Internarse en el bosque de las lenguas
Leer pdfMuchas de las narraciones que explican la creación del mundo incluyen árboles como metáforas de ideas y conceptos o como protagonistas de historias llenas de simbolismos que nos vinculan con la esfera de lo sagrado. La metáfora del árbol es algo que se encuentra frecuentemente en los diversos corpus de las tradiciones narrativas de las civilizaciones precolombinas.
Una de esas tantas tradiciones gira en torno a las escenas de la Estela 5 de Izapa. Este monumento, datado entre el 300 a. n. e. y el 50 a. n. e., se halla en un sitio arqueológico ubicado en la región del Soconusco, Chiapas; contrario a lo que podría pensarse, las ruinas no pertenecen a la cultura maya, sino a la mixe-zoque. La estela, con una particular profusión de signos, tiene un árbol en el centro y, según distintas interpretaciones, representa al mundo terrestre que está conectado con el cielo y el inframundo acuático. Otras lecturas han evidenciado la relación que puede establecerse entre las escenas de la estela con los relatos del Popol Vuj, un libro fundamental para los pueblos mayas. Esa intrigante conexión nos habla de cómo los mundos narrativos mesoamericanos se hallan interconectados más allá de las diferencias lingüísticas.
Muchos siglos después de que las personas mixe-zoques crearan la Estela 5, sus descendientes, ya en un mundo colonizado, utilizaron también la figura de un árbol para contar sus historias; en esta ocasión, un ahuehuete, Taxodium huegelii, conocido popularmente como Árbol del Tule, se volvió un símbolo de resistencia. En las narraciones del pueblo mixe, este ahuehuete es el bastón que Kontoy, un héroe mítico, plantó en el suelo después de defender a su pueblo; al partir, el guerrero prometió volver si lo necesitaban de nuevo. Ese bastón se convirtió en el frondoso árbol de dos mil años de antigüedad que está a doce kilómetros de la capital del estado de Oaxaca. Mientras el árbol continúe vivo, la promesa del regreso de Kontoy sigue vigente.
Jimmie Durham, La Malinche, 1988-1991. Todas las imágenes son cortesía de Kurimanzutto, Ciudad de México -Nueva York.
La lengua en la que se cuenta esta historia es el mixe, el cual pertenece a una antigua familia lingüística mesoamericana: la mixe-zoqueana. El Popol Vuj, en cambio, se narró originalmente en k’iche’, idioma que pertenece a la gran familia de lenguas mayenses. Sin embargo, no siempre supimos que el mixe y el k’iche’ pertenecían a grupos distintos y hubo incluso algunos especialistas que los ubicaban dentro de uno mismo.
A la lingüística, que a menudo se presenta como una ciencia, le gusta también hacer metáforas para exponer sus conceptos fundamentales por su gran capacidad explicativa. Quienes se dedican a la rama histórica, por ejemplo, utilizan al árbol para representar las familias; la misma imagen la encontramos en las narraciones sobre el origen de las lenguas que los lingüistas estudian.
Lejos de lo que podría pensarse, las aproximadamente siete mil lenguas que aún se hablan en el mundo no están solamente esparcidas por la faz de la Tierra, sin relación entre ellas. Por un lado, cada una se conecta con sus lenguas vecinas: se influyen unas a las otras, se prestan palabras entre sí y surge lo que la geolingüística ha llamado “fenómenos de área”. Uno de los ejemplos más socorridos para entender esto es el de la palabra “gato”, que es muy similar en diferentes lenguas del área cultural denominada Mesoamérica: en ciertas variantes de mixe es mixt, en hñähñu es mixi, miis en maya y misitu en purépecha, por mencionar algunas. Otro ejemplo se remonta a hace cientos de años, cuando las lenguas mixe-zoqueanas prestaron a las lenguas mayenses la palabra “hueso” (päjk) y, a su vez, en algún punto de la historia, el náhuatl prestó la palabra “canasta” (tsyikew) a una de las variantes del mixe.
