primera Guerra Mundial. Más aún, en muchas partes del mundo, la homogeneidad étnica fue la utopía de los nacionalistas.
Sin embargo, hoy en día, en varios países, especialmente en Occidente, presenciamos no el retorno del nacionalismo (que nunca se ha ido en realidad), sino la expansión de una nostalgia políticamente infecciosa bajo la forma de una añoranza del hogar perdido. Esta ola nostálgica expresa más la crisis del nacionalismo que su regreso.
En 1688, el médico suizo Johannes Hofer acuñó el término “nostalgia” para designar una nueva enfermedad. Su síntoma principal era un estado de ánimo melancólico que provenía de un anhelo de regresar a la tierra propia. Quienes la padecían se quejaban a menudo de oír voces y ver fantasmas.3 Europa actualmente padece una epidemia de nostalgia. La gran mayoría de los europeos cree que el mundo era mejor ayer (cuando había más de nosotros y éramos más jóvenes) de lo que es hoy, pero no están seguros de cuándo ocurrió ese glorioso ayer. Temen que sus hijos vivan en peores condiciones que las suyas, pero no saben cómo evitarlo. Los más nostálgicos por el pasado son quienes con mayor probabilidad votan por partidos antieuropeos.4 Si el hogar es un sitio que uno comprende y donde es comprendido, hoy vivimos en un mundo sin hogar.
La utopía cosmopolita, según la cual uno se siente en casa en todos lados, ha sido sustituida por el miedo de que nadie esté realmente en su hogar ni sea originario de su propia tierra.
G8, 2013.
El filósofo Herder pensaba que las personas necesitan pertenecer a un grupo del mismo modo que necesitan comer y beber. “Ser humano significaba poder sentirte en casa en algún lado, con tus semejantes.” En el siglo XXI sabemos que “tus semejantes” ya no significa simplemente tu tribu étnica, pero estar en tu hogar aún rima con ser libre. Ahí correrás el riesgo de disentir con quienes están en el poder y estarás preparado para sacrificar la vida para defender tus creencias. Por el contrario, la pérdida de hogar se experimenta como la pérdida de la libertad, un estado de vulnerabilidad universal.
La reacción violenta contra la globalización reveló la crisis del nacionalismo y del Estado nación respecto a producir cohesión social. El fervor por la separación, por desgarrar lo que había sido tejido laboriosamente, así como el rechazo dogmático a reconocer cualquier vestigio de afinidad, conduce ambos procesos.
La consecuencia paradójica de tres décadas de globalización es que el espacio político se ha fragmentado en fortalezas mutuamente inaccesibles, alineadas con identidades atrincheradas, entre las cuales ninguna comunicación seria es posible. La propagación de las redes sociales está en el centro de este proceso. Es la mejor explicación de por qué fue tan fácil descubrir que estamos separados de la persona de al lado, pero no lo explica todo. El Estado nación ya no es capaz, ni en su forma democrática ni en su forma autoritaria, de brindar cohesión a la sociedad.
Como el antropólogo estadounidense Clifford Geertz predijo hace casi treinta años, nos enfrentamos a dos preguntas cruciales: “¿Qué es un país si no es una nación?” y “¿qué es una cultura si no es un consenso?”
Sin título [Paloma blanca], 2008.
Si la crisis global del siglo XVII se suscitó en las relaciones entre la sociedad y el Estado, la actual es una crisis de las relaciones entre el individuo y la sociedad, entre el individuo y la nación. Ésta ha dejado de ser capaz de mantener “la asociación no sólo entre quienes están vivos, sino entre quienes están vivos, quienes están muertos y quienes están por nacer”.
En las inmediaciones del desfile militar en Pekín de este año, pudo oírse al presidente ruso Vladimir Putin y al presidente chino Xi Jinping conversando sobre el tema de la inmortalidad. No sobre las guerras en Ucrania y Gaza, ni sobre sus posibles sucesores, ni sobre las tarifas de Trump, sino sobre trasplantes de órganos y nuevos descubrimientos en biotecnología, los cuales prometen cierta esperanza quijotesca de juventud eterna.
¿Será posible que esta extraña conversación sea más significativa para el futuro de nuestra política que el desplazamiento de poder geopolítico del que todos están hablando? ¿Cómo se relaciona la esperanza de inmortalidad individual con que la mayoría de las personas del mundo viven en sociedades donde la fertilidad no sobrepasa los niveles de reemplazo? ¿Y cómo explicar el hecho de que la fertilidad está disminuyendo y la población se está reduciendo en Estados ricos y pobres, en sociedades seculares y religiosas, en democracias y autocracias?
