Enduro

Muerte / panóptico / Octubre de 2023

Yael Weiss

Con los pies sobre los pedales como en los estribos de un animal fantástico, con las manos sobre los puños del manillar para mantener el rumbo, hacemos cuerpo con la bici. Perdemos altura rápidamente, atravesamos en un soplo el paisaje de magueyes, o el bosque de pinos, o el acantilado que lleva al mar.

​ Son largas las preparaciones para este momento perfecto. La bici debe estar en condiciones para responder a nuestro deseo y hacernos gozar. Por eso damos mantenimiento frecuente a la doble suspensión, cambiamos las balatas y el líquido de frenos, ajustamos los cambios, vigilamos el desgaste de los tacos en los neumáticos, buscamos la falla que provoca los ruiditos. Visitamos más al mecánico que al doctor. Las bicicletas de descenso tienen un aspecto robusto, de cuadro hinchado y llantas gruesas, pero son ligeras, y de lo más delicado.

​ Antes de cada rodada engrasamos la cadena y revisamos los ejes: deben estar fijos. El día acordado montamos la bici a los coches, salimos de la ciudad, alcanzamos la montaña y pedaleamos con enorme trabajo hacia la cima.


Ascenso

Antes de bajar hay que subir.

​ Hoy nos dirigimos a la pista “Tres cuartos de Pablos”, en el Desierto de los Leones. En las últimas secciones, que son muy empinadas y que llegan después de hora y media de pedaleo intenso, ya me falta el aire. Siento una enorme presión en las sienes. Dejo de dar vueltas a mis problemas de trabajo y familiares, dejo de mirar los árboles, dejo de pensar “qué bonito”. Inicio la lucha encarnizada contra el impulso de bajarme de la bici y empujarla, o aventarla, o regresarme. Me entrego a la ciega, sorda y terca voluntad de pedalear un poco más, y luego otro poco más, solo un poquito más, con dolor en las piernas y en la espalda, con el sudor en los ojos, el cuello y la entrepierna, y me pregunto: ¿por qué será que me gusta sufrir tanto?

​ Mi madre describe el parto natural como un dolor insoportable, el más grande de su vida, que desapareció sin dejar rastro en el instante en que fui totalmente expulsada y me puse a llorar. Así es alcanzar la cima. Me atraviesa una poderosa descarga de alegría. No queda memoria del sufrimiento: el cuerpo ríe de su resistencia física y su poder.

​ El descanso de transición entre la subida y el descenso es breve, pero provechoso. Es el momento de sacar el snack, mirar el paisaje y echar chisme. Los que vienen mejor preparados comen un sándwich, otros comparten cacahuates, yo prefiero darle unas mordidas a mi barrita de cereal y prepararme con calma.

​ La montaña da placer, pero también miedo. Exige de vez en cuando un sacrificio. Se paga con un hueso roto, una articulación destruida, una hemorragia interna o pedacitos de cuerpo: un dedo, un ojo, los dientes. Existe una pista en Valle de Bravo que se llama La Torera en honor al valiente que dejó una oreja. Mi amiga Victoria perdió los dientes incisivos la primera vez que rodó. Pensar que eso pudo acabar con su incipiente carrera de ciclista MTB sería no comprender nada de esta fiebre. Yo solo me he roto el brazo pero tengo varios dedos deformados por las caídas, dos lesiones en el hombro y un montón de cicatrices que me gustan, porque son como dibujos en la piel.

Halifax, 2019. Fotografía de Tim Foster. UnsplashHalifax, 2019. Fotografía de Tim Foster. Unsplash

Dani está rodando de nuevo después de que le quitaron un riñón por una mala caída. Para proteger el torso ahora usa una especie de camisa acolchada con protecciones internas. Parece un superhéroe. Llega siempre puntual a las citas de las seis o siete de la mañana con un enorme porro encendido entre los labios y unos lentes negros. Cuentan que, desde que estuvo en terapia intensiva, su madre y su novia se arrodillan para suplicarle que deje la bici.

​ —¿Neta no te asfixia esa cosa?— pregunta el Barry, un vato que recién dio el salto del cross al enduro. Es un exalcohólico y exadicto al crack, que ahora administra un negocio de barras de café. Le va bien, lo suficiente en todo caso para tener su bici cuidada, con llantas nuevas y frenos de gama alta.

