El hetero indeciso

Apuntes de desaprendizaje

Género / dossier / Marzo de 2019

Francisco Carrillo

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En el gesto de escribir sobre ser hombre y heterosexual hay una sensación de exceso, de palabras que sólo pueden abundar en lo demasiado dicho. Incluso es posible que, para muchos lectores, la voz que esta edición de la revista reserva para el hombre heterosexual sea imposible de validarse ya. Por mi parte, desconozco las formas en que el pensamiento debe fluir por estas líneas, además de que me asaltan los peligros de un territorio atravesado por posiciones fuertes, escuelas de pensamiento, propuestas políticas, jerga académica, polémicas, prejuicios. Mis inseguridades se mezclan con demasiadas preguntas: desde dónde hablo y en nombre de quién, en qué medida soy un hombre hetero, el hombre hetero, the last hetero. Sin embargo, ser hombre y heterosexual forma parte de un paisaje sin aparentes obstáculos ni amenazas, supone ejercer una condición que, bien mirado, resulta contradictoria: una condición que no reconoce otras, una condición sin contrapesos. La primera ley de la masculinidad consiste en no preguntarse por sí misma; la segunda, que la masculinidad hablará en lugar de uno, a través de uno, convertida en una fuerza de arrastre que se manifiesta de las más diversas maneras, también por medio de tensiones y subversiones: ¿cómo se decidió?, ¿cuándo me preguntaron?, ¿quién me colocó en este lugar? Su mandato no se ejecuta sin fricciones: ser un hombre heterosexual no es ser “el” hombre heterosexual. Por eso siento un inmediato rechazo hacia cualquier intento, propio o ajeno, de reducirme a la categoría y anular mi distancia con ella, eliminar la capacidad de transformación y aprendizaje que socava las seguridades y cuestiona cualquier identidad, incluso las más satisfechas. Reclamo mi derecho a la incomodidad. Desde la insatisfacción emergen los puntos de fuga y el movimiento. Ningún arma más apta para reproducir la mutilación emocional, el desinterés por otras sensibilidades, la violencia infligida y padecida, lo difícil de empatizar con la debilidad, la cultura del aguante en medio de situaciones precarias, la torpeza para pedir ayuda o la soledad, que no ser capaz de detectarlas, o capaz de pronunciarlas. La afasia afectiva, el bloqueo emocional y lingüístico que se activa en cada intento de introspección, no digamos de establecer un diálogo con los pares, asedia a los hombres de mi generación y se canaliza de maneras más o menos lesivas, desde cuadros depresivos y crisis de ansiedad hasta reacciones realmente tóxicas de una violencia política, verbal y física que siempre se ejercen contra quien se puede. Hablo de quienes nacimos a finales de los años setenta y comienzos de los ochenta, quienes no conocimos las luces rojas prendidas por el feminismo más reciente, ni la participación activa, al menos cuantitativamente, de las mujeres en la vida pública. Mucho más si, como ocurrió en mi caso, esos años de aprendizaje transcurrieron en una España moldeada por el nacional-catolicismo que durante cuarenta años situó en la represión de la mujer uno de sus proyectos de ajuste social más perversos y minuciosos. Mis años de formación coincidirán con la apertura democrática de un país que rechazaba los modelos del franquismo, ese abyecto heteropatriarcado de capilla y cuartel militar, a la vez que reafirmaba, en la voz de las mujeres, conquistas parciales no sólo en relación con la igualdad ante las leyes o su protagonismo social, sino contra los estigmas de la minoría de edad, la dependencia económica y la indefensión que pesaba sobre ellas.

