La devoción al veneno

El Mar / panóptico / Marzo de 2024

Elisa Díaz Castelo

En Edén, no en el paraíso sino en el pueblo australiano ubicado en Twofold Bay, se puso de moda una práctica medicinal que parece inventada por un Ahab reumático. La gente esperaba a que una ballena encallara y pereciera sobre la arena blanca de ese puerto natural y, una vez que el cadáver estuviera en franco proceso de descomposición, se abría un agujero en su costado y se metía ahí al paciente. La persona debía permanecer dentro de esa hedionda sopa de vísceras un total de treinta horas si quería aliviar su reumatismo durante un año. El origen de este tratamiento se le atribuye a un borracho, un “hombre de hábitos alegres pero penosamente afligido por el reumatismo”, que columbró los restos de una ballena mientras caminaba con sus amigos de juerga por las arenas de Edén. Los amigos relataron que el cadáver despertó en el hombre un extraño frenesí y, seducido por ese tentador pedazo de carne, se metió dentro del cuerpo carcomido y permaneció ahí durante varias horas. Entonces operó el milagro. El hombre emergió, cual Jonás, renovado de entre los huesos purulentos del monstruo marino; no solo aliviado de su reumatismo sino, además, sobrio. A partir de este momento iniciático, la curación por ballena adquirió fama internacional. Incluso abrió sus puertas un hotel destinado a albergar extranjeros que viajaban hasta Australia para mejorar la condición de sus articulaciones. En una nota de periódico publicada por el Evening Standard el 7 de marzo de 1896,1 se explica cómo los balleneros horadaban en el flanco del animal un agujero del tamaño de un ataúd y ayudaban al paciente a colocarse dentro, con la cabeza por fuera de la apertura y la piel de la ballena cerrada tanto como era posible en torno al cuerpo del enfermo para que los pestilentes gases de amoniaco que exudaba la carne rancia no lo asfixiaran.

Jan Saenredam, *Ballena encallada en Beverwijk*, 1602. RijksmuseumJan Saenredam, Ballena encallada en Beverwijk, 1602. Rijksmuseum

​ Apenas unos días antes de que saliera la nota en el periódico, pero muy lejos de ese cuestionable Edén, el físico Henri Becquerel se encerró a oscuras en su estudio en París y abrió el cajón de su escritorio. Con movimientos lentos y medidos, extrajo un paquete delgado, forrado en cartulina negra, sobre el cual descansaba un puñado de sal. Para alguien no versado en las oscuras artes de la ciencia, todo esto podría parecer parte de un ritual maléfico o un conjuro. En realidad, era solo un experimento. Y el material colocado sobre la cartulina no era exactamente sal de mesa. Becquerel mismo había forrado días antes unas láminas de papel fotográfico con cartulina negra para luego rociar sobre el paquete sellado sales de uranio. Después, como una Pandora de corbata y bigotes, desenvolvió con esmero ese regalo oscuro para descubrir que el papel fotográfico se había teñido a la altura de las sales. No había duda. El uranio emanaba una luz invisible que había atravesado las capas de cartulina. Ese puñado de sal era un sol frío. Estrella muda, desmigajada. Era la radioactividad.

​ El fenómeno permaneció sin nombre hasta que, dos años después (en 1898), Pierre y Marie Curie descubrieron el radio y el polonio, dos elementos radiactivos que se encuentran de forma natural en minerales de uranio. Fue Marie quien bautizó como radioactividad lo que Henri Becquerel había notado en su experimento: los rayos ionizantes que expulsan los núcleos de ciertos átomos inestables.

