Lactarios, brujas y gotas de leche
Leer pdfLa siguiente red de apoyo que encontré, después de mi familia, fueron las mujeres del lactario, un salón con sillas de plástico y extractores a donde íbamos a sacarnos leche que refrigeraban para alimentar, en caso de que sobrevivieran, a nuestras hijas e hijos. A raíz de que internaran a mi recién nacida, no me dejaron amamantarla durante varios días, mientras le hacían análisis clínicos; todo su alimento era intravenoso. A diario, durante los turnos permitidos, su padre y yo íbamos a hablarle, cantarle, arrullarla, a mirar su rostro y sus labios resecos durante una hora que se nos iba como agua. Cuando me permitieron darle pecho, ni siquiera las doctoras supieron calmar mi angustia por no saber amamantarla correctamente; “lo sabrás como mujer” fue lo único que me dijeron. Mi hija, además, tenía una hemorragia cerebral que era consecuencia de la violencia obstétrica a la cual habíamos sobrevivido y que le había impedido succionar cuando nació. Dentro del cuadro médico que tenía cuando la internaron, la deshidratación que su cuerpo resentía era de las cosas más graves. Yo alimentaba una enorme culpa por no haber notado que comer le dolía y que, durante dos días con sus noches, sus intentos por conseguirlo apenas habían redundado en unas gotitas de mi leche en su estómago.
En el lactario no sabíamos nuestros nombres, así que nos identificábamos con el número de cama de nuestros bebés. “La acomodas así”, me dijo la madre de la bebé que era vecina de mi hija, “y te fijas que ponga su boca de esta manera”. Imitábamos las boquitas de nuestros hijos con los dedos o los embudos de los extractores. Llorábamos de dolor con los pechos congestionados y reconocíamos el olor a leche en las demás. No nos avergonzaban nuestros suéteres mojados de tanto esperar a que abrieran el lactario. Siempre había poco personal y algún extractor descompuesto (vicisitudes de los hospitales públicos). Hacíamos fila pacientemente una detrás de otra. En días de suerte, madres voluntarias llevaban atole de amaranto para todas. Yo podía permitirme rentar un cuarto en las inmediaciones, pero la mayoría de las madres acampaban en la acera.
Amigas escultoras pasando juntas la tarde, 2023.
Nos reconocíamos por los ojos y por nuestros pechos, nuestras zonas más vulnerables. Los rostros eran vagos detrás del cubrebocas y bajo las cofias desechables. Había quienes no podían extraerse leche porque ya no tenían, pero de todas maneras iban al lactario para no estar solas. Los hijos de varias se alimentaban con fórmula a través de sondas conectadas al ombligo: sin succión, la leche deja de manar de nuestros senos. Y luego estaban el trauma, el desvelo, las preocupaciones, el dolor de estar ahí recién paridas, con los chorros de sangre de los entuertos cayendo en nuestros pañales de adulto, desgarradas o abiertas de la tripa en más de un sentido. Nuestra leche se negaba a salir. Nuestra leche brotaba cuando algo en nosotras no se dejaba alcanzar por ese mundo oloroso a cloro y a muerte. Empañaladas, jorobadas, ojerosas, las mujeres del lactario éramos bellas en la resiliencia.
En el lugar donde nos hospedamos esas noches —una casa con paredes improvisadas de yeso—, los gritos de las otras madres no nos dejaban dormir. Eran aullidos de un dolor impronunciable, pues lo que esas mujeres vivían estaba fuera de todo orden discursivo. Y en medio de ello, el lactario era un vientre para nosotras, las madres, una bolsa de sombra con sillas incómodas, una cueva prístina a la que acudíamos para compartir nuestras experiencias, como lo hicieron las primeras mujeres que, tras parir, rodearon el fuego y se hablaron. Ahí entendí que dejarse acompañar es aceptar ser vista y escuchada en la más absoluta vulnerabilidad.
