El árbol de higos de Antonieta Rivas Mercado

Miedo / panóptico / Septiembre de 2019

Irasema Fernández

As I sat there, unable to decide, the figs began to wrinkle and go black, and, one by one, they plopped to the ground at my feet. Sylvia Plath


A pesar de su breve paso por la tierra, Antonieta Rivas Mercado (1900-1931) tuvo múltiples oficios: gestora cultural, escritora, traductora, defensora de los derechos de la mujer, activista política, actriz y maestra. Vertientes que bien podrían ejemplificar el estereotipo de cualquier artista mexicana que tiene más de un trabajo. Es probable que la primera vez que alguien escuche el nombre de Antonieta Rivas Mercado sea a través de rumores. La acompañan, además, el mote de suicida y el nombre de José Vasconcelos. En la web circulan notas que refieren aquella mañana del 11 de febrero de 1931 en la que tomó la pistola de Vasconcelos, amigo y amante, y se disparó en el corazón hincada de rodillas sobre una de las bancas de la Catedral de Notre Dame de París. Y aunque su fin fue funesto, Antonieta tuvo grandes ambiciones: entre sus logros estuvo no sólo ser mecenas de renombrados artistas, músicos y escritores mexicanos, sino crear el primer teatro experimental de México, junto con Xavier Villaurrutia y Salvador Novo, al que llamaron el Teatro Ulises. Antonieta propuso la estética de Jean Cocteau para sus montajes, en el que las obras clásicas requerían una cirugía estética que las remendara y rejuveneciera, para adaptarlas a los siglos de cambios que la habían atravesado. También creó el Patronato para la Orquesta Sinfónica de México, fundada por Carlos Chávez en 1928, que no es poca cosa si recordamos el tiempo revolucionario que atravesó nuestro país y su economía precaria, cuando las artes carecían de profesionalización y continuidad. Ésta fue la primera orquesta que, gracias al soporte económico generado por Antonieta, pudo ofrecer repertorios semanales ininterrumpidos de las sinfonías internacionales más importantes. Tras su consolidación, los compositores locales desarrollaron su trabajo en esta casa, en la que dieron origen a lo que hoy conocemos como la música mexicana del siglo XX. Por un breve tiempo, Antonieta fue directora teatral de la Escuela de Teatro, Música y Danza, actividad que abandonó probablemente por su atareada vida y su creciente enemistad con Carlos Chávez (en ese entonces director del colegio). Daba clases de teatro e hizo el montaje de Los de abajo, de Mariano Azuela. En esa temporada conoció a Vasconcelos y simpatizó con sus ideas políticas, antes de relacionarse con él. En su casa lidereaba reuniones proselitistas: preparaba a los jóvenes y les daba viáticos para que replicaran las ideas vasconcelistas en el interior de la república. Posteriormente, como compañera sentimental y de campaña, desempeñó un papel importante para la organización de su carrera política. Los textos que publicó en vida fueron breves pero contundentes. Se le reconoce como una precursora del feminismo por luchar por los derechos de la mujer. En febrero de 1928 publicó en El Sol de Madrid su potente ensayo “La mujer mexicana”, en el que resalta la sumisa devoción con que se nos educaba, la forma en que se nos dejaba fuera de la opinión pública y el hecho de que nuestra educación se consideraba nociva para la sociedad,

las mujeres mexicanas en su relación con los hombres somos esclavas. Casi siempre consideradas como cosa y, lo que es peor, aceptando ellas serlo. Sin vida propia, dependiendo del hombre, le siguen en la vida, no como compa­ñeras, sino sujetas a su voluntad y vendidas a su capricho. Incapaces de erigirse en entidades conscientes, toleran cuanto del hombre venga. El resultado es que éste no estima ni respeta a la mujer […]. Es preciso, sobre todo para las mujeres mexicanas, ampliar su horizonte, que se las eduque e instruya, que se cultive su mente y aprendan a pensar. Puede repugnarle a la mujer emplear la lógica masculina; pero como no ha elaborado una propia, antes que preconizarle que lo haga, más vale urgirla a que venza su resistencia y aproveche la existente.