​ Dani responde con una risa de humo por boca y narices.

​ —Ni a las rodilleras y coderas me acostumbro —continúa el Barry, dándose un breve jalón—, ¡entonces menos a una camisa de esas!

​ —¡Qué necio eres! —espeta el Kid, un niñote de casi sesenta años que desciende de lo más imprudente. Una de cada dos rodadas sale chorreando sangre, pero se protege los puntos clave del cuerpo—. Por lo menos ya no usas mallitas de puto—, añade.

​ Los que hacen ruta y cross eligen vestimenta pegada, los que practicamos enduro y downhill vestimos bermudas o pantalones. Nos creemos más cool.

Andika Soreng, 2017. UnsplashAndika Soreng, 2017. Unsplash

​ Charly, el que me gusta, escucha la conversación de Dani, Barry y Kid sin decir nada. Está sentado sobre la bici con los brazos cruzados, las rodilleras puestas, el casco ajustado. Siempre es el primero en estar listo. Se ha fracturado los dos talones en caídas casi iguales, una hace quince años, otra más reciente. Sobre la bici no se le nota, pero cuando camina, cojea. Tiene una barra metálica en la clavícula izquierda —uno de los huesos que más se rompen en este deporte—, me gusta sentir con los dedos las protuberancias de los tornillos bajo su piel morena.

​ Algunos sacan aire de sus neumáticos para que se adhieran mejor al terreno, otros limpian las micas de sus gogles. Me doy prisa con el ajuste de mi peto y la quijada de plástico de mi casco full-face, coloco las rodilleras sobre mis espinilleras de futbolista. No son muy estéticas, pero prefiero a las heridas que dejan los pedalazos sobre las tibias. Soy de las que descienden con una armadura casi completa de plástico. Parezco robocop, pero no me importa demasiado.

​ El otro Charly, que llamamos Rutas porque se empeña en encontrar y mapear caminos nuevos, pero sobre todo para diferenciarlo del Charly que me gusta, enciende su Gopro. Al fin estamos listos.

​ Nos formamos para bajar: el más rápido hasta adelante, pues es quien debe darnos línea.


Downhill

La grasa, señoras y señores, está en el descenso. A esto vinimos.

​ La primera pista es fluida, su duración no rebasa los cuatro minutos. Nos reagrupamos a la salida, jadeantes y mareados de felicidad. Nadie se ha caído en este primer tramo. Recargo mi bici contra el tronco de un pino. Una raíz aparente, de escamas cortas y duras, me hace sentir un arraigo infinito al suelo.

​ No nos cabe duda de que esto es de lo mejor que podremos experimentar en nuestra existencia y que todos los riesgos valen la pena. Deberían ver nuestras sonrisas y la vida que emana de nuestros cuerpos.


Las siguientes pistas son más técnicas, de rock gardens, o sea: tramos de piedra complicados y retadores, y descolgones, es decir: pendientes muy pronunciadas donde no se puede frenar .

​ “Escoger línea” se parece a un rompecabezas que debes armar metro a metro: ahora pasas por encima de esa piedra, luego te cuelas en el hueco entre esas dos, luego precargas la bici para levantarla y librar, de un pequeño salto, la roquita de más allá… Van apareciendo los bloques de terreno y hay que acomodarse, buscar el camino más eficiente como el agua en su carrera.

​ Más allá del trabajo de brazos y piernas que responden a las irregularidades del terreno; más allá del cuerpo que se adhiere a la bici como a un pedazo de madera en el centro del océano; encima de los ojos atentos a la aparición de una roca filosa, un hoyo profundo o una raíz traicionera, se yergue el faro de la mente.

​ Es aquí y ahora.

​ Hay que resistir a la tentación del paisaje, hacer oídos sordos a los pájaros que llaman desde los árboles, a las motitas de luz que bailan sobre el suelo, a las montañas que ondulan en el horizonte y a los abismos que se abren a medio metro de la pista donde podrías desbarrancarte.

​ Cualquier distracción puede ser fatal. No debes felicitarte a ti mismo de lo bien que libraste el más reciente obstáculo ni recriminarte por lo mal que tomaste una curva —congratularte o lamentarte en plena rodada es peligrosísimo—. No puedes pensar en lo bien que la estás pasando.