El historiador Christopher Clark ha dicho que “así como la gravedad curva la luz, el poder curva el tiempo”. El ejercicio del poder está arraigado en un conjunto de supuestos sobre cómo el pasado, el presente y el futuro están conectados. La política moderna se ha adherido a la creencia de que los individuos son mortales, mientras que las naciones son inmortales. Trascendemos nuestra mortalidad mediante nuestra fe en Dios, teniendo hijos y siendo parte de una comunidad cultural consciente de sí misma (una nación) que resistirá las tormentas de la historia. Un monumento en un parque con los nombres inscritos de quienes sacrifican su vida por la nación o un poema que las futuras generaciones sabrán de memoria fueron alguna vez nuestra idea común de inmortalidad. El éxito del Estado nación durante los últimos cuatro siglos está arraigado no sólo en el ejercicio legítimo de la violencia sobre determinados territorios, sino también en la transformación del contrato social en un contrato intergeneracional.
Como sugiere la conversación en Pekín, ése ya no es el caso. Hay una sensación creciente de que vivimos una época de traspasar umbrales, en la que los más ricos y los más poderosos comienzan a imaginarse inmortales, mientras que muchas naciones, bajo la presión de reducidos índices de natalidad, empiezan a parecer mortales. ¿Acaso podemos seguir imaginando que viviremos en las mentes de las generaciones futuras, cuando la velocidad de los cambios ecológicos, tecnológicos y culturales destroza nuestra capacidad para conjeturar siquiera cómo vivirán los humanos dentro de algunas décadas? ¿Pueden los líderes políticos búlgaros o eslovacos estar seguros de que alguien estudiará la historia de sus países en cien años, cuando son testigos de la rapidez con que sus poblaciones disminuyen y sus culturas nacionales se erosionan?
Como el pensador político francés Olivier Roy argumenta en su sobresaliente libro The Crisis of Culture, lo que estamos presenciando no es el reemplazo de una cultura dominante por otra —como, por ejemplo, durante la expansión del cristianismo o del islam, o durante el Renacimiento o la Ilustración—, sino una erosión progresiva de la cultura como realidad antropológica y como canon nacional. Para él, la cultura nacional es como la lengua materna: se habla antes de aprender la gramática. Son esas verdades “evidentes” que compartimos sin saberlo. Esta cultura compartida está desapareciendo bajo la presión del aumento de la migración y el amor del capitalismo por la mano de obra barata, mientras que la “alta cultura” artística se ha degradado a “una pérdida de tiempo o a un pasatiempo entre muchos otros”. No hace mucho, ser francés significaba haber leído a Victor Hugo. Ya no es así. El traductor de Google no tiene una lengua materna.
El presidente Trump, quien por razones geopolíticas se perdió la conversación chino-rusa sobre la inmortalidad, es quizá el representante más poderoso del dramático cambio del eje tiempo-poder. A Putin y a Xi todavía les preocupa la inmortalidad de las naciones. El presidente ruso idealiza un pasado imperial perdido y fantasea con un futuro resurgimiento demográfico de Rusia; Xi evoca la continuidad dinástica. Trump es diferente. En sus discursos y entrevistas, pocas veces habla de historia; tiene mucho menos claro que los líderes de Rusia y de China cómo quiere ser recordado por la siguiente generación. Se diría que Trump quiere vivir para siempre, pero no en las mentes y los corazones de las próximas generaciones. Más bien, Trump pasaría felizmente su inmortalidad en Mar-a-Lago y, mejor aún, en la Casa Blanca. Su imaginación política parece no extenderse más allá de su mandato, como si la historia misma terminase con él. Poco le importa lo que suceda inmediatamente después. Cuando aborda el riesgo de un conflicto con Taiwán, repite el compromiso del presidente Xi de no llevarlo a cabo mientras Trump esté en el poder. Pero ¿qué hay de cuando no lo esté?
¿Qué tipo de primavera es ésta,/ donde no hay flores/ y/ el aire está viciado/ con un aroma miserable?, 2022.
Es difícil escapar de la sensación de que el futuro de nuestra política comienza a parecerse a la mitología griega, en la que las intrigas de los inmortales conducen la historia mundial. Agradarles a los Inmortales es todo a lo que pueden aspirar los mortales.
