dossier Redes MAY.2025

René Esaú Sánchez

Todas estas cosas invisibles: redes de afectos y libros

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La literatura suele entenderse a través de ciertas relaciones: la del autor con su creación, ésta con otras, el texto con su contexto y, claro, la del escrito con el lector. Esta última parece circunscribirse a una suerte de análisis fenomenológico que explora la lectura: el acto de dar vida a una serie de signos e interpretarlos. Sin embargo, rara vez nos detenemos a pensar cómo llega un texto a su lector.

​ Marcos, uno de mis mejores amigos, murió hace un par de años a causa de una insuficiencia cardiaca. Además de los grandes recuerdos emanados de una convivencia de más de una década, me legó una copia de la Eneida (19 a. C.) de Virgilio, en la controvertida traducción de Rubén Bonifaz Nuño. Israel, un amigo mutuo, le regaló el libro a Mario. Como ambos se dedicaban a la administración y no a las letras, nunca se molestaron en abrirlo.

​ Encuentro un tanto irónico que la Eneida también exista gracias a la amistad, ese afecto que sobrevive a la muerte y que, a veces, queda registrado en la palabra. Virgilio nunca terminó el libro. Según una versión de la historia, el poeta, a sabiendas de que iba a morir, pidió que quemaran la obra para que nunca fuese conocida más que por el puñado de amigos, familiares y aristócratas que llegaron a escuchar la declamatio. Sin embargo, sus amigos Plotio Tuca, Lucio Vario Rufo y el césar Augusto se opusieron rotundamente. Tras editarla, pusieron en circulación una de las obras más importantes de la cultura occidental. “Troya casi fue quemada en otra pira”, dijo al respecto Sulpicio Apolinar.1

​ La abrumadora fama de la Eneida se extendió a lo largo de los siglos: se volvió un paradigma en la poesía, hizo llorar al mismísimo san Agustín de Hipona y, ahora, me tiene escribiendo en un rincón de una biblioteca universitaria. Pero antes de la muerte del poeta, la obra no era conocida más que por un íntimo grupo de personas, a quien Virgilio le leyó fragmentos para recibir críticas y comentarios.

Georgina Bringas, Emplazamiento lineal 2 400 mts., 2012. Instalación en la Fundación Teatro Odeón, Bogotá.

​ Por su parte, Cicerón, haciendo efectivo el valor literario de la amistad, solía enviarle sus textos a Tito Pomponio Ático para que los revisara y editara. Todavía hoy, antes de que un texto circule, es común —y cuando menos aconsejable— mostrar un boceto a la gente cercana para recibir críticas constructivas. Este ensayo, por ejemplo, fue leído por mi esposa, mi suegro y mi exjefe Jaime Aljure; también por Norma Muñoz-Ledo, Fernanda Olivares y, en un acto desesperado de búsqueda de aprobación, por mi madre.

​ Pero el caso de Cicerón también retrata que en la difusión de la literatura y el conocimiento a veces opera la traición. En una de sus cartas, le reclama a Ático por filtrar su libro De finibus a Balbo y a Carelia. “Dime, primero, si te parece bien publicar sin mi consentimiento. Balbo me escribe [diciendo] que ha copiado el Libro V de De finibus de ti […]. La admirable Carelia, en su evidente interés por la filosofía, ha transcrito de tu gente y tiene esta misma obra: De finibus. Y te aseguro (aunque siendo humano puedo estar equivocado), que no la obtuvo de mi gente”.2

​ En la Roma antigua, en circunstancias normales, la circulación de un texto comenzaba cuando la persona a la que estaba dedicado lo recibía. En el caso de De finibus, Cicerón había dedicado su tratado filosófico a Marco Junio Bruto. Ático, sin embargo, permitió que el libro fuese leído antes de tiempo; es decir, lo “publicó” de manera prematura. Los romanos compartían documentos con sus amigos y ni Cicerón ni Ático habrían permitido a extraños copiar libros.

