dossier Gótico OCT.2025

Julio Cortázar

Notas sobre lo gótico en el Río de la Plata

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Para desconcierto de la crítica, que no encuentra una explicación satisfactoria, la literatura rioplatense cuenta con una serie de escritores cuya obra se basa en mayor o menor medida en lo fantástico, entendido en una acepción muy amplia que va de lo sobrenatural a lo misterioso, de lo terrorífico a lo insólito, y donde la presencia de lo específicamente “gótico” es con frecuencia perceptible. Algunos célebres relatos de Leopoldo Lugones, las atroces pesadillas de Horacio Quiroga, lo fantástico mental de Jorge Luis Borges, los artificios a veces irónicos de Adolfo Bioy Casares, la extrañeza en lo cotidiano de Silvina Ocampo y del que esto escribe, y, last but not least, el universo surreal de Felisberto Hernández son algunos ejemplos suficientemente conocidos por los amantes de esta literatura, quizá la única, dicho sea de paso, que admite ser calificada de escapista stricto sensu y sin intención peyorativa.

​ Tampoco yo puedo explicar por qué los rioplatenses hemos dado tantos autores y lectores de literatura fantástica. Nuestro polimorfismo cultural, derivado de los múltiples aportes inmigratorios, nuestra inmensidad geográfica como factor de aislamiento, monotonía y tedio, con el consecuente recurso a lo insólito, a un anywhere cut of the world literario, no me parecen razones suficientes para explicar la génesis de “Los caballos de Abdera”, de “El almohadón de plumas”, de “Tlõn, Uqbar, Orbis Tertius”, de La invención de Morel, de “La casa de azúcar”, de “Las armas secretas” o de “La casa inundada”, que corresponden respectivamente a los autores antes citados.1

​ He aquí unas pocas páginas sobre mi propia experiencia en un orden de la creación que guarda analogías todavía perceptibles con la dimensión de lo “gótico”. Acaso proporcionen algún elemento útil a la crítica; es la única razón por la cual elijo hablar de mí mismo en este contexto, y referirme de paso a escritores de la literatura universal con los cuales los rioplatenses tuvimos y tenemos un comercio que también puede contribuir a que se entienda mejor nuestra contribución a una línea tan especial y tan fascinante de la narrativa.

​ Salvo que una educación implacable se le cruce en el camino, todo niño es en principio gótico. En la Argentina de mi infancia, la educación distaba de ser implacable, y el niño Julio no vio jamás trabada su imaginación, favorecida muy al contrario por una madre sumamente gótica en sus gustos literarios y por maestras que confundían patéticamente imaginación con conocimiento.

​ Mi casa, vista desde la perspectiva de la infancia, era también gótica, no por su arquitectura, sino por la acumulación de terrores que nacía de las cosas y de las creencias, de los pasillos mal iluminados y de las conversaciones de los grandes en la sobremesa. Gente simple, las lecturas y las supersticiones permeaban una realidad mal definida, y desde muy pequeño me enteré de que el lobizón salía en las noches de luna llena, que la mandrágora era un fruto de horca, que en los cementerios ocurrían cosas horripilantes, que a los muertos les crecían interminablemente las uñas y el pelo, y que en nuestra casa había un sótano al que nadie se animaría a bajar jamás. Curiosamente, esa familia, dada a los peores recuentos del espanto, tenía a la vez el culto del coraje viril, y desde chico se me exigieron expediciones nocturnas destinadas a templarme, mi dormitorio fue un altillo alumbrado por un cabo de vela al término de una escalera donde siempre me esperó el miedo vestido de vampiro o de fantasma. Nadie supo nunca de ese miedo, o acaso fingió no saberlo.

Octavio Becerril, ilustraciones de la serie Gótico sobre el río, 2025. © Del artista.

