periódicas Bibliotecas NOV.2025

Leonarda Rivera

Graciela Iturbide en la tierra de los p’urhépechas

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En los años ochenta, a Ocumicho se llegaba por caminos de terracería. Había dos vías de acceso, una por Tangancícuaro y otra por Cocucho; eran prácticamente veredas que en época de lluvias se volvían intransitables. En esos años, Graciela Iturbide recorrió los caminos que conducen al pueblo. Ahí tomó algunas de sus fotografías más conocidas, Jano (1981) y Virgen niña (1981), pero también otras que forman parte de su acervo y se conocen menos, como Año nuevo (1981). Las primeras tienen por objeto a los protagonistas de la danza pastoral de Ocumicho; la otra, a dos ancianas que posan en el atrio de la iglesia, ambas portan velas, una de ellas está descalza y mira hacia la cámara, la otra se apoya en un bastón y evade el ojo de la lente.

​ Algunos pueblos de la meseta p’urhépecha habían sido fotografiados tras la erupción del volcán Paricutín. El siniestro atrajo a cientos de extranjeros y nacionales hacia la zona, aunque será unas décadas después cuando Richard Barthelemy, Ruth D. Lechuga y el propio Juan Rulfo se adentren por las oscuras veredas, bosques de encinos, madroños y oyameles que cubrían en esos años a la también llamada Echeri Ts’irápiti (tierra fría).

Quise escribir sobre ella desde que, el año pasado, el Centro Cultural Fábrica de San Pedro llevó a Uruapan la obra de Iturbide. Gracias a Adolfo Castañón entré en contacto con la fotógrafa. Sabía que a finales de los años setenta había sido comisionada por el Archivo Etnográfico Audiovisual del Instituto Nacional Indigenista para documentar la población indígena del país. Había visto sus registros de los asentamientos y modos de vida de los kikapú, también sus recorridos por la región mazateca (Oaxaca), totonaca (Puebla), así como sus libros sobre los seris y las mujeres de Juchitán, pero no conocía las fotografías que tomó en la meseta p’urhépecha.

Los diablos incluidos en esa otra toma de Virgen niña no están ahí por casualidad; hasta cierto punto, pareciera que su presencia reclama el escenario: el pueblo entero, la región es suya. Pero no son, en sentido estricto, diablos de la tradición católica occidental, sino que encarnan orgullosos las reminiscencias de nuestra otrora Japingua, un espíritu o espectro del folclor p’urhépecha del que prácticamente nada sabemos.


​ La exposición montada en Uruapan fue una profunda revisión de los cincuenta años de su trayectoria. Y ahí, entre las columnas de la “nave mayor” de la antigua fábrica, estaban también expuestas Jano y Virgen niña. Entrar en la sala era como penetrar en un espeso bosque. El crujir de la madera en cada pisada, el silencio de la enorme nave, la luz que se filtraba por los grandes ventanales, todo indicaba que era el espacio idóneo para acoger esas imágenes. Durante uno de los recorridos que hice, no podía dejar de pensar en un poema de Federico García Lorca recogido en la revista Caballo verde para la poesía (1935):

Toda la luz del mundo cabe dentro de un ojo. Canta el gallo y su canto dura más que sus alas.

​ Recuerdo haberlo recitado en silencio mientras miraba una fotografía titulada El viaje (Tlaxcala, 1995), en la que aparecen unos gallos muertos colgados de una bicicleta. “Toda la luz del mundo cabe dentro de un ojo”: el significado etimológico de “fotografía” tiene que ver precisamente con la “escritura de la luz”. Aquellos que inventaron las palabras phos (φῶς) y graphein (γραφή) habrían retrocedido horrorizados al ver el mundo sensible, imperecedero e imperfecto, detenido en una imagen. Muchos siglos después, es casi imposible imaginar un mundo sin fotografías.

Jano, Ocumicho, Michoacán, 1981. Fotografía de Graciela Iturbide. Todas las imágenes son cortesía de la fotógrafa, a través de Leonarda Rivera.

​ La exposición reunida en Uruapan fue una especie de retorno de Graciela Iturbide a la meseta p’urhépecha, así como una invitación a preguntarnos por una serie de costumbres, formas de habitar y vivir el mundo que ya sólo existen en las fotografías. En muchos pueblos hay danzas y rituales que han sobrevivido al paso del tiempo, pero también han incorporado elementos “modernos”. Una parte de sus indumentarias ha cambiado de materiales. Por ejemplo, en las danzas de las pastoras, las antiguas telas de paño oscuro han sido reemplazadas por encajes y telas bruselas, haciendo que las fotografías que en su momento tomaron de las danzas tradicionales Ruth D. Lechuga, Barthelemy o la propia Graciela Iturbide parezcan de otro “mundo”, uno que ya sólo habita en estas imágenes.

