La niñita obediente

Risa / dossier / Octubre de 2020

Nina Yargekov

Traducción de: Lucrecia Orensanz

 Leer pdf

“Sí, claro que en principio me caga ser la heroína de una historia que dice: pequeña, no te pongas a explorar el mundo, no te aventures lejos del camino. No es con mensajes de esta índole que se van a despertar vocaciones de capitanas de navío o francotiradoras. Aunque, si soy honesta, yo misma prefiero pagar una carroza cuando regreso sola de noche, sobre todo si voy muy sexy, y por cierto cuesta un ojo de la cara, ahora que lo pienso tendrían que poner una advertencia en las prendas: cuidado, cada vez que use este despampanante vestido de noche tendrá que pagar una calabaza con chofer, sería muy útil para administrar mejor el presupuesto. Pero no, el problema en realidad es que esta experiencia sexual precoz con el lobo, porque no hay que engañarnos, a todo mundo ya le quedó claro que cuando me devora se trata de una sutil metáfora del acto sexual, trastornó por completo mis relaciones con los hombres. Aclaro que justo después se planteó el asunto de averiguar si el encuentro había sido consentido o no, hubo una pesquisa, se presentaron las hadas madrinas de la protección infantil, le reprocharon a mi madre el haberme mandado sola al bosque, le recriminaron al cazador el no haber intervenido a tiempo, los acusaron de negligencia y abandono de menor de edad vestida de rojo, vociferaron mientras agitaban sus varitas mágicas. Hubo una audiencia en la gendarmería donde desgrané las etapas de mi historia: un sujeto de tipo cánido silvestre me abordó en un claro del bosque, simpatizamos y le indiqué cómo llegar a la vivienda aislada a la que me dirigía, un poco más tarde constaté su presencia en la cama de la mencionada vivienda, sostuvimos un rápido intercambio verbal compuesto por una secuencia de preguntas y respuestas cuyo objetivo era aclarar su identidad, y de pronto se me echó encima, no dije que sí, no dije que no, me indicó que hiciera ciertas maniobras, yo ejecuté las órdenes, físicamente no fue muy agradable, pero no dije que no, creo que estaba un poco aturdida. El oficial a cargo me dio unas palmaditas en la espalda y desplegó su amplia sonrisa: ya puede regresar a casa, señorita, no pasa nada, lo que describe no es más que un encuentro sexual de excesiva banalidad, se siente un poco afectada porque fue su primera vez, pero siempre pasa más o menos así, los muchachos son por naturaleza revoltosos, así que deje de preocuparse, aunque al cazador sí le vamos a poner una multa por haber interrumpido de tal manera sus retozos. Sentí un gran alivio, a fuerza de escuchar a las hadas histéricas creí por un instante haber sido víctima de un horrible depredador sexual que consume niñas como si fueran objetos, que sólo busca su propia satisfacción, que le niega al otro su calidad de ser humano, pero para nada, para nada, en realidad lo que me ocurrió fue irreprochablemente normal, qué tranquilidad. Salí de ahí dando saltitos, pero en mi euforia por no ser una miserable víctima me estrellé contra un poste, aunque lo del poste sin duda está relacionado con otro problema, enseguida verás a qué me refiero. Pero en aquel momento el asunto no parecía realmente grave. La cuestión es que cuando comencé a buscar marido, y podrás imaginar que contraer nupcias y procrear en abundancia eran mi mayor aspiración en la vida, no puedo explicarte lo catastrófico que resultó. Las otras heroínas de cuentos de hadas saben coquetear, hacer pucheros, hacen todo lo que se espera, pero yo soy demasiado brusca, si un tipo me gusta, le arrebato enseguida la jugada: mira, la verdad no vale la pena que me sueltes pendejadas sobre las florecitas del bosque ni que te esfuerces en ponerte un camisón de encaje y un ridículo gorro de dormir, si quieres te la chupo de una vez y así ganamos tiempo. Estoy bromeando, ¿eh? Lo que trato de explicarte es que se descarriló por completo mi socialización en el juego de la seducción heterosexual. Para empezar, creí que ya no ser virgen era una ventaja, lo proclamaba a los cuatro vientos: oigan, oigan, en mi encantadora compañía nada de estrellas de mar parapléjicas ni de colchones echados a perder por desfloramientos sanguinolentos, yo estoy lista para usar. Qué idea tan calamitosa. Porque a los hijos de los reyes les da lo mismo que seas una pastorcita o una sirvienta subcalificada, están completamente abiertos al mestizaje social, pero eso sí, prefieren que no haya habido nadie en tu vida antes de ellos. Más que nada, así va el guion: te hago inocentes preguntas sobre tu abuelita, pero en realidad sólo quiero cogerte, ya me la aplicaron. Pensé: bueno, ya está, ya lo asimilé, ya descifré el mecanismo, si un tipo quiere probar su suerte, bienvenido, pero hay que asegurar que ya no me tome por una completa imbécil, pongamos las cartas sobre la mesa. Sin embargo, está claro que los hombres no vienen equipados para soportar que se note su juego, les corta la inspiración, entran en pánico, se sienten agredidos, al punto que debía justificarme constantemente: ah pero no, yo soy un personaje muy positivo, sólo una dulce aldeana con envoltura cromática, no soy una suegra amargada y tiránica ni una media hermana cruel y celosa, basta de suspicacias, ay, no, pero regresa, no te vayas, conozco una casita tranquila en medio del bosque donde podemos tomarnos esta botella de vino. En fin, metía la pata una y otra vez.