​ Tal vez por eso, por puro exorcismo y sin clara conciencia de las razones compensatorias que me movían, empecé a escribir poemas donde lo lúgubre y lo necrofílico parecían muy naturales y loables a mi familia (mi madre guarda aún hoy, por desgracia fuera de mi alcance, un poema basado en “El cuervo” de Edgar Allan Poe, que escribí a los doce años, y quizá algunos relatos donde el mismo Poe y el Victor Hugo de Han de Islandia y El hombre que ríe se disputaban los temas y las atmósferas). Nadie cuidaba mis lecturas, que pasaban sin discriminación de los Ensayos de Montaigne a las diabólicas andanzas del doctor Fu-Man-Chú de Sax Rohmer y de un Pierre Loti, caro a mi madre, a los relatos de terror de Horacio Quiroga. Cada vez que veo las bibliotecas donde se nutren los niños bien educados, pienso que tuve suerte; nadie seleccionó para mí los libros que debía leer, nadie se inquietó de que lo sobrenatural y lo fantástico se me impusieran con la misma validez que los principios de la física o las batallas de la independencia nacional.

​ Si todos los niños son góticos por naturaleza, pronto descubrí que la mayoría de mis condiscípulos estaban ya sometidos a las leyes del realismo social; en alguna parte he contado mi desconcierto y mi decepción frente al amigo que me devolvía desdeñoso El secreto de Wilhelm Storitz de Julio Verne, diciendo lapidariamente: “Es demasiado fantástico”. Los cowboys y los gangsters destronaban rápidamente a los espectros y a los lobizones, yo me mantuve solitario en mi reino de medrosos confines, la Edad Media me invadió nocturna y fatídica desde Walter Scott, desde Eugenio Sue (Los hijos del pueblo fue una de mis lecturas más obsesionantes). Nada sabía yo de literatura gótica propiamente dicha, y no deja de ser irrisorio que los grandes autores del género sólo me fueran revelados diez o quince años más tarde, cuando leí en inglés a Horace Walpole, Le Fanu, Mary Shelley y “Monk” Lewis. Preparado por mi infancia, por mi natural aceptación de lo fantástico, de lo uncanny en los libros y en la vida de todos los días, esa grande mala literatura encontró, anacrónicamente, un lector como los de su tiempo, pronto a jugar el juego, a aceptar lo inaceptable, a vivir en un permanente estado de eso que Coleridge llamó suspension of disbelief.

​ Por aquel entonces había empezado a escribir cuentos; una primera serie quedó inédita, pues aunque los temas eran excelentes, el tratamiento literario no los proyectaba con la fuerza que habían tenido en mi imaginación y, contrariamente a la mayoría de los escritores jóvenes, entendí que la hora de publicar no había sonado todavía. Cuando me decidí a dar a conocer algunos relatos, tenía ya treinta y cinco años y muchos miles de libros leídos. Por eso, a pesar de mi interés por la literatura gótica, el sentido crítico me hizo buscar lo misterioso y lo fantástico en terrenos muy diferentes, aunque sin ella estoy seguro de que jamás los hubiera encontrado. La huella de escritores como Edgar Allan Poe —que prolonga genialmente lo gótico en plena mitad del siglo pasado— es innegable en el plano más hondo de muchos de mis relatos; creo que sin “Ligeia”, sin “La caída de la casa de los Usher”, no se hubiera dado en mí esa disponibilidad a lo fantástico que me asalta en los momentos más inesperados y que me lleva a escribir como única manera posible de atravesar ciertos límites, de instalarme en el terreno de lo otro. Pero desde un primer momento, siendo todavía muy joven, algo me indicó que el camino formal de esa otredad no estaba en los trucos literarios sin los cuales lo gótico no alcanza su pathos más celebrado, no estaba en esa escenografía verbal consistente en extrañar de entrada al lector, condicionarlo con un clima morboso para obligarlo a acceder dócilmente al misterio y al espanto.

​ Muy al contrario, lo mejor del legado gótico se manifiesta en nuestro tiempo dentro de una general desinfección de su escenografía desueta, de un rechazo irónico de todos los gimmicks y los props de que se valían Walpole, Le Fanu y los otros grandes narradores góticos. Inútil decir que esta reacción precede con mucho a nuestra época; en pleno romanticismo inglés, Thomas Love Peacock se burlaba ya del género en su delicioso Nightmare Abbey, burla que alcanzó su ápice a fines del siglo en las páginas de “El fantasma de Canterville” de Oscar Wilde. Y sin embargo…