Antonieta Rivas Mercado. Fotografía de Alex Cruz

Antonieta era hija de Matilde Castellanos Haff —mitad juchiteca, mitad alemana— cuya familia poseía tierras cafetaleras en el istmo de Oaxaca, y de Antonio Rivas Mercado, el famoso arquitecto, restaurador e ingeniero mexicano que construyó la columna del Ángel de la Independencia en la Ciudad de México y el Teatro Juárez en Guanajuato, que también fue director de la Academia de San Carlos (se cuenta que, entre sus logros, consiguió una beca para que Diego Rivera viajara a Europa). En la casa, diseñada por él mismo, la familia Rivas Mercado recibía en su mesa a distinguidos artistas y escritores de todas las alcurnias. Ése fue el mundo cultural de Antonieta: estudiaba cultura, idiomas y bordado; escuchaba y formaba parte de las conversaciones durante las comidas y fiestas. Cuando sus padres se divorciaron en 1913, su madre se exilió en Francia y sólo llevó consigo a Alicia, su hija mayor. En México se quedaron Antonieta, de trece años, Amalia y Mario, que eran aún niños pequeños. Su padre Antonio delegó las obligaciones de su madre a Antonieta, y desde ese entonces ésta cuidó de la educación y manutención de sus hermanos: se responsabilizó de su bienestar hasta su propia muerte. También administró las cuentas del padre y la casa donde vivían. A los diecisiete años conoció a Albert Edward Blair en una quermés, gracias a los hijos de Francisco I. Madero, y a los pocos meses contrajo nupcias. Casi dos años después, cuando ella cumplió diecinueve, nació su hijo. La violencia continua y la posesión obsesiva de su esposo hicieron que Antonieta huyera de él en varias ocasiones y solicitara el divorcio, algo que no era común en aquel tiempo. En sus documentos personales, cuenta cómo una tarde, Albert quemó su biblioteca francesa frente a sus ojos. “No está bien que un hombre y una mujer, cuando ya no se quieren, sigan viviendo juntos. La unión de los cuerpos debe ser la de las almas, y la mía no va a ti”, le escribió. No obstante, ella nunca pudo romper ese trato. La turbulenta vida de Antonieta encontró aparente tranquilidad cuando conoció al pintor Manuel Rodríguez Lozano, miembro de los Contemporáneos, de quien se enamoró y a quien se entregó en una sumisión lastimera. Su amigo no pudo corresponderle porque tenía otras preferencias sexuales: la misma época le impedía a Manuel ser abiertamente homosexual pero Antonieta le insistía, incluso a sabiendas. A él confiesa la desgana que le produce la vida y deposita en él el sentido de su existencia, por lo que leemos en la correspondencia de ella: “es para usted para quien he vivido, faltando usted sé que mi vida no tendrá objeto”. Antonieta vivía en un constante estado de infelicidad desde pequeña y la idea del suicidio la había rondado varios años atrás. Manuel Rodríguez fue su equívoco soporte sentimental. Tuvieron que pasar meses para que Antonieta escribiera “La mujer mexicana” y los propósitos de su escritura cambiaran. Se le veía animada, estudiaba latín, música y alemán, había terminado un libro que pensó hacer llegar a todos los rincones de Latinoamérica, se encontraba en la planeación de una novela y dejó de cifrar su pasión en los hombres “con la diferencia de que ahora será para hacer arte, obra permanente”. El lunes 10 de octubre de 1930 enlistó y proyectó un futuro con muchos más años de vida. Pero poco prosperaron y quedaron, más bien, a modo de borrador. Fabienne Bradu, su más fiel biógrafa, escribió que el arte más refinado de Antonieta se encuentra en su correspondencia; el resto de su obra no logró ser editada y es probable que su autora no estaría satisfecha de haberla visto así publicada. Sylvia Plath, que nació al año siguiente de la muerte de Antonieta y vivió más o menos el mismo tiempo que ella, escribió en The Bell Jar un hermoso texto sobre un árbol de higos con tantas ramas como caminos de vida, todos ellos brillantes, deseables y exitosos. Ante la dificultad de escoger uno solo se queda atónita y hambrienta, pues “escoger sólo uno significaba perder el resto”, escribe. Antonieta, por su lado, exploró y transitó varios de esos caminos, pero ninguno le pareció certero. Alejada de la vida tormentosa en México, principalmente de su matrimonio con Albert, comenzó Diarios de Burdeos, en los que se propuso escribir con la verdad, pues había desaparecido el miedo de que su marido violara sus más íntimos pensamientos:

Después de un año entero en que la tempestad me arrebató […], después de haberme dejado ir en un desbordamiento que pedía, a gritos, morir, aquí me hallo bajo un cielo gris […]. En mi apartamento actual, enclaustración voluntaria que favorecen las circunstancias, debo (imperativo) concentrarme y crear, convertirme en la primera escritora dramática de Hispanoa­mérica.

Pese a este impulso vital, se desconoce qué atravesó los pensamientos de Antonieta para la determinación de su suicidio; en la última nota de su diario dejó indicaciones para que se cuidara de su hijo y retiró toda responsabilidad a José Vasconcelos, quien nada sabía de lo que haría. Su cuerpo no pudo ser incinerado dadas las condiciones de la muerte y, después de siete años, fue depositado en la fosa común de un cementerio francés. Casi a noventa años de su muerte, el morbo del día en que ella finalizó su paso por el mundo la envuelve en puro espectáculo. Será hora de encontrarla en sus textos, recientemente publicados en dos tomos de Obras completas (Siglo XXI, 2018), de compartirla y replicarla.

Imagen de portada: Manuel Rodríguez Lozano, Los amantes, 1943