Roza tumba quema

Fragmento

Centroamérica / dossier / Julio de 2023

Claudia Hernández

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El viaje a ese otro país ni es capricho ni es el sueño de toda su vida. Si insiste en hacerlo y en buscar los medios es para poder ver a su hija. Lleva años en su búsqueda. Nunca ha cejado. No entiende que una madre pueda hacerlo o que pueda no lanzarse a encontrarla, como la suya cuando vivían en una hacienda con nombre de caballo, donde también eran colonos sus abuelos maternos.

​ Entonces tenía 9 años. Su mamá la envió a moler maíz para hacer unos tamales que, en adelante, no volvieron a gustarle. La mandó antes de las siete de la mañana para que no fuera a retrasar sus planes en caso de que se extraviara o se distrajera en el camino. Le explicó por dónde debía caminar y que lo primero que debía hacer al llegar al lugar era dar los buenos días y llamar con cortesía al dueño del molino. Luego debía repetir que decía ella que por favor le moliera esos granos y que le iba pagar con lo que sacara de la venta. Era día de fiesta. Los feriados eran una oportunidad para conseguir algunos centavos extra. Ella no quería dejar pasar la oportunidad. Estaba consciente de que no era la mejor cocinera de los alrededores, así que solo podía competir si llegaba más temprano que las otras. Podía ganar tiempo si enviaba a alguien a moler. Mientras, avanzaría con los otros ingredientes.

©Oswaldo de León Kantule, *Mujer cacao*, 2018. Cortesía del artista©Oswaldo de León Kantule, Mujer cacao, 2018. Cortesía del artista

​ No necesitaba decirle quién era su mamá: ella parecía su retrato. Tampoco debía rogar. En caso de que él dijera que no, tenía indicaciones para ir a otro molino, uno que quedaba un poco más lejos, pero donde seguro les fiarían porque eran conocidos de hace mucho tiempo atrás y porque, además, habían sido ayudados por su papá cuando lo habían necesitado. Estaban en deuda con ellos. Si no la enviaba ahí desde el inicio era por la posibilidad de salir más temprano. Lo tenía todo calculado, excepto el hecho de que, al pasar por la playa de arena blanca, la niña se pondría a jugar con las olas y perdería la noción del tiempo frente al encanto del agua.


Cuando por fin llegó, eran las cuatro y media de la tarde. La madre estaba enojada. Quería pegarle, reclamarle al menos, pero solo le quitó el recipiente para apresurar los tamales. Tenía en mente que, si no había podido ser la primera, todavía podía hacer algún dinero vendiendo a los que llegaban al final de la fiesta y debían conformarse con lo que hubiera quedado de ella. Pero estaba tan abatida y cegada por la cólera que, en lugar de verter agua en la mezcla, le echó gas, que guardaba en un depósito idéntico.

​ Cuando recuerda el episodio, no se lamenta por la tunda que le dio entonces ni por todo lo que le gritó, sino por el hecho de que ella no saliera a buscarla, a sabiendas de que el mar inmenso y hermoso también era un peligro que pudo habérsela tragado. Siempre se ha preguntado por qué no lo hizo. Ha tratado de creer que fue porque tenía muchos hijos, pero la respuesta no la convence: ella, aunque hubiera tenido treinta o cuarenta niños, habría dejado todo por ir a traer a la que le hacía falta, así estuviera en la selva.


Para que no volviera a tardar, en adelante, la envió a un molino que quedaba al otro lado de la bahía. Con la marea baja, se podía cruzar por ahí con el agua debajo de las pantorrillas. Después de una cierta hora, debía pagar bote para volver. Y jamás le daba dinero para él. Pensaba que, con el reloj del agua y nada de dinero, la mantenía en control porque volvía siempre a la hora. Pero quien en realidad controlaba sus regresos era su hermano. Él era quien sabía leer el agua y la posición del sol y era quien le avisaba cuando llegaba la hora de dejar de jugar y de regresar a la casa. Su papá le había enseñado cuando lo llevaba a sembrar con él. Su mamá lo enviaba con ella para que la niña ayudara a cuidarlo, pero era él quién la cuidaba a ella: él sí sabía por dónde caminar para no encontrarse con serpientes y por dónde meterse para conseguir buena fruta para comer durante la espera en el molino.

​ Confiada en que su hija ya había aprendido la lección durante un año de trayecto, la envió con una de las hermanitas menores: necesitaba que el niño la ayudara con algo de la casa para lo que se necesitaba fuerza de hombre, aunque el hombre fuera un niño de apenas 9 años.

​ La historia de la playa blanca se repitió porque la hermana pequeña era tan distraída y juguetona como ella. Fueron dos las encantadas con el agua y las caracolas que perdieron la noción del tiempo y se encontraron cruzando la bahía cuando el agua subía y lo llenaba todo.