​ El cine, por ejemplo. No creo que el espectador de cine, que naturalmente es también lector de novelas, sufra de un peligroso desdoblamiento de la personalidad, pese a lo cual acepta —yo el primero, y con qué delicia— que la pantalla le presente lo gótico en su forma más cruda, con las atmósferas, los decorados y los trucos más tópicos. Se dirá que ese espectador goza irónicamente de los horrores del vampirismo o de la metamorfosis del licántropo; por mi parte, la ironía es sólo un recurso extremo y de bastante mala fe para que el pavor no se adueñe demasiado de mí, para recordarme que estoy en una butaca de cine. Y cuando veo películas como Caligari, como Frankenstein, como The Night of the Living Bodies, no hay ironía ni distanciamiento que me salve del espanto, de la participación en lo que allí sucede. La escenografía gótica, expulsada de la mejor literatura fantástica de nuestro tiempo, encuentra un extraordinario avatar en el cine; y el niño que sigue ávidamente vivo en mí, y en tantos otros, vuelve a gozar sin los escrúpulos del adulto cultivado, baja otra vez las sombrías escaleras que llevan a las criptas donde espera el horror entre telarañas y murciélagos y sarcófagos.

​ Me alegro de que sea así, porque el cine gótico es como una maravillosa máquina del tiempo que nos devuelve por unas horas a la manera de ser y de vivir de quienes crearon la novela gótica y de quienes la leyeron apasionadamente. Fuera del cine y frente a la letra impresa no es posible ese retorno a una inocencia parcial, o sólo lo es un grado ínfimo. En este sentido pienso en Drácula, la gran novela de Bram Stoker, que a fines del siglo pasado osó escribir un libro aparentemente inadmisible para su época. Basta comenzar la lectura para advertir la diferencia esencial que media entre la óptica de Stoker y la de un Walpole o un Maturin. […] Stoker sabe que la inocencia ya no existe en literatura, pero a fuerza de talento logra en cambio una complicidad y un acatamiento de las reglas del juego que todos los admiradores del conde Drácula le hemos acordado sin vacilar.

​ En una posición completa y lamentablemente opuesta se sitúa la obra de H. P. Lovecraft, cuyo prestigio me ha dejado siempre perplejo. Aunque autor de un relato admirable, “El color que cayó del cielo”, el conjunto de su obra adolece de una visión inaceptablemente anacrónica. Convencido de la validez de sus efectos literarios, Lovecraft es el reverso de Bram Stoker en la medida en que prescinde de toda connivencia con el lector, y en cambio busca su hipnosis con recursos que hubieran sido eficaces en tiempos de Mrs. Radcliffe pero que actualmente resultan irrisorios, por lo menos en el Río de la Plata. La técnica de Lovecraft es primaria: antes de desatar los acontecimientos sobrenaturales o fantásticos, procede a levantar lentamente el telón sobre una repetida y monótona serie de paisajes ominosos, nieblas mefíticas en pantanos mal afamados, mitologías cavernarias y criaturas con muchas patas procedentes de un mundo diabólico. Ahora bien, si la obra de Lovecraft fuera cinematográfica yo la recibiría con considerable espanto, pero como es una obra escrita, la monótona reiteración de su vocabulario pueril y de sus escenarios tópicos basta para despertar mi tedio más invencible.

​ No cabe duda de que en este terreno el sentido crítico frente al cine es mucho menos exigente que en materia literaria. Pienso en la diferencia establecida otrora por Freud en su célebre estudio sobre lo Unheimlich (aproximadamente: lo inquietante, lo que sale de lo cotidiano aceptable por la razón) y que Maurice Richardson trajo a colación en su estudio sobre los admirables cuentos fantásticos de W. F. Harvey. Allí, Freud hacía notar que en los cuentos de hadas se deja automáticamente de lado la realidad para entrar en un sistema animista de creencias que la civilización ha superado ya y que relega a un plano meramente recreativo o pueril. Pero la situación es otra si el escritor pretende moverse en el mundo de la realidad común, pues ahí las manifestaciones extrañas o insólitas, aceptadas de plano en el cuento de hadas, provocan inevitablemente el sentimiento de lo unheimlich, que los ingleses llaman uncanny y que no tiene equivalente preciso en español o francés. Incluso, según Freud, el escritor puede intensificar el efecto de esas manifestaciones en la medida en que las sitúa en una realidad cotidiana, puesto que aprovecha creencias o supersticiones que dábamos por superadas y que vuelven, como los fantasmas auténticos, en la plena luz del día. Lo cual explica, agrega por su parte Richardson, el apogeo de la literatura gótica en el siglo XVIII y de los cuentos de fantasmas en el XIX, pues sólo podían alcanzar su máxima eficacia en épocas supuestamente racionalistas y en las que las supersticiones parecían totalmente superadas.

