La batalla cultural, una pelea por los jóvenes
Leer pdfLa chica ronda los veinticinco años. En el centro de su pecho pendula, hipnótica, una cruz plateada, brillante. Ella, simpática, bella; es una de las jóvenes estrellas de la redes libertarias. Una influencer, es decir, una joven con capacidad de disputar —y sobre todo, de construir— criterios de realidad desde el universo virtual. Se llama Martina León y, en uno de sus videos, se la ve muy desenvuelta, como si la tarea le quedara pequeña, cuando mira directo a la cámara para presentar un nuevo video para su cuenta de Instagram. Es una crítica sobre Adolescencia, la serie que, durante la primera mitad de 2025, fue masiva y popular en Netflix a nivel mundial. La serie —además de su particular modo de filmar todo en plano secuencia— generó preguntas en torno a los adolescentes y al sexo; en torno al bullying y a las redes sociales; a la violencia intra y extrafamiliar; y, además, interpeló a los adultos: ¿qué generación estamos educando?
Pero la chica dice otra cosa, alternativa, incluso —se podría decir— creativa. Un out of the box de ciento ochenta grados. Cita la historia real en la que se inspiraron los creadores de Adolescencia y dice que la plataforma “transformó un crimen brutal en propaganda woke”. Y postuló una pregunta sin otro objetivo que invertir la carga simbólica que sostiene la narrativa de la serie: “¿El mensaje? Los hombres blancos son el problema. ¿Y los inmigrantes violentos? Bueno, son víctimas de la sociedad. Eso no es inclusión, es manipulación ideológica”. Para terminar su crítica, cierra el video con sorna: “Bienvenidos a un nuevo género: ficción inspirada en lo que le gustaría a la agenda woke que hubiese pasado”. Sus cientos de miles de seguidores likean, comentan, exaltados, la ocurrencia del título de la publicación: “Wokeflix”.
El posteo forma parte de una avanzada digital que incluye fábricas de trolls, canales de streaming, influencers de redes sociales, manipulación de información con IA. Es una avanzada en el sentido estricto de la narrativa bélica: un intento de ganar posición en un mapa de guerra. Así lo expresan, lo repiten —sin eufemismos—, desde el presidente hasta los influencers y los protagonistas del principal canal libertario Carajo, que tiene casi 270 mil suscriptores. “Estamos en guerra.”
Muertas las utopías colectivas, el libertarianismo terminó de hundir la daga en el corazón del ideario progresivo y expandió aún más la atomización de la sociedad. ¿Qué lugar ocupa el compañerismo y la lucha colectiva cuando la patronal es un algoritmo y el conductor de un servicio de delivery (de mercancías o de personas) cree ser su propio jefe?
La premisa se cumple obsesivamente y con una disciplina militar con doble dirección. Violencia hacia afuera, para atacar cualquier manifestación que roce las ideas progresistas, de crítica social o alguna narrativa colectivista que invoque principios de tolerancia, empatía o sensibilidad social. Violencia interna para atacar a los propios militantes que intenten criticar la conducción de Javier Milei y su hermana Karina. Ambos movimientos forman parte de un mismo ejercicio. Los libertarios lo definen mediante un concepto ideológicamente ajeno. Le dicen “batalla cultural”, idea elaborada por Antonio Gramsci en los Cuadernos de la cárcel, escritos entre 1929 y 1935, en la prisión de Turi (Puglia), a donde lo confinó el régimen de Mussolini.
Martín Kohan es escritor, docente universitario y un observador lúcido de la sociedad argentina. Para explicar el fenómeno de la utilización de Gramsci por parte de la derecha, dice que lo leen mal porque “‘batalla cultural’ hay toda vez que se intenta constituir una hegemonía política. No es optativo. Es imposible que se constituya una hegemonía económica y política sin batalla cultural”. Kohan entiende que “el mileísmo hace una declamación y una sobreactuación de la batalla cultural […]. Son tan torpes, tan puramente violentos que, incluso en términos de batalla cultural, es muy poco lo que aportan. Es más del orden de la destrucción de las expresiones culturales, que de la construcción de una cultura propia”.