​ Cabe decir que el público literario siempre fue reducido en comparación con el total de la población. Aunque es difícil dar un número exacto, el filólogo y romanista Erich Auerbach calcula que hacia finales de la dinastía Julio-Claudia (que inició con Augusto y terminó con Nerón) había apenas unas cuantas decenas de miles de romanos letrados en todo el Imperio.3 La razón es simple: la educación estaba al alcance de unos pocos. La mayoría de los niños abandonaba los estudios alrededor de los doce años y, quienes continuaban, debían mudarse o pagar grammatici particulares que les enseñaran en casa. Más aún, la educación latina estuvo profundamente influenciada por la griega, con un fuerte énfasis en la retórica y la gramática, por lo que aprender a escribir en latín clásico dependía enteramente de saber pensar, leer y crear en griego.4

Todo es y no es al mismo tiempo, 2020-2022.

​ La distinción entre el latín clásico y el llamado latín vulgar también es relevante, pues había una diferencia clara entre la escritura literaria y la escritura cotidiana. Sin embargo, la lectura de textos literarios rara vez era un acto solitario de meditación y reflexión; al contrario, las obras estaban hechas para ser leídas en voz alta, declamadas, como la Eneida. Para algunos, este acto público era una forma de difundir su obra, de anunciarse; para otros, era una manera de establecer un paradigma de reproducción, asegurándose de que quienes declamaran el poema en otro sitio y tiempo lo hicieran de la manera correcta.5

​ Lo anterior sucedía en paralelo a la reproducción escrita de las obras. Los copistas, quizá las personas más importantes en la circulación literaria del Imperio romano, solían ser esclavos, libertos o ciudadanos entrenados en la transcripción. A través de ellos, personajes como Ático podían construir sus propias bibliotecas o, en su caso, realizar copias para difundir las obras de sus amigos. Su labor no se limitaba a los textos literarios: también escribían cartas, recibos o contratos dictados por sus clientes o amos.

​ Algunos copistas también fungían como libreros,6 aunque el comercio de textos era mínimo y operaba de manera muy distinta a la industria editorial contemporánea. En realidad, es difícil saber cuántas librerías existían, si sólo vendían libros antiguos o las novedades de su época, e incluso si los textos se copiaban y comercializaban según la demanda.7 Sabemos, por Horacio, que los hermanos Sosii distribuían sus obras. Por él mismo podemos deducir que los autores no recibían ninguna ganancia por la venta de sus textos; más bien, parece que la relación entre autores y libreros respondía a una cuestión de difusión y alcance antes que a una motivación económica.8

​ Las bibliotecas también desempeñaban un papel en la circulación literaria, pues resguardar ejemplares era otra forma de difusión. Sin embargo, en tiempos de Cicerón las bibliotecas eran aún espacios privados en villas romanas, y no fue hasta el auge del Imperio cuando Cayo Asinio Polión fundó la primera biblioteca pública en Roma, en el 28 a. C. Augusto y otros emperadores siguieron su ejemplo y construyeron algunas más, como la Biblioteca de Apolo Palatino. No hay registros exactos del número total en la ciudad, pero se sabe que para la época de Constantino existían al menos veintiocho.

​ Desde sus inicios, las bibliotecas públicas no sólo servían para preservar textos literarios, sino también registros oficiales que podían utilizarse para verificar hechos y corregir copias. A pesar de ser “públicas”, eran frecuentadas por un número limitado de personas que, además de contar con la educación suficiente para leer y comprender, probablemente tenían los recursos para costearse sus propias colecciones.9

Nada está inmóvil; todo se mueve; todo vibra, 2014. Instalación en el Museo Universitario del Chopo.

​ En suma, en la Antigüedad no existían leyes de derechos de autor, la publicación no funcionaba como hoy en día y gran parte del alcance de los textos dependía de una red informal de distribución. Más aún, el verbo utilizado para referirse a la “publicación” de un texto era edere, que sugiere la acción de soltar, de dejar algo fuera de la propia responsabilidad. En otras palabras, el autor podía elegir qué escribir y a quién darle algunas copias; el resto estaba fuera de su control.10

​ Hoy los libros todavía encuentran a sus lectores más allá de los canales oficiales: entre amigos se envían ejemplares digitales, hay obras en PDF y EPUB en carpetas compartidas, ediciones agotadas que alguien rescata y decide digitalizar y liberar al dominio público, aunque con ello viole las leyes.

