Los días de Jesús en la escuela, de J.M. Coetzee

Identidad / crítica / Septiembre de 2017

Elvira Liceaga

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¿Cuántas veces se puede comenzar de nuevo?

La historia de Los días de Jesús en la escuela es la continuación de La infancia de Jesús, publicada en 2013. En esa primera novela, Simón, de cuarenta y tantos años, y David, de cinco, se conocen en el viaje hacia Novilla, sobre un barco donde se borran los recuerdos de la vida anterior. Ése es el principio que rige la narración: un nuevo comienzo. La segunda novela, Los días de Jesús en la escuela, inicia cuando Davíd (ahora lleva acento) y Simón han conseguido escapar de Novilla y llegar a Estrella, donde podrán comenzar de nuevo, otra vez. Ahora van acompañados de Inés, una mujer que ha aceptado el papel de madre del niño. ¿Cuántas veces, me pregunté, nada más leer unas páginas de la segunda parte, se puede comenzar de nuevo? El primer escenario, Novilla, es un lugar de renacimiento personal y colectivo, tan bien organizado que parece una utopía, el resultado, quizá, de una limpieza social. (Es difícil no pensar que los personajes podrían ser sobrevivientes de una crisis de refugiados, tantísimas personas en el mundo que no tienen más remedio que empezar de nuevo, pero cuando le pregunté al autor por esta sincronía entre su ficción y la realidad, él decidió no responder.) En Novilla, donde el transporte y la educación son gratuitos, se le asigna un nuevo nombre, una vivienda y un trabajo a cada habitante. Y, muy importante, los personajes tienen que aprender el idioma de la nueva vida, el español. (¿Por qué el español? Esa pregunta tampoco me la respondió el autor. ¿Será porque, a decir de Coetzee, el español es el idioma de cierto porvenir, de un futuro mejor? O, ¿será que estar obligados a aprender un lenguaje es el gran cruce existencial a la nueva vida, renacer en otras posibilidades lingüísticas? Aunque Novilla es, de hecho, una municipalidad aragonesa, el español es la primera de varias referencias a Latinoamérica, como “una piñata de colores vivos con forma de burro” en la fiesta de cumpleaños de Davíd, sitios como Punta Arenas y los reales como moneda de cambio.) En Novilla, el tiempo no parece transcurrir porque no hay prisa, hay más bien rutinas y costumbres. El común de los personajes no tiene ambición, al contrario, está conforme con la mismidad de los días. La rutina, sin embargo, despierta diálogos casi platónicos sobre la existencia misma y sobre la realidad. (Pareciera que hace falta una vida tranquila, sin pendientes económicos, sin fracasos profesionales, para darse el lujo de la filosofía. ¿Acaso la filosofía como forma de vida es un privilegio de la utopía?) La trama está minada de conversaciones filosóficas que los personajes de Coetzee están siempre dispuestos a tener, algunos incluso toman un curso de filosofía; pero es el quijotesco David quien encauza las preguntas fundamentales: qué hacemos aquí, qué es el hambre, la belleza, el bien. Al mismo tiempo, con la ayuda de Simón, busca a su madre, a quien recuerda, o cree que recuerda, vagamente del barco, a diferencia de los demás, que no recuerdan nada. La utopía de Novilla, esa organización social interesante (¡queremos saber cómo funciona!), con su igualdad y su amabilidad de fantasía, que a cualquier lector arrincona contra su podrida necesidad de producir y consumir más; esa utopía en la segunda novela se desbarata: en Estrella hay un futuro para cada personaje y el tiempo transita por gracia de sus deseos, su aprendizaje y progresos particulares. En Estrella el contexto es diferente, es, digamos, normal, no muy interesante, y las preguntas filosóficas ya no son el pan de cada día entre la mayoría de los habitantes. Acá los modos de supervivencia no permiten la contemplación y reflexión de la vida. Las preguntas filosóficas las hace Davíd, quien continúa retando a la autoridad, especialmente a Simón, quien se agota en explicarle las convenciones sociales, el sentido común y el comportamiento domesticado de los adultos. Davíd hace preguntas durante toda la novela: qué son las pasiones, el amor, la caridad, la justicia. Aquel niño especial que cuestiona y desestructura las dinámicas sociales de la nueva vida, ahora es más bien testarudo. Davíd a ratos cansa, ha perdido aquella inocencia encantadora de la primera parte (y juraría que de eso se trata, aunque si le preguntara a Coetzee, ni me respondería). El epígrafe de Los días de Jesús en la escuela es la primera pieza de un rompecabezas de referencias y alegorías: “‘Algunos dicen: nunca segundas partes fueron buenas.’ Don Quijote, II, 4”. ¿De qué va esta segunda parte? Como en La infancia de Jesús, en Los días de Jesús en la escuela nadie conoce a los protagonistas, otra vez. Ahora, además, son fugitivos de la ley, se esconden en una granja y por merced de las dueñas, tres hermanas adineradas, Davíd puede asistir a la Academia de Danza, donde a través del baile los niños aprenden, por ejemplo, los números: “Durante la danza llamamos a los números para que bajen de su residencia entre las altivas estrellas. Nos rendimos a ellos con la danza, y mientras danzamos, por su gracia, ellos viven entre nosotros”. Una vez que Davíd se ha puesto las carísimas zapatillas doradas de baile destaca entre sus compañeros y es protegido por Ana Magdalena, la hermosa directora, la primera persona que parece entender la incomodidad de Davíd en esta nueva vida: “[Davíd] sigue conservando impresiones profundas de su vida anterior, recuerdos sombríos que no tiene palabras para expresar. Y no tiene palabras porque, junto con ese mundo que hemos perdido, hemos perdido también el lenguaje adecuado para evocarlo. Lo único que queda de ese lenguaje primordial es un puñado de palabras trascendentales, entre las cuales destacan los nombres de los números ‘uno’, ‘dos’, ‘tres’”. Al asistir a clases, Davíd se hace amigo del sospechoso Dimitri, conserje del museo al lado de la Academia, perdidamente enamorado de la directora, quien está casada con Juan Sebastián. La relación entre los personajes acorta la distancia entre lo permitido y lo prohibido: es la puesta en escena de una sucesión de dilemas éticos, que acerca la trama a un universo en el que se transgreden con frecuencia los códigos morales, un universo muy lejos del principio de una sociedad, como el de la primera novela, un universo parecido al nuestro, el de los lectores, y menos intrigante (ya sabemos cómo funciona una sociedad egoísta e insaciable). Después de haber cometido un crimen pasional, cuando Dimitri está siendo juzgado por la corte, advierte a Davíd: “… nunca dejes que te perdonen y nunca hagas caso cuando te prometan una vida nueva. Lo de la vida nueva es mentira, hijo, la mentira más grande de todas”. ¿Cuántas veces se puede comenzar de nuevo? Tal vez ninguna. O, carajo, por qué Coetzee, en su infinita sabiduría, muda a los personajes de un universo donde están estrenando una vida personal y una Historia en comunidad, donde hay un renacimiento nada más desembarcar, y los lectores están interesados en saber cómo es que se empieza de nuevo, sin recuerdos, sin ego, a un universo donde hace tantos años que empezaron de nuevo que los modos de vida son los que los lectores conocemos, y donde los actos se vuelven más importantes que sus preguntas. En la segunda parte confirmamos que no se puede, desde luego, confiar en los seres humanos: tarde o temprano estropearán su propia sociedad. Y confirmamos también que hay pocas ficciones como las de Coetzee para ridiculizar a la humanidad. Esta vez lo logra restregándonos en la cara los valores de una auténtica práctica filosófica —la vida que no es cuestionada no merece ser vivida— y los valores de un imaginario bíblico.
En La infancia de Jesús, puesto que el Jesús del título no es el nombre de ningún personaje, suponemos que se trata de una alegoría. Suponemos que David, un personaje rebelde, tan radical que debe escapar, tan avanzado que debe asistir a una escuela mística, es una versión de Jesús. Los padres informalmente adoptivos de David podrían leerse como sus padres espirituales, como sus discípulos y también como María y José. En Los días de Jesús en la escuela, nos enteramos de que, quizá, nos hemos equivocado, que la naturaleza de Davíd no es redentora sino profética, nos preguntamos si acaso, como en el Evangelio de San Mateo, Davíd sólo anuncia el personaje mesiánico de Jesús, y, entonces, quizá la esencia de Jesús está más bien en Simón, quien sacrifica su propio camino por ser el guía amoroso del niño a través del mundo cochambroso de los adultos. (A veces el autor se refiere a Simón con “Él”, con mayúscula.) Es Simón quien hace las veces de incomprendido y de líder, quien distingue entre el bien y el mal, quien no tiene sexo, no tiene ego y es compasivo hasta con Dimitri, su propia antítesis, pecador, víctima de las pasiones carnales. La alegoría cristiana es interesantísima, pero me resisto a pensar que eso es todo lo que la novela es. Ése no es, me parece, el contrato simbólico que firmamos cuando leemos a Coetzee. ¿Qué fue de la utopía? ¿Qué fue de la humanidad sometida a una vida sin recuerdos? ¿No es todavía más interesante que Coetzee “reescriba”, si se quiere, la Natividad de Jesús precisamente ahora, en tiempos de crisis humanitarias que se repiten una y otra vez en nuestra historia. ¿De qué sirve la encarnación de Dios si no puede salvar a los personajes de ellos mismos, si se advierte un nuevo reino pero no se puede garantizar un nuevo comienzo? En una ocasión, en la Academia de Danza le explican a Simón: “El hijo de usted es una excepción. Él siente con una intensidad inusual la falsedad de esa nueva vida”; ¿qué nos quiere decir Coetzee si quien anuncia al mesías ya sabía que esta nueva vida es un nuevo comienzo de mentiritas?


Portada Literatura Random House, México, 2017

Imagen de portada: Barbara Morgan, El penitente, 1940 (detalle).