​ Sin embargo, desde antes de que tuviera nombre, antes de que se entendiera del todo su naturaleza, la radiación comenzó a utilizarse como remedio médico. En 1897 un experimento comprobó que ciertas lesiones dermatológicas ocasionadas por el lupus mejoraban tras ser expuestas a rayos X. En 1903 se demostró que algunas aguas termales que por siglos habían sido consideradas curativas despedían pequeñas dosis de elementos inestables como el radón, un gas radioactivo que se produce cuando el radio se degrada. Entonces se disparó el número de experimentos que aseguraban haber descubierto nuevas aplicaciones médicas en tratamientos con radiación, en especial en lo respectivo a padecimientos de la piel y células cancerígenas. Los estudios, incluso algunos publicados en revistas prestigiosas, empezaron a exagerar los beneficios de las terapias y a pasar por alto los muchos casos en los que la condición de los pacientes empeoró.

​ El entusiasmo es un padecimiento altamente contagioso y, muy pronto, los así llamados radiomaniacos estaban por todas partes. En las aguas termales de Bath, donde se comprobó la existencia del radón, se construyó una tapa en forma de cono sobre uno de los manantiales y el gas que emanaba del agua se transportaba por medio de una pipa al llamado “inhalatorio de radio”, donde los pacientes lo respiraban directamente. Poco tiempo después, en los alrededores de Bath, un panadero comenzó a lucrar vendiendo una hogaza de pan supuestamente radioactiva.

​ En cuestión de pocos años fue patentada una plétora de tratamientos y objetos que aseguraban contener dosis bajas pero milagrosas de elementos inestables. Algunos de ellos se encuentran catalogados en un documento de casi doscientas páginas que puede encontrarse de forma gratuita en línea.2 De pronto, la radiación se convirtió en la cura para la sordera, la impotencia, los dolores reumáticos, la discapacidad intelectual, las arrugas y el cáncer. Una pasta de dientes con torio, un elemento inestable, prometía ser un profiláctico para la gingivitis que “pule suavemente el esmalte dental […] y previene las caries”. También se vendieron gotas de ojos radioactivas que decían “remover cualquier catarata sin lastimar el ojo” y ceniceros radiados que absorbían cualquier propiedad negativa del cigarro. Dosis bajas de radiación podían encontrarse en juguetes para niños, en cremas antiedad, en hogazas de pan y en la ropa interior de las clases acomodadas. El Radioendocrinator era una placa que contenía metales radioactivos y debía colocarse dentro de los calzones, a la altura del escroto, para mejorar la energía sexual de los varones. En esa misma línea se vendía un aceite radiado que el paciente utilizaba para masajear sus genitales con la finalidad de estimularlos y darles firmeza. El mensaje publicitario aseguraba que “poco después de empezar a usar este producto notarás que tus genitales toman una apariencia rosada y saludable. Muchos hombres han reportado que sus tejidos se inflaman, volviéndose rollizos, al usar Magik Massage. Desde la primera aplicación notarás su efecto cálido y estimulante”. Lo que no sabían quienes se dejaban engañar por este aceite es que estaban leyendo la descripción de una quemadura.

​ La más infame de estas curas fue el Radithor, una sustancia que contenía por lo menos un microcurio de isótopos de uranio. William J. A. Bailey, un estafador que se hacía pasar por médico, patentó el supuesto elixir en 1918 y en el curso de las siguientes dos décadas se volvió rico gracias a él. Su mejor promotor fue Eben Byers, un socialité estadounidense que comenzó a usarlo devotamente en 1927 para aliviar una lesión crónica en un brazo. En lugar de acatar la cantidad recomendada de un frasco al día, Byers comenzó a tomar varias dosis diarias. Tres años después de comenzar su tratamiento, y tras ingerir alrededor de mil cuatrocientas dosis de Radithor, Byers había perdido peso y tenía dolores crónicos de cabeza. Empezó a perder los dientes, tuvieron que remover parte de su mandíbula y murió al poco tiempo, víctima de múltiples tumores generados por la terapia. Su cuerpo era tan radiactivo que tuvo que ser enterrado en un ataúd de plomo y, cuando lo desenterraron en 1965 para estudiarlo, seguía siendo tóxico.