El sujeto político al que los libertarios anudan en esa batalla son los jóvenes, pertenecientes a las clases populares o al sector más rico. Una horizontalidad clasista que pocos detectaron. Y como en cualquier batalla se necesitan enemigos. Acá serán los kukas y los zurdos. La palabra “kuka” (derivado de kirchnerismo, por Néstor Kirchner) se asocia —como identidad política y como adjetivo despreciativo— a la idea de cucaracha como consecuencia de una paronimia evidente, es decir, la asociación de dos palabras por la semejanza en su sonido o en las letras que las constituyen, pero que significan cosas distintas. Kukas, entonces, puede ser todo aquel que no comulgue con las ideas y la ejecución de las políticas de gobierno. Los zurdos, por su parte, pueden ir desde una izquierda general —y la dirigente Myriam Bregman, en particular— hasta una cantante pop, el periodista de un diario barrial, la ONU, Barack Obama o una plataforma de películas y series.
La guerra contra las cucarachas no puede tener ningún reparo, prurito ni tibieza. A las cucarachas se las puede pisar sin remordimiento. Esto, que puede sonar caricaturesco (como sonaba Javier Milei en sus apariciones televisivas), tiene su correlato en la política real. La política económica en curso tiene como objetivo destruir todo el alcance del Estado y denostar cualquier idea de lo público. Uno de los ataques más fuertes lo sufrió el Hospital Garrahan, el principal centro pediátrico que trata e investiga enfermedades agudas y complejas, y que es de acceso gratuito. Con total normalidad, como quien dice que no cree en la astrología o en los Reyes Magos, la senadora libertaria Carmen Álvarez Rivero dijo por estos días: “No creo que los niños argentinos tengan derecho a venir al Garrahan a ser curados”.
La cucarachización aparece como uno de los mecanismos que habilita discursos de odio que, hasta hace algunos años, eran imposibles. Aunque lo pensara, ningún político de la derecha más rancia podía salir a hablar mal públicamente del Garrahan sin que perdiera su lugar en el partido o en el Congreso.
Javier Milei en la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC) en National Harbor, Maryland, 2025. Fotografía de Gage Skidmore. Wikimedia Commons CC 2.0.
Desde 2019, las prácticas mediáticas y virtuales de la nueva derecha comenzaron a dejar de ser exóticas para dar un salto cualitativo y cuantitativo en la Argentina después de la pandemia del covid-19. Lo que al principio, en algunos sectores, generaba indignación, burla o incluso —para algunos dirigentes del Partido Justicialista— una inofensiva oportunidad para deshacerse de la derecha tradicional, en otros se convertía en un espejo de atracción, una opción para salir por arriba del laberinto.
Hasta que de pronto, en una aceleración catastrófica, como en esas películas donde el fin del mundo se precipita de un segundo a otro, por un descuido, el botón incorrecto, una puerta entreabierta, el payaso de la televisión era elegido como presidente. Con la mayor cantidad de votos de la historia, más de catorce millones de votos (55.69 %) y con veinte de las veintitrés provincias, además de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Y el setenta por ciento de los jóvenes de entre dieciséis y veinticuatro años.
Javier Milei, el candidato más exótico, disruptivo, desafiante. Misógino en un contexto feminista; reaccionario en un contexto progresista; violento en un momento de corrección política. Milei representaba todo lo que no se podía hacer, todo lo que no se debía decir. Los valores que alguna vez habían sido revulsivos se institucionalizaron. Contra esa rigidez se levantaron no sólo Milei, sino los mileístas, los jóvenes libertarios. Una rebelión libertaria anclada en los mismos principios que, en los años noventa, destruyeron la Argentina: el libre mercado, la ausencia estatal, el recorte social. Con una diferencia importante. La consigna “batalla cultural” se repite con una monotonía mecánica en la conducción libertaria y aterriza con mansedumbre en sus bases. Aunque la práctica sea más parecida a un proceso de apropiación de políticas culturales progresistas de las que se invierte su carga de sentido y se capitalizan para su propio espacio.