Almeida Junior, *Marina, Guarujá, ca.* 1890 Almeida Junior, Marina, Guarujá, ca. 1890

​ Podían haber considerado pasar el tiempo en la orilla hasta que el agua volviera a dejar pasar a la gente a pie, pero el recuerdo de la tunda era tan fuerte que, frente a la masa azul, la única opción viable para ella fue decirle a su hermana que debían enfrentarse y cruzar cuando todavía era posible, aunque difícil. El plan era sencillo: ella se la subiría a los hombros y la sujetaría por las piernas con toda la fuerza necesaria a cambio de que la pequeña llevara el huacal con la masa tan alto como pudiera y tan fuerte como le fuera posible, sobre todo en los 5 metros en los que, según su cálculo, el agua las cubriría por completo.

​ Convenció a la hermanita con un relato muy breve de la paliza que había recibido el año anterior. No había tiempo para detalles. Debía confiar en ella. Si tardaban más, el agua seguiría subiendo y convertiría su oportunidad en un tramo imposible. La hermanita estaba pequeña, pero entendía qué era no tener dinero para pasar de regreso y entendía también la idea de salvar la masa para no tener que enfrentar la furia materna, así que cerró los ojos y la boca, como la mayor le indicó, y protegió el huacal más que a su propia vida.


Cuando salieron, el corazón le palpitaba muy fuerte. Se volvió al agua inmensa y dijo “Gracias, señor”, aunque no sabía quién era ese señor al que agradecía o si había algún señor al que agradecer. Le parecía increíble estar del otro lado. Su hermana, en cambio, empezó a llorar, no porque había tragado agua, sino porque había perdido un poco de masa en el paso. Pensaba que su mamá la iba a castigar por no haberlo conseguido. Ella la convenció de que no pasaría nada. Estaba segura de que su mamá no se daría cuenta del faltante. Y, si llegaba a notarlo, le diría que había sido culpa suya. Le juró que su madre lo creería, aunque no estaba convencida de eso. Creía que su madre tenía el instinto afinado (aunque en realidad lo que tenía era un reloj) y que, de una u otra manera, las descubriría, así que, en lugar de contárselo a ella, se lo explicó a su padre, que había regresado temprano a la casa ese día.


A los pocos días, estaban mudándose de lugar. La versión oficial fue que su papá ya no quería seguir viviendo en los terrenos del abuelo materno porque había conseguido unos propios en un lugar con nombre de planta, pero ella suponía que había sido por protegerla porque no había masas de agua para cruzar a los alrededores. Ella era su niña, la primera de las hijas mujeres que había conseguido vivir.

©Edgardo Aragón, *Contra 1*, 2019. Cortesía del artista©Edgardo Aragón, Contra 1, 2019. Cortesía del artista

​ En esa zona, donde también vivía la hermana de su papá, encontró otra gente que le pegaba: sus vecinitas. Se peleaban siempre con ella porque era nueva y porque llegaba a llenar los cántaros, y porque siempre andaba limpia y ordenadita. Le decían vanidosa. Entonces, le jalaban la falda para que se cayera, le tiraban el cántaro o metían en ellos sus manos enlodadas para echarle a perder el trabajo y hacerla esforzarse más. Ella quería defenderse, pero había sido advertida por su mamá para no golpear a nadie. Su madre no quería problemas. No quería que respondiera a las agresiones ni con palabras. Si alguien le decía algo o le hacía algo, debía aguantar en silencio. Si no lo hacía, ella le pegaría más fuerte que esas niñas.

​ Un día que sus papás se fueron para una boda, decidió enfrentar a las que la atacaron. Recogió del suelo unas vainas muy grandes y muy duras y azotó a las niñas después de que le botaron el cántaro para que su mamá la regañara. Les dio en las caras, en los brazos, detrás de las rodillas y en todas las partes donde le dolía cuando su madre le pegaba a ella. Les dio con la intensidad con la que sentía que la castigaban a ella y hasta que dejaron de reírse. Y se puso a llenar de nuevo el recipiente y a prepararse para enfrentar el juicio por regresar la boca del recipiente astillada. Sabía que no se libraría de eso porque, una vez que regresó quebrado un cántaro porque lo soltó cuando le salió una serpiente que le golpeó la cara, su mamá, que no entendía excusas, la golpeó por no haber visto la serpiente, por no haber llevado agua y por haber quebrado el cántaro. Tres veces distintas. Para que aprendiera.

​ La mamá de las niñas también quería darle una lección, así que la esperó en el camino de regreso, la tumbó de un puñetazo en el ojo y le dio patadas en el torso hasta hacerla llorar. Además, le vació el cántaro, así que ella debió regresar al río cuando el dolor se calmó un poco para llenar su recipiente y no regresar con las manos vacías.

