El mejor año para iniciar una editorial

Especial: Diario de la pandemia / dossier / Junio de 2020

Jacobo Zanella

La lectura es una de las pocas actividades que no ha cambiado en esta época de confinamiento. Al contrario: me parece que ahora, más que antes, se ofrece como un refugio del exterior. Si pensamos en la historia, en guerras y epidemias mundiales, vemos que la lectura ofreció siempre un resguardo en la oscuridad, un lugar donde desaparecer bajo la luz. Si antes las emociones estaban en las calles, hoy las encuentro en las páginas de un libro, en el recuerdo suave y constante de una voz que me sigue acompañando aun después de cerrar las páginas. Siento que hemos regresado a una especie de medioevo: no escucho máquinas ni motores, sólo los ruidos familiares que el viento suscita. Pareciera que el mundo se ha alejado hasta perderse de vista, como una marea inusual. No hay espectáculos, no hay velocidad. Lo mundano y lo material se repliegan y aparece, aunque sea por unos días, una nueva posibilidad, que no es una duda sino más bien un reconocimiento, un humanismo doméstico. Este silencio y esta despreocupación están recogidos en la lectura.

Cuando alguien ha gozado de una mañana de la vida activa y rica en tormentas, sobre la hora del mediodía de la vida se apodera de su alma una singular avidez de quietud, que puede durar lunas y años. Él queda rodeado de silencio, las voces suenan lejos y más lejos, el sol brilla recto sobre su cabeza.

Así lo decía Nietzsche. Me encuentro éste y otros fragmentos similares que parecen escritos justo para ser leídos en estos momentos. Reflexionar sobre la lectura, para mí, significa reflexionar también sobre la edición. Algo que me he estado preguntando es qué se publicará cuando “todo termine”. ¿Tendremos, quizá en un año o dos, la gran novela de la pandemia? ¿Podrá esa hipotética literatura retratar lo que estamos sintiendo en estas semanas que no se parecen a otra semana en nuestra memoria? Es fácil imaginar lo que se está escribiendo o lo que se escribirá en los próximos meses, cuentos, ensayos, poemas, novelas, guiones, diarios —por supuesto—, conversaciones, distopías, autobiografías… El estado generalizado de dislocación encontrará formas para existir, ¿pero quién habrá de editar todo aquello? ¿Cuál será la literatura que leeremos? Quizá exagero, tal vez el cambio no sea tan dramático, pero por alguna razón no me imagino a una editorial publicando la ficción “de antes” como si nada. Esa ficción, que podríamos llamar “ficción de vanidad”, no sólo parece en este momento fuera de lugar, sino que no me imagino a ningún editor, a ninguna editorial impulsando con avidez su publicación. Algo muy en el fondo ha cambiado, algo oscuro todavía, que después alguien nombrará. Las jerarquías son otras aunque aún no sabemos cuáles. En estos días también he estado recordando un pasaje de El pensamiento cautivo, de Milosz:

En una calle de una ciudad en que se combate, un hombre se halla sometido al fuego de las ametralladoras. Mira el pavimento y ve un espectáculo realmente curioso: los adoquines se yerguen como las púas de un puerco espín. Son las balas que al dar contra sus bordes los desplazan y los ponen en posición oblicua. Momentos así en la conciencia de un hombre juzgan a todos los poetas y filósofos. Un poeta puede haber sido adorado por el público de las tertulias literarias, ese público que, cuando él entraba, le dirigía miradas llenas de curiosidad y admiración. Sus poemas, en cambio, recordados en un momento así, parecen de pronto raquíticos y pedantescos. Por el contrario, la visión de los adoquines es indiscutiblemente real y la poesía que se basara en una experiencia igualmente desnuda podría sobrevivir triunfante en el día del juicio de las ilusiones humanas. Entre los intelectuales que pasaron por las atrocidades de la guerra en Europa Oriental se produjo lo que sería lícito llamar una restricción de lujos emocionales. Las novelas psicoanalíticas les hacen reír. […] Tienen hambre; pero quieren pan, no dulces.