Graciela Iturbide estuvo varios días en Uruapan con motivo de la exposición en la antigua Fábrica de San Pedro. Recuerdo haber visto fotografías de ella visitando Pátzcuaro y sus alrededores, así como otros pueblos de la meseta. En particular, recuerdo una fotografía de ella apuntando con su cámara Leica hacia las ruinas de San Juan Parangaricutiro: “Ahí estaba, frente al mar de lava que hace más de ochenta años destruyó dos pueblos”.

​ Iturbide nació en la Ciudad de México en mayo de 1942; en febrero del siguiente año, el volcán Paricutín destruía todo a su paso. Durante años, “ese imán enterrado”,1 esa montaña de arena fina, oscura, rodeada de una piedra negra, filosa y, en algunas partes, aún humeante, fascinó y atrajo a escritores, artistas y fotógrafos; todos hemos visto los dibujos y pinturas de Dr. Atl (Gerardo Murillo), quien registró de principio a fin el desarrollo del volcán y la erupción. También son conocidas las pinturas y los dibujos de Alfredo Zalce y Raúl Anguiano.

​ El repertorio es inmenso y fascinante. Además de las fotografías y videos tomados por los ingenieros de la Escuela de Minería, están los registros del ya mencionado Juan Rulfo y de un joven Armando Salas Portugal. Por las veredas que conducen al pueblo enterrado también han pasado José Revueltas, J. M. G. Le Clézio, Ricardo Razetti, Mariana Yampolsky y, por supuesto, el maestro de Graciela Iturbide: Manuel Álvarez Bravo.

Ocumicho es un pueblo alfarero ubicado en el corazón de la meseta p’urhépecha. Cuando, a mediados de los años cuarenta, Robert West llegó a ese lugar, enviado por el Instituto Nacional Indigenista, se encontró a los habitantes dedicados al curtido de pieles.2 Algunos antropólogos han sostenido que el origen de su nombre tiene que ver precisamente con esto: kumati.3 Pero también hay registros de que desde el siglo XVII había en el pueblo artesanos dedicados al barro; hacían pequeñas figuras, principalmente de animales, para venderlas en las fiestas de San Lucas, en Zacán, o en las de San Antonio, en Charapan. Sin embargo, la principal actividad de los pobladores era el negocio de la curtición de cuero.

​ Prácticamente dos décadas después de la llegada de West, una pieza de alfarería comenzó a llamar la atención de los t’urisï (los no p’urhépecha). Fue en Pátzcuaro, en un tianguis artesanal, donde en medio de figuras fantásticas de barro, una pieza llamó particularmente la atención; ahí estaba, imponente, pícaro, colorido, arrogante: era Japingua.4 Los primeros en adquirir estas piezas les llamaron “diablitos de Ocumicho”.

​ La comercialización y difusión de estas figuras colocó al pueblo bajo la mira de coleccionistas, ceramistas y antropólogos, que pronto llegarían en busca de ellas. A partir de los años setenta, los diablitos de Ocumicho comenzaron a ocupar no sólo los estantes del FONART sino también las colecciones de Estados Unidos y Europa. En esos años inician también los trabajos académicos que intentan rastrear sus orígenes. La mayoría de éstos adjudican la invención de los diablitos al joven artesano Marcelino Vicente, otros sostienen que, en realidad, las alfareras del pueblo ya trabajaban de antaño en la creación de japinguas, pues como el diablo es uno de los protagonistas de la danza de la pastorela, no podía faltar representado en barro.5 Al parecer, lo que realmente hizo Marcelino Vicente fue mostrársela al mundo: “Aquí está nuestra Japingua”.

Virgen niña, Ocumicho, Michoacán, 1981.

Una década antes de que Graciela Iturbide viera de cerca la danza pastoral de Ocumicho, Ruth D. Lechuga ya había fotografiado a los artesanos y protagonistas de las fiestas tradicionales. De la pastorela de principios de los años setenta hizo registros de ángeles, vírgenes, diablitos y ermitaños; entre estos últimos destaca Ermitaño de pastorela (1973). En esta foto se puede ver a un joven ermitaño sentado en un poste de luz, rodeado de un montón de piedras, y de fondo una casa de adobe y tejas viejas. La neblina y el escenario oscuro confirman la tesis de Roger Bartra: “la provincia mexicana es melancólica”.