​ Si bien todas estas supercherías comenzaron a ser cuestionadas en 1915, la muerte de alguien famoso como Byers cambió la opinión pública respecto a esos tratamientos, que poco después empezaron a ser ilegales. Por fortuna, muchos de ellos resultaron estafas no parciales sino totales, pues no contenían materiales radioactivos, y aquellos que en efecto cumplían sus promesas se vendían a precios casi prohibitivos. Esta combinación salvó incontables vidas.

​ Sin embargo, mientras los estafadores comerciaban con sus nocivos milagros fosforescentes, también se llevaban a cabo investigaciones cuidadosas en torno al potencial benéfico de la radiación. En 1934 Henri Coutard desarrolló el método en el cual se basan los tratamientos actuales con radiación. Hoy en día, está de sobra comprobado su potencial curativo. “En la dosis está el veneno”, afirmó Paracelso enfrentado a esa aparente paradoja. O, en palabras de mi bisabuela Juana, “poco veneno no mata”.

​ La realidad rara vez se acopla a nuestras insistentes dicotomías. En lo que respecta a la radiación, vale la pena recordar el concepto griego de fármacon y el término chino du (毒). Ambas palabras albergan significados opuestos; describen, a la vez, la potencia curativa y letal de una sustancia. La cura y el veneno, nos plantean ambos conceptos, son una misma cosa.

Thomas R. Bloomfield, dibujos de ballenas en la bitácora del barco Indian Chief, 1842–1844.Thomas R. Bloomfield, dibujos de ballenas en la bitácora del barco Indian Chief, 1842–1844.

​ A pesar de que hace más de un siglo se constató que ciertos tratamientos con radioactividad no solo son peligrosos sino letales, me sorprendió encontrar una página en internet que aún promociona tratamientos con radón.3 Ubicada en Alemania y abierta desde 1912, una clínica en Bad Kreuznach promete un remedio al reumatismo que no puede encontrarse en ningún otro sitio de Europa. Su estructura arquitectónica es peculiar: se trata de un túnel combado y largo cuyas paredes redondeadas se mantienen en su sitio gracias a un costillar metálico de vigas rojas. En la foto, los pacientes miran a la cámara con media sonrisa, sedentes y satisfechos. Descansan sobre unos cómodos camastros que me remiten de inmediato a aquellos en los que el protagonista de La montaña mágica convalecía durante largas horas bajo el glacial viento alpino. Las piedras que circundan el túnel, mantenidas en su sitio por ese esqueleto de metal, son de pórfido, una roca ígnea que secreta gas de radón. La forma abombada de la cueva y el costillar de vigas me recuerdan el interior de una ballena. Además, tanto las ballenas de Edén como las rocas ígneas de Bad Kreuznach aseguran curar el mismo mal: el reumatismo. Dentro del vientre de la montaña, estos Jonases rubicundos respiran sin prisa su dosis diaria de toxinas. Quizá todos tenemos nuestras propias versiones de ballenas en descomposición y hemos recibido alguno de estos tratamientos. Devotos del magnetismo o de terapias cuánticas, ávidos de milagros, con una fe que crece a pesar de nosotros cuerpo adentro, nos insertamos seguros y hasta sonrientes en las supurantes vísceras de la bestia en busca de la cura y el veneno.

Imagen de portada: Thomas R. Bloomfield, dibujos de ballenas en la bitácora del barco Indian Chief, 1842–1844.

  1. “Rheumatism sufferers sought relief inside a whale”, BBC, 30 de marzo de 2014. Disponible aquí

  2. M. A. Buchholz, CHP, y M. Cerver, Radium Historical Items Catalog (reporte final preparado para la Comisión Reguladora Nuclear de Estados Unidos), Oak Ridge Institute for Science and Education, Oak Ridge, Tennessee, agosto de 2008. Disponible en aquí

  3. “Alleviating pain: inhalation sessions in the radon tunnel”, sitio web turístico de Bad Kreuznach. Disponible aquí