He estado repasando este fragmento una y otra vez, sin prisa, cuando me pregunto cuál será el ánimo del lector, del editor y del escritor en el futuro próximo. Nosotros, en Gris Tormenta, íbamos a publicar una antología el siguiente año por los veinte años del 11 de septiembre. Habíamos encontrado textos extraordinarios, de todo el mundo, escritos en estas dos décadas, que hablaban no del hecho, sino del mundo al que dio lugar, del tipo de pensamiento, crítico y literario, que existe a partir de la caída de las torres, que no tendría explicación de otra forma. Pero ya no la haremos. De pronto parecía una idea obsoleta, inocente o incoherente, como si el 2020 borrara o redujera a fragmentos todo lo que pasó antes, como si nada fuera ya contemporáneo excepto lo que estamos sintiendo. Pero tampoco queremos hacer una antología de la pandemia. ¿Habrá una saturación? Por eso pienso tanto en la figura del editor, ¿cómo seleccionará, cuáles van a ser los criterios? Los volúmenes de la realidad se iluminan con una luz nueva; sus extrañas sombras son también otras. Es una crisis de pensamiento más que viral: aunque la epidemia pueda erradicarse en unos años, lo que ha revelado sobre nuestros sistemas, sobre nuestros cimientos, ya no podrá revertirse, al contrario, marca un nuevo inicio. La imagen del abismo al que nos hemos asomado ya no podemos borrarla. Todo lo que hicimos o pensamos o escribimos antes ya no tendrá la misma lectura ni las mismas posibilidades. Tal vez vamos a requerir de otro tipo de historias. Me imagino las mesas de novedades de las librerías cuando puedan abrir de nuevo: qué van a exhibir, ¿lo último o los clásicos? ¿Textos relacionados con el virus o simularán que no ha pasado nada? ¿Se van a lanzar de nuevo todos los títulos que están ahora en espera? No lo sé, no creo que los ánimos se restauren pronto, ojalá que sí. Y es que tampoco sabemos cómo terminará, ni siquiera se sabe si lo peor ya pasó, y los que comienzan a salir en otros países lo hacen con desconfianza; no creo que estén pensando en las novedades librescas. ¿O tal vez nos encontremos por fin con las reediciones urgentes de títulos que nadie sabe por qué son tan difíciles de conseguir? ¿Se imaginan las mesas sólo con reediciones recientes, irresistibles, de esas que se pueden comprar “sin ver”? Lo que está sucediendo estaba ya en la historia, todo, paso a paso, pero nadie supo leerlo. La prueba es que estamos aquí, como si nunca hubiera pasado antes, como enfrentándonos a esto por primera vez. Tal vez por eso la historia y los clásicos parecen una respuesta muy actual a las interrogantes de hoy. Me pregunto más por una tendencia general, a largo plazo. Llevo unos días pensando que 2020 debe ser el mejor año para iniciar una editorial, pues esto es demasiado grande para que una sola persona, un solo texto, pueda contar todo. Me imagino poder establecer un tono y diseñar colecciones, un catálogo a partir de un mundo postpandemia, con rasgos postapocalípticos. ¿Qué publicaría esta hipotética editorial que tiene su origen en este presente de arenas movedizas? Hay muchas posibilidades, pero ese poder de decisión, de diseñar un camino de pensamiento me parece muy estimulante. Puedes ir por la izquierda y hablar de los temas de siempre pero con este nuevo antecedente: hasta los mismos textos tienen hoy distintas lecturas —necesitarían nuevas portadas y una nueva aproximación editorial, naturalmente. Pero también puedes no ir por esa vía fácil y evidente y tomar el camino de las interrogantes, y eso es lo que a mí me interesaría: qué género puede responder a este mundo agazapado, a una depresión económica insólita; qué voces van a ser relevantes, en textos breves o largos, qué libros comisionarías… Me