Sharing is caring

En febrero de 2019, mientras caminaba a la Facultad de Filosofía y Letras para tomar clase, recibí la noticia de que Enrique Hülsz había fallecido. Quienes fuimos sus alumnos recordamos con claridad su presencia: su bigote, su forma de sostener el cigarro mientras hablaba y, por supuesto, su devoción por Heráclito.

​ Dado que era un experto en el tema, durante años le insistieron para que diera a la imprenta su traducción de los Fragmentos heraclíteos, pero Hülsz se negaba. Decía que no bastaba una vida para comprender al Oscuro de Éfeso y que siempre surgirían dudas, filosófica y filológicamente. Como ocurrió con la Eneida, fueron sus amigos quienes editaron y publicaron de manera póstuma su trabajo, en 2021, en el Instituto de Investigaciones Filosóficas. Y, como en el caso de Virgilio, antes de su muerte el libro apenas había sido leído y comentado por un círculo reducido.

​ Sin embargo, Hülsz no escatimaba en compartir su trabajo: si habías tomado clase con él, seguro tenías acceso a todas sus publicaciones sin pagar un solo peso (salvo que las imprimieras). Más allá de la amistad o el afecto, lo que prevalecía era la certeza de que el conocimiento se construye mediante el diálogo, en apertura y comunidad.

La parte y el todo es infinito 1-5, 2022.

​ Podría decirse, incluso, que la lógica detrás del intercambio de archivos es la misma que sustenta las bibliotecas públicas: compartir el conocimiento y ponerlo a disposición de todos. Sin embargo, en nuestra era digital, esta idea se encuentra atrapada en una disputa que la reduce a una mera apología de los warez, aquellos materiales digitales creados y difundidos al margen de los derechos de autor.

​ Si bien la circulación descentralizada de nuestros tiempos comenzó a mediados de los noventa con software y más tarde se extendió a la música, el cine y la literatura,11 hoy sigue siendo un campo de batalla donde se enfrentan la industria, la academia, los cortes judiciales y las comunidades en línea. Quizá los casos más emblemáticos sean los de Z-Library, uno de los mayores repositorios de libros digitales, con cerca de catorce millones de títulos, y Sci-Hub, la plataforma que permite la consulta gratuita y sin restricciones a artículos académicos protegidos por paywalls.

​ A pesar de que en 2022 Estados Unidos inició un juicio contra dos operadores rusos de Z-Library y de que periódicamente se identifican y eliminan dominios vinculados a Sci-Hub, la piratería digital persiste.12 Como una hidra, por cada sitio derribado surgen dos más. En el fondo de esta resistencia subyace un conflicto más profundo: la tensión entre la democratización del conocimiento y la propiedad intelectual, ¿el conocimiento debe ser un bien comercial o un derecho accesible para todos? Mientras esta discusión se resuelve en tribunales y tratados internacionales, las redes de lectores siguen operando, compartiendo enlaces como quien alguna vez compartió manuscritos.

Mentes transparentes

Todos formamos parte de estas redes de conocimiento, lo que constituye, quizás, otra forma de descentralización cultural. Hace siete años Norma me prestó Transparent Minds, de Dorrit Cohn, un ensayo sobre el estilo libre indirecto que, hasta la fecha, no le he devuelto. La razón: no he encontrado un PDF del libro y no pienso pagar 1 252 pesos por algo que ya tengo; además, nadie en su sano juicio preferiría un montón de copias engargoladas al original. Confesé el crimen: ella ni se acordaba.

Opuesto escindido V, 2022.