Además de las relaciones lingüísticas que se pueden establecer por contacto, las lenguas presentan a su vez otro tipo de relación que no es evidente a primera vista, entre otras razones, porque únicamente logramos observar una parte del ramaje. Si volvemos a la metáfora del árbol, en realidad, sólo podríamos apreciar los bosques lingüísticos —que forman los árboles de tantas familias al juntarse— desde una perspectiva aérea. Sólo veríamos la superficie de las copas sin percatarnos de que al follaje lo sostiene una gran estructura: detrás de cada hoja hay un andamiaje de ramas que salen de un tronco principal, el cual, por su parte, hunde las raíces en la tierra de la que se nutre. De este modo, las hojas, que son las lenguas en la actualidad, no están esparcidas individualmente hasta formar ese tapete de verdor que observamos desde arriba. Para conocer realmente la diversidad lingüística del mundo es necesario bajar a tierra e internarse en el bosque. La lingüística histórica o diacrónica se ha encargado de hacer esa exploración que aún no está del todo concluida.
A Dead Deer, 1986.
El primer descubrimiento de esta disciplina fue darse cuenta de que lenguas distintas podían estar sostenidas por la misma rama que, a su vez, se conectaba a un mismo tronco del que salían otras ramas y, de ellas, otras hojas lingüísticas. Las lenguas de una familia lingüística están alimentadas por la savia del mismo árbol y, en algún momento de la historia de la humanidad, todas las hojas que forman la frondosa copa fueron un mismo brote pequeño que, poco a poco, fue creciendo. Todos los idiomas de un mismo árbol lingüístico fueron una misma lengua que fue diversificándose con el tiempo y en el espacio. En esto las lenguas se asemejan bastante al proceso evolutivo de las especies biológicas, pues se pueden postular ancestros lingüísticos en común, por lo cual los estudiosos de la evolución de las lenguas se han servido de la metáfora del árbol para explicar los cambios.
Intentar saber si en un principio fue un único árbol o más de uno nos remite irremediablemente al origen de la humanidad. La controversia al respecto ha dado pie a innumerables polémicas.
En medio del bosque de la diversidad lingüística, tener la certeza de que dos hojas (lenguas) pertenecen a un mismo árbol, y no a árboles distintos, es un proceso complicado. Al respecto, sostener la existencia de la familia indoeuropea no fue una tarea sencilla. En la actualidad, sabemos que lenguas tan distintas entre sí como el bengalí, el castellano o el danés proceden de ese mismo árbol. Hace aproximadamente cinco mil años el indoeuropeo era una sola lengua y parece haber brotado en los actuales Estados de Ucrania, Armenia o Irán. Las lenguas de esta familia se distribuyen desde Europa hasta Asia.
Si para identificar especies de árboles el estudio de sus hojas es fundamental, lo mismo ocurre en el análisis de las lenguas. Cuando las comparamos o confrontamos sus registros escritos antiguos, podemos descubrir pistas que ayudan a determinar si forman parte de un mismo árbol. Mientras que la relación entre lenguas como el catalán, el portugués y el castellano es evidente, se necesitan muchas más herramientas para sostener que el persa y el catalán provienen de un mismo protoidioma.
A Staff to Mark the Center of the World, 2004.
La lengua sagrada de los textos védicos, el sánscrito, fue fundamental para proponer que idiomas que de entrada parecían muy disímiles pertenecían a una misma familia. En la segunda mitad del siglo XVIII, un jesuita llamado Gaston-Laurent Coeurdoux notó las similitudes entre el sánscrito, el griego y el latín. Otros estudiosos, como el británico William Jones, presentaron evidencias comparativas que configuraron paulatinamente la existencia de un ancestro lingüístico en común. Dado que existían documentos antiguos ya descifrados en griego y sánscrito, la comparación de estados pretéritos de estas lenguas fue básica para comenzar a dibujar el árbol del indoeuropeo. Aun con la gran cantidad de lingüistas y estudios dedicados a las lenguas de esta familia a lo largo de ya varios siglos, la exploración de ese árbol todavía no está concluida; entre otros, siguen vigentes debates sobre si las lenguas afroasiáticas (que incluyen el árabe y otras semíticas) forman parte del indoeuropeo o no.