Nunca voy a olvidar los ojos que me regalaste cuando te vi por primera vez: eras tú pero eran de nuevo mis ojos de niña. Algo me cambió en ese momento: un recuerdo y el futuro reunidos en ti. Bajo la luz tenue de nuestro cuarto, tu mirada buscó la mía unos segundos después de que naciste. Eso es lo que quiero recordar en el instante de mi muerte. Luego reptaste hasta mi pecho (no tengo una mejor manera de decirlo) y te instalaste ahí con toda la confianza del mundo.
Cómo no voy a amar mi cuerpo si es el cuerpo que te trajo. Cómo no iba a levantarlo, herido y sangrante, al día siguiente de parir para ir a acunarte en tu cuarto de vidrio.
En la publicidad: niños rubios y sanos. En el hospital: niños calvos y niños conectados a cables. Escucho algunas viejas baladas de amor y tengo la impresión de que fueron escritas por madres para sus hijos. Pero oigo llorar a un animal y también creo que eres tú, porque algo en mí se eriza y activa al ser que otea por las madrugadas como las perras. Soy este cuerpo perruno que sabe cuando me extrañas porque empieza a gotear leche.
Tríptico [fragmento], 2025.
Cuando estaba a punto de perder la cabeza, mi madre me sostuvo. Yo jamás había estado tan enojada, pero cuando ella me abrazó, reconocí que en el fondo de mi ira estaba el miedo. Un miedo francamente enloquecedor. Le pregunté a mi madre cómo podía sufrir tanto alguien tan nueva en el mundo, alguien que no ha cometido ningún error y a quien no se le puede acusar de nada. No me respondió.
“Mamá, varias veces estando embarazada me pregunté si estaba haciendo lo correcto”, le susurré. ¿No era más fácil ir sola? ¿No era más fácil ver solamente por mí misma? ¿No es éste un mundo cada vez más inhóspito? Mi madre me seguía abrazando y notaba el cuerpo tenso y resistente de quien está dejando que su mente vaya hacia la nada.
En ese momento, con mi hija recién nacida conectada a cables, recibiendo oxígeno de una máquina, migrando de urgencias a cuidados intensivos, diminuta en su camilla, concluí: es mi culpa, por haber dudado. Mi madre me escuchó, me devolvió la mirada, vio mi cabeza trepar entre los cables y mis pensamientos encenderse como piras. Me apretó contra ella como para impedir que partiera.
“Todas las madres dudamos en algún momento, hija”, me dijo. Todas.
A partir de que la dieron de alta, me quedé con una bebé que, según decían los médicos, podía ahogarse, rígida y espástica, con la leche. Se dijeron las frases “retraso del neurodesarrollo”, “función no adecuada de las extremidades”; la palabra: “Parálisis”. De súbito tenía que estar lista para ser madre de una bebé demasiado demandante. Tuve que ser madre en condiciones que no esperaba. Escribí con desesperación a algunas amigas de mi ciudad: “te extraño, me gustaría verte”. La mayoría no supo responder al grito de auxilio o yo no supe explicar la urgencia de mi llamado. Sus vidas continuaban idénticas, entre el trajín del trabajo y desvelos distintos al mío. Mi trasnochar perdía sentido o interés para ellas. Sentí que ya no era la que aparenté ser toda la vida: una mujer atractiva o interesante. Ahora era una sombra de pelo enredado y sin lavar que no sabía qué hacer con una bebé a la cual amaba, a la cual querría bajo cualquier circunstancia, pero en la que no podía dejar de proyectar expectativas, lo que invariablemente hacemos con nuestras criaturas. Fueron meses de una soledad muy honda: ni siquiera salíamos de casa por temor a vulnerar la salud, de por sí tambaleante, de mi hija.