intriga y me interesa mucho todo lo que se va a crear a partir de este momento. En pintura, fotografía, en televisión y cine, en literatura, en los medios. Me gustaría recopilar y editar eso de alguna forma, con un ángulo muy personal, pero por otro lado la idea me genera un poco de rechazo, al menos ahora. Siempre me ha interesado cómo un fenómeno, de cualquier naturaleza (social, económico, artístico, etcétera), se convierte en libro. Siempre me ha fascinado ese trazo de origen. Cuando me cuentan las historias, por ejemplo, de cómo impacta el narcotráfico en la vida cotidiana del norte del país, me pregunto quién estará recogiendo eso en una película, en unas memorias, en fotografías. Como documento pero también como visión interior, como arte. Recuerdo que al inicio del confinamiento no podía leer nada, no me concentraba. Le pasaba a muchos, supongo. Luego me repuse, pero donde mejor me sentía era en los textos históricos: no sólo me llevaban lejos de aquí sino que había una calidez en ellos, un confort que no se parecía en nada a lo que se sentía en el ambiente. Las memorias también ofrecían una salida: una persona reflexionando sobre su vida, que es lo que hemos hecho todos —de buena o mala gana. Leí mucho Lapham’s Quarterly otra vez, parece estar hecha para momentos así. Ayer hablé con una amiga que observó cómo algunos filósofos se hicieron irrelevantes de un día a otro, y decía que a partir de ahora vamos a leer libros que tengan una visión mucho más amplia del mundo o de la historia que están narrando. Libros que de un vistazo te hagan ver presente, pasado y futuro —pensé yo después—, y caerá en desuso la novela como ejercicio de escritura. (Cynthia Ozick y otros hablan “de la ausencia de lecturas de peso en el campo literario contemporáneo”.) Quizá el tiempo retratado en el texto será uno de los criterios: mostrar su peso. Quizá ése pueda ser un camino: textos que muestren lo real, no el mundo maquillado en donde parece que todos te están contando (vendiendo) lo mismo; que muestre también la irrealidad del momento, pero no la irrealidad de la ficción o el misterio, sino la perplejidad que resulta de nuestra incapacidad de entender el tiempo presente en su dimensión personal y política: ¿de qué soy capaz?, ¿qué pienso ante esto?, ¿por qué pienso así?, ¿puedo pensar distinto?, ¿qué implica eso y cómo actúo en consecuencia? No sé si la literatura pueda explorar estas interrogantes. O claro que puede, ¿pero cómo? Ésa es la lectura que me gustaría encontrar en el futuro. Más experiencias estéticas y menos técnicas. Menos búsqueda cotidiana y más espíritu, más emoción. Tengo amigos que dicen que han encontrado un ritmo natural en este tiempo de claustro, que ya no quieren salir, o quieren salir pero no igual. Oliver Sacks decía: “Cada uno de nosotros construye y vive una ‘narrativa’. Somos esa narrativa”. Ya sabemos qué narrativa hemos construido y vivido. ¿Qué narrativa podríamos construir ahora? Hay un mundo cambiado en lo conceptual, la razón por la que estamos aquí. ¿Qué tipo de razón es esta? ¿Tendremos que cambiar también nuestras preguntas sobre nosotros y el mundo? Esperaría que estas interrogantes modifiquen la calidad de lo que se escribe, las rutinas de lo que pensamos, los hábitos de lo que consumimos. Cambiarán así también las relevancias editoriales. ¿Habrá menos paciencia para los libros que no respondan a esta búsqueda? ¿Por qué un libro nos rechaza? Aunque todo regresara exactamente a como estaba antes, el lector podría haber cambiado ya. No sé si de manera permanente, pero la reflexión vale la pena. Y parece que hay tiempo.

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Imagen de portada: Ciudad de los libros, Ciudad de México. Cortesía del autor.