​ Si su madre hubiera estado en casa, le habría pegado más. Pero la que estaba era la hermana de su papá. Tras escuchar su historia, tomó un machete y se fue a buscar a la mujer que la había golpeado. Le gritaba que saliera, que no fuera cobarde, que no se metiera con una niña, sino con alguien que pudiera defenderse. La tía estaba tan enfurecida que ni la mujer ni el marido de ella salieron a enfrentarla. Se encerraron en la casa con las niñas y no salieron ni cuando ella por fin se retiró ni varios días después. La imagen de la tía rodeando la casa, gritando advertencias y agitando el machete contra el suelo hizo que los otros vecinos también se escondieran y que, en adelante, ningún niño se atreviera a volver a molestar a su sobrina cuando acarreaba el agua. Por supuesto, no se lo contaron a la madre, que no comprendía por qué, de pronto, hasta le ayudaban con el agua a su niña. No lo habría entendido.

​ Cuando cumplió 13 años, su papá le enseñó a armar una pistola, a desarmarla y a disparar. Cuando preguntó por qué, su papá le respondió que había cosas que debía saber. Cuando preguntó para qué debía saber eso, dijo que porque habría un momento en que tendrían que irse, dejar su casa, irse al monte y aguantar hambre, sueño y frío. Cuando preguntó por qué deberían hacer eso, le contestó que porque, para algunos, la vida solo era esperar a que la vida pasara, pero que ellos no podían darse ese lujo. Sus hermanos mayores, que entrenaban desde antes que ella, solo le dijeron que se callara y tratara de dar en el blanco. Lo que hacían era para protegerse. A ella le parecía excesivo. Quizá si estuvieran todavía viviendo en la otra hacienda o las vecinitas siguieran fastidiándola con el agua, lo habría considerado útil. Pero estando ahí, con su padre y la familia de él pendiente de ella, no lo veía necesario. De todas maneras, lo hacía porque él se lo mandaba. Y porque él se lo mandaba era también que iba a la catequesis y accedía a correr y a arrastrarse en el suelo, y a saltar obstáculos y a hacer todos los otros ejercicios que los catequistas la mandaban después de impartir la doctrina.

Combatientes del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional durante la guerra civil en El Salvador, 1983Combatientes del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional durante la guerra civil en El Salvador, 1983

​ Había oído rumores de guerra, pero no los relacionaba con nada de lo que hacían ellos en los predios o en las canchas cuando el sol bajaba su intensidad. Creía que lo hacían porque era bueno para la salud, como ellos mismos decían, y por diversión. No había muchas cosas para entretenerse por esos lados. Si se negaba, seguro la ponían a hacer oficios domésticos en su casa. O la mandaban a rezar, que le gustaba todavía menos.

​ Ahora entiende que, mientras ella solo oía siglas y veía pinturas a las que no les encontraba sentido ni gusto, ellos sabían lo que iba a pasar. Su papá estaba entrenando a sus hermanos para la guerra, había mudado a su mujer y a los más pequeños para tenerlos seguros y la adiestraba a ella para proteger la casa cuando ni él ni sus hermanos mayores estuvieran cerca. Los catequistas los preparaban para que resistieran en los montes, sea que fueran a pelear en ellos o les tocara refugiarse como les tocó unos meses después, cuando el Ejército invadió esa zona.


El día de la irrupción, ni su papá ni muchos otros hombres de la región estaban en sus casas. Los ruidos y gritos que salían del lugar eran de una estampida de solo niños y mujeres, y de los helicópteros que los seguían y ametrallaban. Ella, que estaba cuidando a sus seis hermanos menores cuando comenzó, los tomó como pudo y corrió con ellos en la misma dirección en la que iban los demás de la población. Su madre, que estaba dentro de la casa preparando la comida, no tuvo oportunidad de salir sino hasta un rato después.

​ Cuando lo logró y llegó donde ella estaba con sus hermanitos y el resto de los habitantes, le dijo: “Acá le entrego a sus hijos. Yo me voy porque no sé qué es esto”. Y se fue al monte. A esconderse, que era lo que su instinto le decía. Se fue con la tía que la había defendido de la mamá de sus vecinitas y con las hijas de ella a refugiarse en una quebrada. Su madre, que sí sabía de qué se trataba todo eso, le recibió a los niños y le dijo que ni ella ni sus hermanitos podían irse de ahí, que era posible que los mataran y que, si podía, hiciera lo posible por salvarse ella. No le deseó suerte ni la abrazó. No había tiempo para más que para tomar a los niños de la mano y darle a ella la única tortilla que consiguió sacar de la casa.

​ Eso comió cuando pasó la noche entera en la quebrada iluminada por los morteros, los cañones de 60 y de 105. Y la compartió con su tía y sus primas en esa noche eterna.

Claudia Hernández, Roza tumba quema, Sexto Piso, CDMX, 2018, pp. 15-23. Se reproduce con el permiso de la autora.

Imagen de portada: Combatientes del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional durante la guerra civil en El Salvador, 1983