​ Algunos creen que por eso nos volvemos adictos a este deporte: por los instantes de presencia absoluta, sin ego ni juicio: solo acción.

​ Otros piensan que nuestra obsesión por la bici tiene que ver con el riesgo, con llegar abajo sanos y salvos habiendo burlado a la muerte gracias a las habilidades del cuerpo y de la mente. Es la adrenalina, dicen, la sustancia que secretamos para vencer al miedo, que nos vuelve por unos momentos más fuertes, rápidos, hábiles, audaces, la que nos saca los superpoderes.

​ Es la conexión con la naturaleza, dicen los más poéticos. La tierra, el sol, el frío, la lluvia, el lodo, los cactus, las espinas, los bosques. Es volver al tú por tú con los elementos, sin la comodidad de las casas ni su resguardo. Es volver a un pasado remoto.

​ Otros más aseguran que la bici los liberó del alcohol, de la fiesta, de las drogas. Son muchos los exadictos en busca de su dosis de adrenalina y peligro.

​ Yo a veces pienso que el encanto radica en no tener acceso a la red móvil del celular por varias horas al hilo. El teléfono está muerto, olvidado en la riñonera junto a las llaves del coche.

​ Hay quienes gastan todo su dinero en la bici. Hay quienes abandonan su trabajo para rodar todo el día. Hay quienes fueron abandonados a causa de la bici. Ir a la montaña pone en riesgo cualquier compromiso social. Una se puede perder, caer; la bici puede poncharse, romperse. El convivio al final de la rodada puede extenderse de más.

​ La última pista es la pura gozadera, tiene enormes peraltes donde recargarse para curvear a gran velocidad, drops (pequeñas caídas libres) y saltos que permiten trazar parábolas con dirección al cielo y en cuyo punto de inflexión, antes de volver a la tierra, te quedas por un momento en suspenso, liberado de la gravedad, como atornillado sobre el aire.

​ Así se siente estar fuera del tiempo.

St. Louis, EUA, 2017. Fotografía de Jared Weiss. Unsplash St. Louis, EUA, 2017. Fotografía de Jared Weiss. Unsplash


Abajo

¿De qué hablamos mientras bebemos unas micheladas frías en vasos untados de chamoy y miguelito que nos saben exquisito? De componentes de bici, de talleres de bici, de amigos de la bici, de rodadas pasadas y futuras, de nuevas pistas. Todas tienen nombre. Serpiente, Amanzalocos, Baby Yoda, Extinción, Espalda de Mujer, Rico y Suave, Covid, Duende, Panteonera, Tres Viejos y Cascabel, por mencionar algunas famosas en la Ciudad de México; Frida, Balam, Sopa Fría, Palomas en Hidalgo; Kong, San Mike, Falso Flow, L5 en distintos puntos de la sierra de Puebla; Tarántula y Correcaminos en Taxco; Martínez, Toro, Llano Carreta y Soldado Universal, en Oaxaca, son apenas unos ejemplos de una geografía inmensa de curvas, saltos y piedras.

​ Barry guarda silencio, aplica hielo a su mano derecha que está al doble de su volumen habitual. Tendrá que sacarse una radiografía. Lo que duele no es el golpe, lo sabemos, sino la certeza de que tendrá que dejar la bici guardada por un tiempo.

​ Llega a mis oídos la voz de un chico joven sentado en la mesa contigua. Lo reconozco, tiene una bici verde y baja a una velocidad que no sé si algún día alcanzaré. Cuenta a su compañero, uno de bici negra, que prefiere subir por el camino largo en vez de tomar el de “las quecas” porque la flora es más diversa. A veces, añade, hay venados.

​ Esta es mi banda, pienso. La del pedaleo, la flora, los venados y el downhill a tope, el puro atasque. Le doy un beso en el cuello al Charly que me gusta. Sonríe. Somos felices. Ahora que estamos abajo, podemos festejar que hoy no nos caímos.


Escucha el Bonus track de Yael Weiss, con Fernando Clavijo

Imagen de portada: St. Louis, EUA, 2017. Fotografía de Jared Weiss. Unsplash