El estatus político y económico relacionado con las lenguas también influye en el número de trabajos dedicados a explorar los bosques lingüísticos. Es frecuente, por ejemplo, que se dedique menos atención a las lenguas indígenas de cualquier parte del mundo. Las investigaciones sobre los árboles a los que pertenecen lenguas como el mixe y el k’iche’ del Popol Vuj son mucho más recientes que los de las lenguas indoeuropeas; además, pocas veces las hacen sus propios hablantes. El colonialismo ha condicionado también la manera en la que se exploran los bosques de idiomas.
Además del estudio y el desciframiento de escritos antiguos, la lingüística comparativa contrasta las características de los idiomas actuales y trata de inferir un posible ancestro común. En un primer momento, el lingüista estadounidense Edward Sapir postuló la existencia de un único y gran árbol al que pertenecían tanto las lenguas de la familia maya como las de la familia mixe-zoqueana; Benjamin Whorf lo llamó macropenutí y a él pertenecen también las lenguas indígenas que se hablaron o se hablan en Canadá y en los Estados Unidos. No obstante, los estudios actuales coinciden en que es difícil hallar pruebas de que todas estas lenguas conforman una sola familia.
A Project for the Tree at Potolice, 2000.
Más adelante, se postuló la existencia del árbol macromaya, en el cual se incluyeron las lenguas de la familia mixe-zoqueana, las totonacanas y, obviamente, las mayenses; una vez más, se afirmaba que el mixe y el k’iche’ se alimentaban de las mismas raíces y que, alguna vez, hace miles de años, fueron una sola lengua. Sin embargo, de nuevo, trabajos posteriores mostraron que la evidencia no era robusta. Se determinó entonces que las lenguas mixe-zoqueanas conformaban la copa de un árbol distinto al que conformaban las mayenses. A pesar de este acuerdo, la exploración no ha terminado; hace poco, en 2011, lingüistas como Cecil H. Brown y Søren Wichmann propusieron la existencia de un árbol llamado totozoqueano que agruparía las lenguas totonacanas y mixe-zoqueanas. El debate continúa y es apasionado.
Quiero enfatizar que definir el número de árboles lingüísticos que existen en el orbe y determinar a qué árbol pertenece cada uno de los idiomas-hojas que podemos observar desde una vista área es una tarea ardua y pareciera que nunca concluye del todo. Esta expedición nos lleva a una de las cuestiones más importantes de la ciencia: el origen del lenguaje y de las lenguas. ¿No será que todas las lenguas del mundo pertenecen a un solo árbol que, de ser tan alto y de copa tan frondosa, nos complica conocer las características de sus raíces? O, tal vez, con el desarrollo de la especie humana fueron surgiendo aquí y allá, en las primeras sociedades, árboles lingüísticos distintos de los que derivaron las lenguas actuales.
Para decantarnos por una postura se necesita una cantidad de evidencia tan sólida que parece una tarea descomunal. Se requieren no sólo constataciones lingüísticas, sino también biológicas, cognitivas y arqueológicas. Intentar saber si en un principio fue un único árbol o más de uno nos remite irremediablemente al origen de la humanidad. La controversia al respecto ha dado pie a innumerables polémicas; por ejemplo, en 1866 la Sociedad Lingüística de París advirtió en sus estatutos que no aceptaría ningún artículo referente al origen del lenguaje, pues consideraba que la poca certeza daba pie a demasiada especulación. A pesar de los nuevos descubrimientos y de la acumulación de datos, seguimos sin poder contestar a ciencia cierta si existió alguna vez un solo árbol de lenguas; tal vez esto no sea importante, ya que lo fundamental ahora es salvar el bosque de la diversidad lingüística que está cada vez más cerca de la extinción.