Cuando me diagnosticaron depresión posparto, muchas cosas cobraron sentido. Como dice un amigo que paterna: “los días fueron eternos pero el tiempo pasó demasiado rápido”. La maternidad me obligó a depurar mis afectos y me aferré a las personas que se quedaron: amigas que son madres y que me han cobijado con sus promesas de mejora, sus pasteles, sus audios, sus consejos. También me aferré a mis amistades que no maternan pero que conocen y ejercen cuidados; me sostuve en sus libros, su escucha distinta, sus paseos y sus cambios de tema. Y me aferré a mi madre: su hacer mucho con tan poco, la hora y media que me regalaba para bañarme y comer conmigo; a su abrazo, su consuelo, su olor y sus recuerdos. Me abracé a mi perra: a ese profundo entendimiento entre nosotras cada que el celo le pone en el cuerpo la maternidad como una urgencia, a su manera de anidar en la frescura de la tierra, a su dormir intranquilo.
Descubrimiento de una antigua mujer-piedra en La Venta, Tabasco (1940) y dos cometas que se besan en la bóveda celeste, 2022.
Leo en una de las notas que escribí cuando rentaba la habitación junto al hospital: “quisiera que sobrevivieras a esto y fueras una mujer de quince años que pelea conmigo. Daría mi vida porque estés para discutir conmigo e intentes ganarle a mis argumentos. Eso probaría que llegaste viva y sana, lo suficiente para querer pelear, para inteligir lo que dices, para poder formularlo”. Entonces, mirándote y apretando los puños, nada se me antojaba tan bello que ciertos momentos de los que, ahora, a veces reniego.
Por eso, cuando me siento sola sobre una pila de ropa sucia, cuando percibo el cansancio tras haberte velado durante alguna enfermedad y tú remontas, enérgica, hacia la salud total, mientras yo caigo en picada en la vigilia o cuando recién te he cambiado y se hace tarde pero tú decides untarte la comida en lugar de comerla, cuando le avientas tu plato lleno a la perra, cuando despierto con tu trasero en mi cabeza o cuando lloras a mitad de la noche justo en el instante en que concilio el sueño después de trabajar, entonces, cuando me levanto para amamantarte, trago saliva y recuerdo. Me digo: llora porque puede hacerlo, grita porque puede hacerlo, porque puede, porque puede. Es lo que hace una bebé sana. Y abrazo ese momento con la belleza con que la vida me lo entrega: una belleza imperfecta y paradójica.
Elizabeth Sankey, en su magnífico documental autobiográfico Witches, analiza, entre otras cosas, el emblemático libro Malleus maleficarum o Martillo de las brujas, ese tratado sobre brujería, publicado en 1487 por los frailes dominicos, que fue usado por los inquisidores para justificar la quema de mujeres durante las, así llamadas, cazas de brujas. “Se suponía que la bruja mala debía darnos miedo, pero también fue creada como una advertencia para mujeres y niñas. Compórtate y sé hermosa o te destruiremos. Durante siglos las mujeres han aprendido esa lección, así que ahora está bordada en nuestros huesos”. Sankey examina los juicios por asociación diabólica en Inglaterra entre los siglos XV y XVIII y los contrasta con lo que hoy sabemos de la psicosis puerperal y la depresión posparto. Todos esos testimonios de mujeres que aceptaban ser brujas, diciendo que, al nacer sus hijos, habían tenido el impulso de matarlos orilladas por la voz de un ser oscuro y con cuernos, ¿no eran más bien resultado de un delirio agudo cuyo origen se encontraba en el mismo puerperio? Ya Hipócrates, en el siglo IV a. C., describió esa pérdida de sentido de la realidad, la desorientación, el insomnio, las alucinaciones y los pensamientos obsesivos que algunas mujeres sufrían después de parir y que la medicina moderna sigue menospreciando. En su película, Sankey también se pregunta cómo es que esta enfermedad ha sido tan poco estudiada, tan condenada, si las mujeres parimos desde el principio de los tiempos. Relata, además, cómo se dio su aquelarre personal en un hospital psiquiátrico junto a otras personas que atravesaban las mismas crisis de salud mental.
En una de las secuencias del filme, la directora dialoga con una de sus amigas: “te agradezco”, le dice, “por haberme ayudado”. Su interlocutora no sonríe, comenta que le parecen muy tristes las circunstancias en las que se conocieron y que fueran personas ajenas al círculo íntimo de Sankey las que le sugirieran ir a un hospital. Concluye: “Es muy, muy triste, porque debe haber muchas otras mujeres que se escurrirán entre la red y eso es realmente trágico”.