Nahúm B. Zenil, Para México, 1988. Cortesía de la Galería OMR

La urgencia de desaprender el esquema previo contrastaba, sin embargo, con la precariedad de unas herramientas insuficientes. Mis recuerdos de esos años hablan de una experiencia infantil, en el barrio y la escuela, atravesada por el abuso verbal y físico sobre los más débiles, la necesidad de enseñar colmillo, las peleas por el territorio y la ley del silencio. Especialmente en la transición de la niñez a la adolescencia, esas violencias, siempre presentes, parecían constituir la contraparte indispensable a las lecciones en los hogares y las aulas. ¿De dónde procedía ese impulso, ese acomodo a las leyes no escritas del universo masculino? Más que de un reflejo de la adultez, podría hablarse de una preparación en crudo, de la experimentación instintiva y sin disfraces de lo que nos esperaría más adelante. En algunos de sus ensayos David Foster Wallace explora el bullying como un aprendizaje complementario al uso del lenguaje normativo, su reverso tenebroso y, a la vez, necesario, para la escuela de la vida. El autor estadounidense nos ofrece la pista de la interesante relación que siempre ha mantenido la afasia, es decir, el bloqueo de los canales de expresión, con la literatura. El no poder decir aparece en esta relación como la fuerza productora no sólo de la violencia, sino también del lenguaje poético, ubicado en ese límite de poner voz al silencio. No es extraño, por lo tanto, que algunos encontráramos en la literatura las herramientas que nos faltaban en la vida cotidiana, el antídoto que nos hacía reflexionar y desaprender de esa fuerza modeladora a golpes. Cuando pienso en esos años no puedo dejar de recordar las agrias e imperecederas aventuras de Julien Sorel, o la tragedia que rodea a los protagonistas de Los cachorros y La ciudad y los perros, donde Vargas Llosa retrata ese descubrimiento de la masculinidad como un proceso de pactos de silencio y victimización, por acción u omisión, del otro. Pero, más importante, la literatura es el campo donde también se despliegan, sin pedir permiso, en régimen de igualdad, otras masculinidades que cuestionan los modelos hegemónicos y señalan puntos de fuga. Nada tan liberador, por ejemplo, como las escrituras irreverentes y profundamente subversivas de Salvador Novo, Reinaldo Arenas o Pedro Lemebel, que desde una homosexualidad desacomplejada muestran caminos que rompen los estigmas y resignifican conceptos asumidos como exclusivos del mandato heterosexual. Pocos recorridos tan valientes, decididos y ejemplares como los que estos autores emprenden a través de sus escrituras. En este capítulo también destacan las masculinidades indecisas de quienes se niegan a tomar acción y adoptan una pasividad potencialmente subversiva, capaz de poner en crisis al sistema. Me refiero a Bartleby y su “preferiría no hacerlo”, cuya aparente desgana representa una resistencia activa contra los esquemas que operan a su alrededor, o a la mirada de Joseph K., que desde su incapacidad para rebelarse cuestiona las dinámicas de acción-reacción, abraza el espacio de la víctima y se abre a una metamorfosis creativa. A diferencia de la afasia en la vida real, condición indispensable para ser peón del sistema, la que envuelve a estos personajes, vaciados de toda predisposición previa, abre el espacio de la escucha y la reescritura, ofrece la posibilidad de ser transformados por un universo que descubren a cada paso. A través de ellos se puede advertir la potencia liberadora de dibujar un paréntesis al papel asignado y colaborar con quienes minen esa posición. Lejos de ser una amenaza, el feminismo más combativo, sus reflexiones y acciones representan una oportunidad, quizá la única, de autodescubrimiento y autorreflexión, de salir de nuestro propio bucle. Dos personajes de la literatura mexicana señalan en esta dirección. El primero de ellos es Juan Preciado, quien intenta restituir la herencia de Pedro Páramo, pero cuyo encuentro con el padre se realiza por medios imprevistos: a través de la mirada de su madre, quien le “dio sus ojos para ver”, y de los relatos de las mujeres del pueblo, que no sólo le impiden restablecer la continuidad, sino que desbaratan los lenguajes que lo constituyen como individuo. Preciado debe reconstruirse y reconstruir la historia a través de sus voces y miradas, en lo que representa un doloroso proceso que acaba (o comienza) con su muerte, que también es un renacimiento. Preciado nos descubre la posibilidad de ser escrito por otros, habitar la propia imagen desde los márgenes de relatos que desvelan realidades silenciadas y quizás intolerables. Termino mencionando El libro vacío, donde Josefina Vicens lleva el gesto un paso más allá e ilumina la conclusión de este artículo, como otro de los giros sobre ese centro vacío en el que está preso su personaje y narrador principal, un hombre “resignado mansamente al fracaso”, presa de la contradicción de no querer escribir el libro que leemos: “Yo no quiero escribir. Pero quiero notar que no escribo y quiero que los demás lo noten también”. ¿Por qué lo hace?, ¿por qué escribir el libro sobre no querer escribir un libro y realizar un ejercicio en apariencia inútil? El de Vicens sería un libro en negativo, el libro que no sólo manifiesta el vacío primero de su personaje (“que mi mundo es reducido, plano, gris”), sino que éste escribe para desaprender. Es esta indecisión abierta a nuevas posibilidades la que acompaña a la hoja en blanco, el espacio que se me presenta de un modo más nítido dentro de la dificultad de pensar en una categoría tan imperceptible desde dentro.

Imagen de portada: Fotograma de la película Vals con Bashir de Ari Folman, 2008