En la campaña actual, de cara a las elecciones legislativas en octubre —la primera gran evaluación de Milei—, el gobierno nacional profundizó este proceso de apropiación al utilizar el mayor símbolo postdictadura: el Nunca Más, título del informe sobre los desaparecidos por la dictadura de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. La frase —propuesta por el rabino Marshall Meyer a raíz de las manifestaciones por el gueto de Varsovia— fue popularizada por el fiscal Julio Strassera durante el juicio a las Juntas Militares en 1985 y se convirtió en un concepto y un límite al avance del autoritarismo, en un motor de los derechos humanos y en una bandera de la democracia. Ahora, el gobierno libertario tomó la misma frase, más bien, el ícono en su totalidad, exactamente con la misma tipografía, para convertir al espacio político opositor en un monstruo. “Kirchnerismo Nunca Más”, dicen los carteles con la propaganda libertaria debajo de los principales dirigentes de ese espacio, retratados como zombis sangrientos.
En un trabajo publicado por el Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, la socióloga Melina Vázquez describe el mecanismo. “Las categorías ‘víctimas’, ‘Nunca Más’ y ‘dictadura’ son movilizadas por militantes de las ‘nuevas derechas’ para construir agendas vinculadas con el presente y para distanciarse de competidores, adversarios y opositores.” Vázquez encuentra el punto de origen entre la resignificación de una interpretación del pasado, que se institucionalizó durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, y la búsqueda del voto juvenil en contraposición de aquella lectura:
A lo largo de su socialización [los jóvenes] se familiarizaron con las interpretaciones que, ahora, movilizan para impulsar candidatos jóvenes en las listas electorales de los partidos de los que forman parte, impulsar el voto joven e instalar sus agendas vinculadas con cuestiones del presente, como la gestión de la pandemia, y con interpretaciones ‘picantes’ sobre el pasado reciente en abierta disputa con las memorias oficializadas durante los gobiernos kirchneristas.
La nueva derecha tomó nota. Para ganar el presente de los jóvenes, hay que disputar la memoria. El proceso de apropiación simbólica aparece, entonces, como un engranaje esencial de la maquinaria electoral, tangible y maciza como cualquier campaña territorial.
Dibujo de Javier Milei durante una transmisión en vivo de TV Pública Libertaria, 31 de julio de 2025.
Salvo en los partidos de izquierda, hasta 2003 la participación política no interpelaba a la juventud. El proceso encabezado, desde ese año hasta 2015, por Néstor Kirchner y Cristina Ferández activó los resortes culturales que estaban al margen de las gestiones gubernamentales. Artistas que siempre habían hecho su carrera por debajo del radar institucional, en el under, ahora eran convocados a actos oficiales, recibían financiamientos, apoyo estatal. La política consustanciada con la cultura fue un hecho maldito para toda la derecha. Logró que músicos, escritores, intelectuales, académicos se adhirieran a un proyecto político que vinculaba la inclusión social con el crecimiento económico. Revalorizó la cultura, el debate intelectual, el interés por los productos nacionales, la revisión de la historia oficial. Por ese movimiento, millones de jóvenes comenzaron a interesarse por la actividad política. Hasta que esas mismas políticas, que habían conmovido a una generación, dejaron de hacerlo y se convirtieron, ante los ojos de los nuevos jóvenes, en panfletos descoloridos que evocaban una época lejana, como una película en blanco y negro.