Al mismo tiempo, el narcisismo imperial de Trump es síntoma del surgimiento de un tipo de nacionalismo que está divorciado de la historia nacional. A diferencia de los nacionalismos revolucionarios del siglo XIX, el del siglo XXI es hostil a cualquier universalismo. El nacionalismo ha dejado de ser un proyecto nacional. No habla en tiempo futuro. La crisis de la cultura ha destruido el vínculo histórico entre generaciones. Ya no podemos recordar la época de nuestros padres (fue antes de los teléfonos celulares) y no podemos imaginar el mundo en que vivirán nuestros hijos (si es que los tenemos). La historia se ha aplanado. No creemos que el pasado sea un tiempo distinto históricamente. Los muertos han sido liberados de su momento histórico. Ya no se puede ser progresista en el contexto de la propia época; ahora se es progresista o reaccionario en todas las épocas. Se concibe a todos como contemporáneos y se les trata con los estándares del presente. El Don Giovanni de Mozart escandaliza con sus aventuras sexuales tanto como Harvey Weinstein. “El registro emocional, por lo tanto, se reduce a una colección de fichas.” Los jóvenes actúan como si fueran la última generación, juzgando todo en una versión secularizada del Juicio Final.
“Hay un enigma fundamental en torno a la ira contra las minorías en un mundo globalizado”, escribe el sociólogo indoestadounidense Arjun Appadurai: “El enigma consiste en por qué los números relativamente bajos que dan a la palabra ‘minoría’ su sentido más simple, que generalmente implican debilidad política y militar, no impiden que estos grupos sean objeto de miedo y de ira”. La respuesta de Appadurai es que las minorías no permiten a las mayorías sentirse como tales. La existencia misma de las minorías es una señal de que, algún día, uno también puede volverse una minoría. Los números pequeños tienden a crecer, mientras que los números grandes podrían disminuir fácilmente. Los índices de fertilidad de los grupos minoritarios, que suelen ser más altos, a menudo constituyen un factor decisivo en las políticas genocidas de los gobiernos mayoritarios. La expansión de la democracia sumada a la disminución demográfica de la población nacional y al incremento de la migración han avivado los temores de que las mayorías históricas que fundaron los Estados nación podrían terminar convirtiéndose en las minorías de mañana.
En una democracia, el derecho colectivo más existencial es el derecho de excluir. Aunque estos regímenes se felicitan a sí mismos, con razón, por su capacidad para incluir diversos grupos sociales, étnicos y religiosos en la vida pública y en la toma de decisiones políticas, la democracia tiene como condición previa el derecho de la comunidad política a decidir quién puede pertenecer a ella y quién no. La democracia podría excluir ciertas ideas del espacio público; también podría excluir personas. El filósofo Michael Walzer ofrece la forma clásica de este argumento cuando sostiene que, dado que el alcance de la justicia distributiva no llega más allá de las comunidades políticas, la composición misma de éstas no puede someterse a la justicia. Obviamente es injusto que algunos hayan nacido en Alemania y otros hayan nacido en países pobres y represivos, pero los alemanes no tienen la obligación moral de corregir esta injusticia. Como sostiene Walzer, quienes ya son miembros de una comunidad tienen el derecho moral de elegir a quién desean incluir en ella “de acuerdo con nuestra comprensión de lo que significa la pertenencia a nuestra comunidad y qué clase de comunidad queremos tener”.5 Cómo se define el derecho de excluir es lo que distingue las democracias liberales de las iliberales.
Resulta tentador pensar el ascenso del iliberalismo como una vieja lucha entre la democracia y el autoritarismo, y es tentador comprender la epidemia de nostalgia en Occidente como el regreso del nacionalismo, pero, en realidad, la tragedia escenificada alrededor del mundo es el declive cultural del Estado nación. Y las “mayorías que se sienten como minorías” son las protagonistas centrales de la obra, al menos en Occidente.
Imagen de portada: Joaquín Segura, La batalla del Hamburger Hill, 2008.
Se refiere al panfleto Nicandro, citado en la introducción del libro de Geoffrey Parker, Global Crisis. War, Climate Change and Catastrophe in the Seventeenth Century, Yale University Press, New Haven y Londres, 2017, edición digital, s. p. ↩
La sensación de que las naciones y sus culturas no perdurarán como hasta ahora debido a las oleadas de inmigrantes, o bien, a la caída en las tasas de natalidad o la emigración masiva de sus pobladores. ↩
Ver Craig Lambert, “Hypochondria of the Heart”, Harvard Magazine, 1 de septiembre de 2001. ↩
Catherine E. de Vries e Isabell Hoffmann, The Power of the Past, How Nostalgia Shapes European Public Opinion, Bertelsmann Foundation, Gütersloh, Alemania, 2018. ↩
Citado en Selected by Origin, p. 9. ↩