Antigua mujer de piedra, 2023.
Conozco de otros tiempos al toro de tela de la depresión. Sin embargo, no deja de sorprenderme cómo consigue colarse, cómo se instala disfrazada de cierta tristeza cotidiana, con la única particularidad de que es un estado difícil de explicar. Hay algo en ella que imposibilita su justificación y evade nuestra capacidad para asirla con el lenguaje. La conciencia, esa conquista evolutiva que corroboramos en la posibilidad de comunicarnos, se quiebra a decir de una misma y de los otros. La soledad se vuelve inmensa.
El padre de mi hija me decía que no entendía por qué yo no era feliz si la bebé estaba bien. Debía estar alegre. Aunque había algo de lógico en esa imposición, lo cierto es que no podía dejar de lado el pensamiento obsesivo de la pérdida. Mi hija había sobrevivido, pero el solo recuerdo de su sufrimiento me hería. El terror a perderla todavía persiste, pero entonces se instaló de forma crónica. La miraba de noche para ver si respiraba, me daba pánico ir en auto, bajar las escaleras con ella en brazos, bañarla, alimentarla. Durante meses intenté dormir sentada para estar siempre alerta. Cuando al fin caía rendida, soñaba con otras madres y otros bebés atendidos por la misma doctora sádica y fantaseaba con una venganza imposible. Al mismo tiempo, me iba hundiendo en el mutismo. Nadie lo notó, ni siquiera el padre de mi hija, que había retomado su vida de siempre con toda naturalidad. La admiración inicial de haberme visto parir, de haber presenciado ese poder, se diluyó cuando hubo que internar a la bebé. La admiración se convirtió en una acusación implícita por no haber parido “bien”, por no ser la mujer que se levanta estoica y, sobre todo, feliz por tener a su hija.
Durante meses tuve que escuchar de algunas personas que aquello había sido un no saber parir propio de una mamá primeriza; que otras madres, que ellas mismas, tras dar a luz, se habían levantado a lavar ropa, a cocinar, a cuidar al resto de los hijos. En esos relatos, aparentemente inofensivos, yo percibía una rivalidad de la que nada sabía antes de ser madre: la competencia instaurada en las familias tradicionales en torno a ser una buena mujer. El padre de mi hija casi nunca contó a nuestras interlocutoras lo que había pasado aquella noche: una doctora ebria, que en algún momento se quedó dormida, dijo que no era necesaria una cesárea de emergencia; no sugirió esa posibilidad ni siquiera cuando el corazón de la bebé empezó a dejar de latir en mi vientre.
Tuve que ser yo quien le pusiera nombre a eso: violencia obstétrica. Fui yo quien se plantó y dijo: parí a mi hija a pesar de las circunstancias. Con los ojos reventados de sangre por el esfuerzo, desgarrada, parí a mi hija y me parí a mí misma con ayuda de quienes se quedaron. Pocas cosas separan tanto a las parejas como la incomprensión del dolor de alguna de las partes; pocas cosas son tan insalvables como el abismo que se abre entre dos personas que fueron amantes y que de pronto se encuentran en extremos emocionales: alguien desea mientras la otra padece.
Mi abuela les enseñó a sus ocho hijas a barrer y a limpiar con excesiva pulcritud para que al menos pudieran ganarse la vida limpiando casas ajenas. De modo que, en el desordenado pero uniforme árbol genealógico de mi familia, mi oficio es una suerte de anomalía. Pero no me hice sola. Otras estuvieron antes: limpiando casas de otros, trabajando la tierra, migrando.
Ante el movimiento constante de ese músico errante que fue mi abuelo —un esposo ausente casi siempre—, la red de apoyo de mi abuela fueron sus hijas mayores. Catorce hijos, tres de ellos muertos de cólera o disentería, no le otorgaron el tiempo para estrechar el universo de las amigas. Entre el duelo —ese arrebatarse del mundo hacia adentro— y los quehaceres en solitario, sus alianzas lejos del núcleo familiar fueron muy pocas. Mi abuelo, en cambio, era candil de la calle: su funeral fue una fiesta llena de rostros desconocidos. Cientos de personas, entre ellas la otra familia, oculta hasta ese día, acamparon afuera de su casa con fogatas y aguardiente.