Y en el medio, la pandemia. El encierro obligado por los gobiernos de todo el mundo, con el fin de evitar la propagación del virus, se montó en un andamiaje virtual que ya había alcanzado la madurez necesaria para reemplazar la estructura social. De pronto, la cuarentena demostraba que se podían hacer las compras, jugar, tener sexo, tomar y dar clases, trabajar, festejar cumpleaños, militar políticamente, tener asambleas de manera virtual. Todo desde la mesa de la cocina. Todo sin salir de la cama. Todo a resguardo de lo colectivo, en la planicie de la soledad y sin la necesidad de (ex)poner el cuerpo. Como un tanque de oxígeno en las profundidades del océano, la conexión al universo virtual se transformó en la única forma de seguir con vida. El desarrollo tecnológico, comandado por los magnates de internet, ya tenía el disco terminado. Sólo había que darle play. El teléfono dejó de ser un medio de telecomunicación para convertirse en un espacio donde interactúan varias plataformas, esto es, un nuevo ecosistema de socialización. La pantallización compite mano a mano con la realidad física en la disputa simbólica para imponer sus propios criterios de realidad. En Argentina, sólo un joven de cada diez se encuentra libre de riesgo adictivo por el uso del teléfono móvil, según el último estudio de la Ciudad de Buenos Aires y la Universidad Católica Argentina.
Para terminar de explicar el escenario, Pablo Semán, estudioso de las nuevas derechas, agrega los problemas económicos. “Son pibes que tienen entre 17 y 24 años y desde hace doce […] viven una crisis en el estancamiento de la economía, en la reducción del PIB per cápita y todo eso tiene consecuencias en el bienestar económico, personal y en el mercado de empleo al que ellos [no] acceden.” La paradoja es que esos jóvenes fueron testigos de un pasado mejor. Explica Semán: “saben que sus padres estuvieron bien y por eso no son antikirchneristas, centralmente, pero también saben que ellos están mal y por eso no son ni kirchneristas ni masistas y son mileístas”.
Cartel de Adolescencia, 2025.
Ya a mitad de la serie Adolescencia, el protagonista —un chico blanco de trece años, hijo de clase trabajadora— expone el núcleo de su conflicto. Su hipersexualización temprana, el rechazo de sus compañeras y la adicción —y la dependencia— al universo virtual lo consumen por dentro. El vacío, la nada, emerge en estallidos de violencia. El incel colapsa.
No es raro que el libertarianismo juvenil esquive el argumento nuclear de la serie y se apalanque de un argumento retorcido para acusar a Netflix de encabezar un complot mundial woke. El mileísmo promete un paraíso gregario jamás imaginado por el joven roto, aislado de sus pares, ninguneado por las mujeres, encerrado durante el covid por el Estado y abandonado después por ese mismo Estado que, lejos de ayudarlo, es responsable, en el caso argentino, del peor de los traumas: la inflación, herramienta de los kukas y el zurdaje para esclavizar al pueblo. Ante la falta de prospectiva, el libertarianismo llega para ofrecerle una salvación rápida y a la mano, como un evangelista de televisión. No necesitás del Estado ni de la persona que trabaja al lado tuyo. Te necesitás a vos mismo. Ya no es “sálvate solo”, sino que ése es el único camino posible.
El coreano Byung-Chul Han entiende que ahora el mundo ha abandonado la narración para consumir datos. Es un mundo de información, sin memoria, ni recuerdos. Adicto a la sorpresa y al estímulo inmediato. En su libro No-Cosas dice que
en la comunicación digital, el otro está cada vez menos presente. Con el smartphone nos retiramos a una burbuja que nos blinda frente al otro. […] Al otro no se le llama para hablar. […] Ya por faltar corporeidad, la comunicación digital debilita la comunidad […] hace desaparecer al otro como mirada. La ausencia de la mirada es también responsable de la pérdida de empatía en la era digital.
Muertas las utopías colectivas, el libertarianismo terminó de hundir la daga en el corazón del ideario progresivo y expandió aún más la atomización de la sociedad. ¿Qué lugar ocupa el compañerismo y la lucha colectiva cuando la patronal es un algoritmo y el conductor de un servicio de delivery (de mercancías o de personas) cree ser su propio jefe? ¿Cómo se le pide a un joven que cuando vote tenga en cuenta al resto de la sociedad, si su estado de ánimo está regido por likes y dislikes?
Imagen de portada: Javier Milei en el festival Viva 22 del partido político Vox, 11 de octubre de 2022. Wikimedia Commons, cominio público.