​ Me llamó la atención esa fotografía tomada por la antropóloga porque una década después, el mismo personaje, el ermitaño, ya encarnado por otro niño, posará para la lente de Graciela Iturbide. La indumentaria que portan los ermitaños en la mayoría de las pastorelas de la meseta p’urhépecha, la zona lacustre y los municipios de Tanaquillo, Cocucho, etc., incluye un capirote. Generalmente, son niños vestidos de mujer que portan una máscara que representa a un hombre blanco, casi rosado, con barba y pelo negro. La fotografía de Iturbide muestra un elemento particular: el joven de la foto lleva dos máscaras, una de luchador, y otra, la tradicional, de ermitaño, volteada del lado derecho de su cara. Dos máscaras, dos rostros.

​ El título elegido por Graciela Iturbide transporta a esta figura del mundo de los rituales indígenas al mundo ficcional del arte. La creadora le puso Jano, como el dios romano Janus, el de los dos rostros. Las dos caras, orientadas hacia polos opuestos, representan el inicio y el fin. De su nombre se deriva también enero (gennaio). Dicen que su templo en Roma era uno de los más visitados y que sus puertas se cerraban en épocas de paz.6

​ En Ocumicho, el personaje forma parte de la representación pastoral de fin de año. Baila junto a las llamadas “japinguas”, mientras éstas intentan desviar a los peregrinos. La fotografía de Graciela Iturbide reúne dos elementos paganos, Jano y los acompañantes de Japingua mezclados en una fiesta que emerge de la tradición católica: la pastorela.

​ La segunda fotografía, Virgen niña, forma parte también de esa celebración. Entre los “contactos” de ésta, que aparecen reproducidos en el libro Imágenes del espíritu (1996), hay uno en el que vemos a la virgen niña sola en medio de una especie de halo de madera. Mira hacia el horizonte: claramente está posando para la fotógrafa. En otra aparece junto al ermitaño y dos diablitos. Por la vestimenta, sobre todo por el capirote blanco, sabemos que no es el mismo niño que aparece en la fotografía Jano. Es otro y porta la típica máscara del ermitaño. Todos están posando para Iturbide. Parece una composición bien estructurada que, a la vez, hubiera emergido de algún sueño.

​ Los diablos incluidos en esa otra toma de Virgen niña no están ahí por casualidad; hasta cierto punto, pareciera que su presencia reclama el escenario: el pueblo entero, la región es suya. Pero no son, en sentido estricto, diablos de la tradición católica occidental, sino que encarnan orgullosos las reminiscencias de nuestra otrora Japingua, un espíritu o espectro del folclor p’urhépecha del que prácticamente nada sabemos.

A diferencia de aquellas fotografías que Graciela Iturbide considera “obsequios” del instante, como Mujer ángel (1979), en la que vemos a “una seri que camina en el desierto con una grabadora en mano” (y que la fotógrafa constantemente repite que no recuerda “cuándo la tomó hasta que revisó los contactos”), en las tres fotografías tomadas en Ocumicho sus protagonistas posan, son cómplices de la cámara. En sus miradas se puede percibir la inquietud que provoca la lente, pero también pareciera que se saben “parte de otro mundo, el de los rituales”, como si estuvieran convencidos de que pertenecen ya a “lo mítico terrenal”.

Imagen de portada: Año nuevo, Ocumicho, Michoacán, 1981.

  1. Expresión de Adolfo Castañón. 

  2. Cf. Robert Cooper West, Geografía cultural de la moderna área tarasca, trad. Luis Lorenzo Esparza, COLMICH, México, 2013. 

  3. Cécile Gouy-Gilbert, Ocumicho y Patamban. Dos maneras de ser artesano, Centre d’Etudes Mexicaines et Centraméricaines, México, 1987, p. 17. 

  4. La Japingua es, junto con la Miringua, un espectro del folclor p’urhépecha. Se le suele relacionar con el diablo, pero no cualquier diablo, sino “aquel que da fortuna”. 

  5. Susana Padilla, “La influencia de Vasco de Quiroga en las artesanías del estado de Michoacán”, Investigaciones geográficas, UNAM, México, 1970, vol. III, p. 70. 

  6. Cf. Ronald Syme, “Problems about Janus”, The American Journal of Philology, Baltimore, 1979, vol. 100, núm. 1, p. 189.