Qué le depara la muerte a mi abuela, me pregunto; qué funerales les esperan a las mujeres que, como ella, han sido llamadas “hurañas”, si la posibilidad de generar vínculos también está determinada por el tiempo y los recursos que tenemos a nuestro favor.
Tríptico [fragmento], 2025.
Ayer viajamos a la Mixteca a ver a mi tía Alicia, a quien le acaban de diagnosticar cáncer de matriz. Mi familia es de la Costa Chica, esa línea caliente que funde Oaxaca con Guerrero; una zona que resguarda el negado mundo afrodescendiente del que provengo. A pesar de los años que la tía Alicia ha vivido en la gélida zona a la que migró, su personalidad sigue siendo la de una mujer costeña. Alburera, cotorra, coqueta y bien plantada, su optimismo es contagioso y se ha reforzado por una fuerza espiritual que sólo es posible advertir en quienes han sobrevivido. A los dieciocho años, embarazada por primera vez de un borracho golpeador, los médicos le diagnosticaron un tumor maligno en el brazo izquierdo. Algunas hipótesis culpan a las lacas para peinar con las que alaciaban ese “pelo malo”. Sin certeza de la causa, ella decidió conservar a su hija y amputar el brazo. Aunque nadie la comprendió del todo, llevó su proceso con ternura. Pocos años después, ya con dos niñas pequeñas, el esposo las abandonó. Tuvo que poner un puesto ambulante de taquitos en el que también acomodaba dos cunas para poder cuidar a sus hijas mientras cocinaba con un único brazo.
Ser madre soltera es otro tipo de disidencia. Algo que siempre me ha sorprendido de mi tía es su disposición al gozo, su esperanza. Cuando mi hija salió del hospital, las siete hermanas vinieron a casa de mi madre con un montón de regalos. Pero sólo ella me llamó y me dijo lo que nadie: “acepta tu dolor, pero goza a tu hija”. Me abrazó muy fuerte, como sólo ella sabe, y agregó: “puro pa’lante, mijita, que estamos celebrando”. Es fácil reír y llorar con ella al mismo tiempo.
En mi familia nadie entiende muy bien a qué me dedico ni cómo logro vivir de lo que hago, pero cuando estoy con mis tías intuyo que lo que soy no está determinado solamente por mi trabajo; siento que puedo ser muchas otras cosas además de escritora. Con ellas descanso de la autoexigencia intelectual en un mar de conversaciones familiares. Las mejores historias las cuentan ellas y, si lo pienso mejor, hacer el registro de todas esas voces me motivó a dedicarme a la escritura. Le debo mucho a mi abuela que, untándose crema en las piernas, me contaba de los sueños premonitorios de su madre. Les debo mucho a mis tías, que se contaban oscuros secretos familiares en la cocina mientras yo las oía, escondida debajo de la mesa o haciéndome la dormida usando dos sillas a manera de cama.
Y así, partiendo de la histerectomía de la tía Alicia, a propósito de su cáncer, nos juntamos y decidimos hablar de las cosas que nos han dolido: el brazo que los médicos le dislocaron a una prima cuando nació, la anestesia mal puesta que casi deja paralítica a mi tía, el bebé que nació muerto. Me miran para escucharme: enumero un par de cosas, porque no puedo articular más. No me obligan: celebran a mi hija, que gatea a toda velocidad entre nosotras. Alguien rompe el ambiente de duelo trayendo dulces a la mesa y sirviendo café. Y entonces pienso cuánto le debo a estas largas comidas donde no importa quién escribe con mayor esmero, sino quién cuenta mejor las historias. Y es que no hay forma de sobrevivir al dolor si no se narra.
Imagen de portada: Amigas interespecie, 2024.
Todas las imágenes son cortesía de Mónica Figueroa.