Caperucita y el lobo en Walter Crane, Little Red Riding Hood, 1875, George Routledge & Sons

Un día, una amiga princesa me lo aclaró todo, hay que darse a desear, si no, no funciona. Le pregunté cómo había que hacerle y me administró una especie de curso: pues sonríes, te portas amable, te haces la disimulada, te muestras un poco tonta, sobre todo evitas ser emprendedora, dejas que el varón tome la iniciativa. Por ejemplo, para tu primera cita te recuestas en un zarzal y finges dormir desde hace cien años. ¿Aunque en realidad tenga ganas de platicar? Afirmativo, respondió mi amiga, los hombres se desviven por las chicas inaccesibles, por los trofeos inaccesibles, no olvides que estás compitiendo contra el Santo Grial, contra gloriosas hazañas militares o la conquista de un trono, incluso contra el triunfo del bien sobre el mal, así que seducirte debe tener un mínimo de desafío. Esto me pareció esencialmente retorcido, simular desinterés para despertar interés no tenía ninguna lógica, pero decidí probar su método, me compré un vestido cubierto de espinas, aprendí a hacer un gesto enigmático, me entrené a expresarme con evasivas. Sí funcionaba, pero no por mucho tiempo, porque en algún momento acababa por traicionarme: se me olvidaba mantener el gesto o me levantaba espontáneamente el vestido o demostraba mi apego, y ahí, invariablemente, el tipo, o el sapo, y es que sí, también lo intenté con batracios, se disolvía en el aire: ay, disculpa, soy el menor de una familia numerosa y mientras mis dieciocho hermanos mayores no se hayan casado me resulta por desgracia completamente imposible comprometerme con los lazos matrimoniales, hasta la próxima y gracias, fue genial tenerte en la cama. De hecho, era como un videojuego, siempre era game over, pero cada vez llegaba un poco más lejos. Al principio, game over a la primera cita. Luego, game over después de la primera noche. Más adelante, game over al hablar de matrimonio. Ese nivel nunca lograba cruzarlo. Ya estaba hasta la madre de volver a empezar una y otra vez, era súper tortuoso, súper desalentador, además de que gastaba demasiada energía en hacerme la tonta inaccesible, estaba extenuada, al borde del burnout. Sin embargo, no quería tirar la toalla, encontrar el amor era mi sueño monopólico, no tenía proyectos profesionales, no tenía ambiciones políticas. Así que decidí echarle más ganas y saqué la artillería pesada. Alquilé el torreón de un castillo con muros ultragruesos, contraté a un dragón para que montara guardia, mandé instalar un anuncio luminoso de “joven soltera en desgracia” y me encerré. Y esperé. Esperé. Esperé. No te puedes imaginar el aburrimiento, me picaba los ojos todo el día, no se me ocurrió llevarme algo para leer, no había wifi y, como idiota que soy, había tirado las llaves al foso. Llegó el punto en que no aguanté más, me asomé por la ventana y me puse a gritar: ¡Con una chingada, sáquenme de aquí, auxilio, quiero salir, ya me valen madres los galanes, me vale encontrar marido, sólo quiero salir, ver el horizonte, revisar mis correos, leer el periódico, ya no puedo más, me estoy volviendo loca! Y entonces, una fumarola, una danza de fuegos fatuos, un solo de paloma soprano, y de pronto unos cincuenta caballeros en armadura centelleante atropellándose por decapitar a mi pobre dragón y ganarse el insigne honor de invitarme al cine. Rápidamente despedí a mi guardián alado y le ordené que volara lejos de ahí, no quería cargar con su muerte en la conciencia, y mientras los tipos de abajo llamaban a un cerrajero, ya que como era simple arrendataria del torreón tendría que dejarlo como estaba, de lo contrario adiós, depósito, me puse a pensar qué hacer. Qué curioso, pensé, acabo de decidir que nunca tendré marido, que seré monja laica, por fin acepto la idea de que mi vida amorosa será un desierto rocalloso, y de repente cualquier cantidad de candidatos.