​ Todos tenemos libros que no nos pertenecen del todo: ejemplares prestados que nunca devolvimos y que han quedado en nuestros libreros como huellas de relaciones y afectos. No me refiero a esas ediciones que le pertenecían a una expareja y que decidimos quedarnos por despecho para luego subrayarlas con pluma, marcatextos y crayolas. Hablo de esos otros libros que conservamos porque sabemos que recurriremos a ellos de nuevo. Nos los procuraron en un gesto de confianza y, en el fondo, la lectura también es un acto de comunión.

​ Así, los textos dejan de ser un simple medio de difusión y se convierten en objetos que pasan de mano en mano, que guardan recuerdos y anécdotas y que, con los años, forman una suerte de cartografía afectiva. Y su circulación, además del afecto, también depende de la decisión consciente de quien los transmite. En un mundo de amplias posibilidades digitales, resulta encomiable la persona que lee por primera vez un texto ajeno y que, al considerar que tiene un valor, lo edita y lo publica: como la Eneida de Virgilio.

​ Nada sabemos del destino de las copias de De finibus que hicieron Carelia y Balbo. Tampoco conocemos la respuesta de Ático a la carta de Cicerón. Pero imagino que permitió que copiaran el libro porque lo consideraba meritorio. Como cuando tu madre te da una cucharada de lo que cocina antes de que esté listo: “Pruébalo, está quedando bien, ¿no?”.

​ Nada de lo anterior es un pretexto para escribir sobre todas estas cosas invisibles como la amistad o el amor que nos atraviesan. Más bien quiero insistir en que hay una materialidad cultural cifrada en la relación entre la persona que comparte y la que recibe. A escala personal, esta cartografía está llena de sitios donde ha estado nuestro corazón y nuestro tiempo; sitios con voz, rostro, nombre y apellido. En un sentido más amplio, los afectos posibilitan una rebosante urdimbre cultural. ¿Qué sería de la Eneida sin los amigos de Virgilio? ¿Qué es un ensayo sino la comunión de múltiples miradas? En el fondo, la cultura no es otra cosa que el más grande consuelo para la soledad humana.

Todas las imágenes son cortesía de la artista y Le Laboratoire.

  1. Colin Hardie (ed.), Vitae Vergilianae antiquae: Vita Donati, Vita Servii, Vita Probiana, Vita Focae, S. Hieronymi excerpta, Typographeo Clarendoniano, Oxford, 1966, p. 38. Todas las traducciones son del autor. 

  2. Cicerón, Cicero’s Letters to Atticus, Shackleton Bailey (ed.), vol. V, Cambridge University Press, Cambridge, 1966, 21a. 

  3. Erich Auerbach, Literary Language and its Public in Late Latin Antiquity and in the Middle Ages, Ralph Manhein (trad.), Princeton University Press, Princeton, 1993, p. 239. 

  4. Eleanor Dickey, “The Greek and Latin Languages in the Papyri”, en Roger S. Bagnall (ed.), The Oxford Handbook of Papyrology, Oxford University Press, Oxford, 2012, p. 150. 

  5. Elaine Fantham, Roman Literary Culture: From Plautus to Macrobius, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 2013, p. 87. 

  6. Rex Winsbury, The Roman Book, Bloomsbury Publishing, Gran Bretaña, 2009, p. 52. 

  7. E. J. Kenney, “Books and Readers in the Roman World”, en The Cambridge History of Classical Literature, vol. 2, Cambridge University Press, Cambridge, 1982, p. 20. 

  8. E. Fantham, op. cit., p. 111. 

  9. Guglielmo Cavallo, “Between Volumen and Codex”, en Guglielmo Cavallo y Roger Chartier (eds.), A History of Reading in the West, Polity Press, Cambridge, 1999, p. 70. 

  10. E. J. Kenney, op. cit., p. 19. 

  11. Ernesto Van der Sar, “Sharing Is Caring and Piracy Is Theft”, The Piracy Years, Liverpool University Press, 2023, p. 250. 

  12. Andy Maxwell, “Publishers Ramp Up Pressure vs. Anna’s Archive, Sci-Hub, Z-Library & Libgen”, TorrentFreak, 3 de febrero de 2025.