​ Esta digresión lleva a preguntarse, en lo que toca a lo gótico, si al entrar en un cine no dejamos fuera el aparato cultural duramente impuesto por la escritura desde el primer banco escolar, y volvemos a un estadio principalmente audiovisual que sería análogo al de los niños frente a los cuentos de hadas; después, de regreso a la escritura, el sentido crítico despierta en toda su exigencia, y en mi caso me lleva a rechazar el gran guiñol de un Lovecraft que unas horas antes había aceptado en cualquier buena película de terror.2

​ Para terminar por donde comenzaron estas notas: creo que los escritores y lectores rioplatenses hemos buscado lo gótico en su nivel más exigente de imaginación y de escritura. Junto con Edgar Allan Poe, autores como Beckford, Stevenson, Villiers de l’Isle-Adam, el Prosper Mérimée de “La Venus de Ille” y de Lokis, “Saki”, Lord Dunsany, Gustav Meyrinck, Ambrose Bierce, Dino Buzza­tti y tantos otros constituyen algunas de las numerosas asimilaciones sobre las cuales lo fantástico que nos es propio encontró un terreno que nada tiene que ver con una literatura de nivel mucho más primario que sigue subyugando a autores y lectores de otras regiones. Nuestro encuentro con el misterio se dio en otra dirección, y pienso que recibimos la influencia gótica sin caer en la ingenuidad de imitarla exteriormente; en última instancia, ése es nuestro mejor homenaje a tantos viejos y queridos maestros.

Este ensayo aparece en Cahiers du monde hispanique et luso-brésilien (núm. 25, 1975, pp. 145-151). © Julio Cortázar, 1975, y Herederos Julio Cortázar.

  1. En el primero, caballos mutantes se apoderan de una ciudad, liberada in extremis por Hércules. En “El almohadón de plumas”, una mujer muere de aparente anemia, pero cuando su marido levanta el almohadón del lecho mortuorio, advierte que pesa extraordinariamente… El relato de Borges y la novela de Bioy Casares son universalmente conocidos. En “La casa de azúcar”, alguien que se llama Cristina se ve lentamente sustituida por alguien que se llama Violeta. “Las armas secretas” responde a la misma obsesión, pero en un clima resueltamente trágico. “La casa inundada” nos hace entrar en una residencia donde todo flota en el agua, desde la propietaria en su cama hasta las bujías instaladas en budineras. Quisiera agregar que los antecedentes históricos del género gótico en el Río de la Plata son escasos y en general amorfos; se salvan los nombres de Juana Manuela Gorriti (1818-1892) que, según Jean Andreu, es la que más se aproxima al modelo gótico anglosajón, y Eduardo Ladislao Holmberg (1852- 1937), cuyos textos pasan sin exceso de genio por todas las variantes de lo gótico. 

  2. La escritura, entonces. Sin embargo, ¿cómo conciliar esto con las reservas de los críticos anglosajones acerca de Edgar Allan Poe, que se basan justamente en una escritura que encuentran afectada, pomposa y frecuentemente “corny”, es decir, cursi? Los lectores franceses y argentinos conocimos a Poe en traducción, y en el primer caso el traductor fue nada menos que Baudelaire; paradójicamente, ello puede haber influido en que lo terrible y lo extraordinario de sus mejores relatos nos llegara sin que la inteligencia crítica, y sobre todo estética, sufriera el lastre de una forma defectuosa que, en el peor de los casos, podía achacarse a la traducción. Y sin embargo, comparado con lo obviamente primario de la retórica de un Lovecraft y de sus demasiado frecuentes imitadores europeos, los defectos de Poe se vuelven insignificantes y pertenecen a su tiempo más que a él mismo. Si al releer sus relatos ciertas ampulosidades me parecen evidentes, su efecto es mínimo frente a la prodigiosa fuerza narrativa que hace de “Berenice”, de “El gato negro” y de tantos otros relatos una suma definitiva del espiritu gótico en una época que entraba ya en nuevas dimensiones literarias.