Caperucita y el lobo en Walter Crane, Little Red Riding Hood, 1875, George Routledge & Sons, imagen de dominio público

Debí mandarlos a todos a freír espárragos, pero era tan halagador, tan gratificante, tenía la autoestima tan hecha añicos después de todos los game over que me había chutado, que no me pude resistir. Así que tomé el que se veía a la vez más peludo y más entusiasta, bueno, pues sí, me gustan peludos, tampoco te lo tengo que dibujar, y lo de entusiasta, me refiero a que parecía extremadamente motivado, me repetía continuamente: eres tan hermosa, eres tan apetecible, y eso me arrebataba, me sentía tan excepcional. Muy pronto me mudé a su castillo, todo era fabuloso, me miraba con pasión, me apretaba entre sus brazos con avidez, me preparaba cenas deliciosas, y siempre los piropos, ese torrente de piropos, eres tan hermosa, tu piel es tan suave, me encantan tus ancas rebosantes. Es cierto que había algunas cositas extrañas, como que si se me antojaba salir a dar una vuelta, me decía: tú no conoces a mi pueblo, yo que soy su rey lo conozco, allá afuera son todos unos salvajes, te van a atacar, sería más prudente que te quedaras aquí adentro, ay, mira ya es hora de cenar, querida mía, ya está lista tu tarta de cacahuate con papas fritas en manteca de cerdo. A decir verdad, el cautiverio no me inquietaba para nada, era completamente feliz, me sentía radiante, me sentía por fin amada tal y como era. Por más que engordara ostensiblemente debido a la inactividad y a mi régimen alimenticio un poco alto en grasas, a él le seguía pareciendo magnífica. En cuanto al matrimonio, yo esperaba pacientemente, había aprendido la lección, prohibido ser la primera en tocar el tema, hay que esperar a que él esté preparado, regla número uno del método simple para seducir a un hombre impartido por mi amiga la princesa. De todos modos ya vivíamos juntos, compartíamos techo, mesa y lecho, era un matrimonio sin documento de por medio, algún día lo oficializaríamos, era cosa de nada. Pero no fue tan así. Un día, el balde de agua helada. Una enorme marmita sobre el fuego, un cuchillo de carnicero entre sus dedos, saliva en las comisuras de sus labios y un manual sobre la mesa de la cocina: “los mejores aliños para platillos a base de hembra humana”. Me puse como loca, miraba frenéticamente para todos lados, no entendía nada y al mismo tiempo entendía demasiado, parecía imposible, sentí en el corazón un colapso gravitatorio, una falla sísmica: o sea, todo fue sólo para… para… ¿para devorarme? Me miró condescendiente, se rio con sorna: mira, gordita, nunca pretendí ser tu príncipe azul, nunca te prometí nada, no es mi culpa que te hayas fabricado telenovelas, además habrías de alegrarte, te traté muy bien, eso demuestra que dentro de todo sí te quiero, ahora ven a acostarte sobre la tabla de picar, si cooperas será menos doloroso el destazamiento en vivo, créeme. En ese momento, no sé por qué milagro o qué instinto de supervivencia, logré escapar, salté por la ventana y corrí durante horas, días, semanas, no sé bien, mis recuerdos son confusos, pero en todo caso logré regresar a mi casa. Después de este episodio caí en una profunda depresión, mi mente regresaba una y otra vez al rey de los ogros, tenía pensamientos horripilantes: no debí escaparme, no debí dejarlo, a fin de cuentas ser destazada-cocinada-devorada es una forma de atención, sigue siendo un vínculo, dentro de su estómago hubiera estado calientita, hubiera sido una fusión romántica. Tenía todo revuelto, lloraba por el lobo que no había vuelto a buscarme, lloraba por el ogro que me había dejado partir, si me hubiera amado, pero amado de verdad, hubiera puesto barrotes en las ventanas, me hubiera encadenado al muro, quiere decir que en realidad no me quería tanto, cabrón malnacido. A veces mientras me balanceaba en la silla me ponía a murmurar cosas delirantes: quiero ser una muñequita roja, tu muñeca inanimada, tu muñeca sin voluntad, ah, pero si me vuelvo muñeca mi voluntad de ser muñeca queda aniquilada, ¿cómo es posible? Me estaba saliendo de mis cabales. Mientras tanto, mi amiga princesa se había vuelto lesbiana militante, me sermoneaba, los hombres son una pérdida de tiempo, están programados para hacernos desgraciadas, urge deconstruir los estereotipos en los que nos han encasillado nuestros propios cuentos, ¡despierta ya!, ¿no te das cuenta de que siempre eliges parejas con perfil de depredador? Sí estaba de acuerdo, pero la lucidez no me era de ninguna ayuda, antes al contrario, me sentía mortalmente culpable de no poder emprender mi autocrítica feminista. Acabé por sacar cita con un elfo alienista pagado por el seguro social, es que con tantos gastos derivados de mi búsqueda matrimonial estaba cerca de la ruina, y le expuse todos mis problemas. Pensé: ay de mí, tengo para al menos diez años sobre su diván, disertando sobre mi madre irresponsable, mi padre ausente, el lobo agresor, el cazador a destiempo, y voy a acabar descubriendo en lo más profundo de mi inconsciente que deseo con ansias acostarme con mi abuela. Pero nada de eso. El elfo frunció el ceño y dijo que mi historia no tenía ningún sentido: usted no parece nada tonta, tendría que poder notar la diferencia entre una anciana enferma y un animal peludo, le recomiendo consultar a un oculista. Y tómala, el veredicto, soy una cegatona. Ahorita traigo lentes de contacto, pero sin ellos no veo nada de nada, sólo que no me daba cuenta, creía que el mundo era naturalmente borroso, formado por manchas impresionistas y estelas vaporosas, con formas deslavadas y rasgos imprecisos. Era bastante bonito, dicho sea de paso. Pero mierda, sí fue un shock, no te imaginas. Recordé la escena con el lobo disfrazado, y es cierto que no veía muy bien, apenas y distinguía la cama del resto de la habitación. Qué fregadera, mi vida arruinada, mi psiquismo destruido, y todo por un problema de dioptrías. Qué vergüenza. El Chespirito de las heroínas de los cuentos de hadas. Más me valdría ofrecer mis servicios a la asociación internacional de optómetras autorizados por la ciencia ficción y lo sobrenatural, con un poco de suerte me contratarían como imagen de su próxima campaña a favor de la detección temprana de la miopía. Luego me puse a pensar, sí, ya sé que pienso demasiado, pero pues no tengo galán, tengo mucho tiempo libre, es la ventaja de ser heterosexual no practicante, y es que sí, está decidido, ya renuncié definitivamente a la pareja, no tengo las competencias requeridas, pero bueno, la cosa es que me puse a pensar y recordé que, más allá de la miopía, cuando llegué a casa de mi abuela tuve una duda. Una intuición. Sólo que no me escuché. Es decir, al percibir una forma borrosa en la cama, con una voz rara y atributos inusuales, o sea, al estar ante un conjunto de indicios que tendrían que haber despertado interrogantes legítimas respecto de la verdadera identidad de la persona que tenía enfrente, hubiera podido, sí, hubiera podido decidir que todo era demasiado sospechoso y que lo más prudente sería largarme a toda velocidad. Pero para ello tendría que haber sido menos obediente, menos bien portada, menos sumisa, menos respetuosa de la autoridad, la de los adultos en particular. Así pues, querida Nina, si me preguntas si no es un poco molesto vivir dentro de un cuento de hadas que transmite una imagen retrógrada de las mujeres, te diría que, a mi parecer, si bien no tengo la exclusividad sobre la interpretación de mis aventuras, también podríamos considerar que la moraleja podría ser algo así: no hay que ser dócil por principio, no hay que ser mecánicamente servil, sino tener un espíritu crítico y, ante la menor duda, desobedecer.”

Otras versiones de texto se han publicado en “La petite fille obéissante”, Nouvelle revue française, núm. 633, noviembre 2018 y “A szófogadó kislány”, Sándor Koros-Fekete (trad.), en O. Szederkényi (dir.), És boldogan éltek? [¿Y vivieron felices…?], Cser, Budapest, 2018.

Imagen de portada: Caperucita en Walter Crane, Little Red Riding Hood, 1875, George Routledge & Sons, imagen de dominio público