El peso de su propio cuerpo, Buzz Aldrin

Populismos / panóptico / Diciembre de 2022

Saúl Hernández Vargas

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A quienes nunca regresaron. A quienes no les interesa arrojarse al infinito, sino entenderlo y compartirlo.


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No él, sino sus manos: Se convierten en surcos, cráteres y otras depresiones de un paisaje recorrido 47 años antes. Gruesas, con anillos, presionan botones, tiran de palancas inexistentes, sostienen y manipulan objetos que ya solo se conservan en su memoria como piloto del Apolo 11. Y no solo sus manos, sino su cuerpo entero demuestra su voluntad por recordar. Su torso, que dibuja trayectos pronunciados y pendulares, recuerda o hace como que recuerda una gravedad distinta a la del planeta Tierra. Su cabeza, que también dibuja trayectos pendulares, pero más breves, sube, baja, se reclina y hace como si sintiera otra vez la “magnífica desolación” que experimentó primero en el espacio y luego en su regreso a casa. Y sus ojos azules, que se dilatan mientras habla de una hazaña contada mil veces antes, hacen como si tuvieran delante todo lo que vieron el 16 de julio de 1969. A partir de aquí sobran datos: Centro Espacial Kennedy, Cabo Cañaveral en Florida, Estados Unidos, cohete Saturno V, 14:32 horas. Desde ese punto, en ese cohete, a esa hora de la tarde, partieron él y sus dos compañeros de viaje: Neil Armstrong, comandante al frente de la misión, y Michael Collins, también piloto. Buzz Aldrin, nacido el 20 de enero de 1930 en Glen Ridge, Nueva Jersey, hijo de Edwin Eugene Aldrin y Marion Moon, llegó a la Luna el 20 de julio de 1969 y fue el segundo hombre en caminar en ella.

​ “Neil bajó primero —dice Aldrin en una de las tantas entrevistas suyas colgadas en Youtube—, él hizo cosas primero, mientras yo lo observaba desde la ventana”.

​ En esa entrevista tiene 86 años. Como en muchas otras, viste la misma playera negra en que pasado y futuro relumbran juntos: en primer plano un astronauta sorprendido, rígido, sin aliento, mira al infinito; y el infinito se extiende y se duplica en el reflejo de su casco blanco. El astronauta de la imagen es Buzz Aldrin, fotografiado por Neil Armstrong mientras exploraban la superficie lunar, pronunciaban frases ahora conocidas por todos, clavaban una bandera estadounidense en el cuerpo celeste y realizaban experimentos de diverso tipo. Además de la playera negra, Aldrin lleva un saco de color verde; y en sus solapas algunos pines que, como talismanes, conjuran sus años en la academia militar de West Point (Nueva York), sus combates en la guerra de Corea piloteando un F-86 y sus años de astronauta en el programa Apolo.

​ Serio y sin nostalgia, Aldrin asegura que la importancia de dicho programa, que operó entre 1968 y 1972, radica en el alunizaje, no en la caminata. Sin el despliegue tecnológico de las instituciones terrestres, la interacción con el astro no habría sido posible. Y sin la imposición del discurso de lo humano, el cosmos —vasto, inabarcable y lleno de misterio— no tendría sentido. Sin embargo, para Aldrin, para su cuerpo, no importaban ni el alunizaje ni la caminata, sino algo distinto: la reciprocidad fuera de balance de la mirada. Observar y ser observado. El peso de la mirada de Neil Armstrong detrás de su cámara fotográfica. El peso también de la mirada de Michael Collins detrás de la ventana de la aeronave. Y el peso, sin duda, de las 650 millones de personas que observaron la hazaña en televisión, entre las que se encontraban su padre, quien para entonces era viudo, y su esposa, la solitaria y carismática Joan Archer. En una entrevista realizada en 1969 para la revista Life, Joan, quien se dedicaba al cuidado y a la crianza de sus tres hijos (Mike, Janice y Andy), y vivía sola y preocupada por los riesgos de un trabajo como ese, declaró que preferiría que su esposo “fuera un carpintero, un chofer de camiones, un científico o cualquier otra cosa”.

Buzz Aldrin fotografiado por Neil Armstrong, 1969. Project Apollo Archive/Flickr Buzz Aldrin fotografiado por Neil Armstrong, 1969. Project Apollo Archive/Flickr


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20 de julio de 1969. Tras dos horas de caminata, la misión había concluido. Los astronautas alunizaron sin problemas y registraron el suceso. Todo inició y concluyó ritualmente: primero con las palabras casi mágicas que pronunció Neil Armstrong durante el descenso, seguidas por el ritual cristiano de Buzz Aldrin esbozado con los pastores de su iglesia; y finalmente, antes de regresar a la aeronave, con la ofrenda colocada por este último sobre la superficie de la Luna. Un conciliábulo de fantasmas. La ofrenda incluía cuatro objetos: un parche dedicado a los tripulantes del Apolo 1 que murieron durante los ensayos del despegue, una medalla dedicada al astronauta ruso Vladimir Komarov, quien murió durante su regreso a casa, una medalla para el astronauta ruso Yuri Gagarin, el primero en alcanzar el espacio exterior, y un disco de silicón grabado con 73 mensajes de paz de diversas naciones alrededor del mundo, incluidas México y la Unión Soviética. A partir de ese momento, la dimensión transformadora del Apolo 11 adquirió otra talla; y solo entonces el regreso fue entendido como un momento crucial para los tripulantes. Un rito de paso. Aldrin escribió al menos dos libros al respecto: Return to Earth y Magnificent Desolation: The Long Journey Home from the Moon, que funcionaron como cura para sí mismo ante la mezquindad de la NASA en asuntos de salud mental y acompañamiento durante el regreso. Desde 1969 hasta la fecha, Aldrin ha enfrentado el mandato del recuerdo: ha sido obligado a recordar esa otra experiencia de la gravedad, esa forma de negociar con la masa, la densidad y las proporciones de su cuerpo; y sobre todo a responder a la misma y estúpida pregunta en incontables entrevistas: ¿Qué se siente haber sido el segundo y no el primer hombre sobre la Luna?

Sí me pregunté si me hubiera gustado ser el primero. Y llegué a la conclusión de que no lo quise, pues preví todas las responsabilidades que llevaba consigo el primer lugar. […] Pensé que el segundo lugar haría lo mismo e incluso más. Entonces, ¿por qué no ser el segundo en lugar del primero? En ese momento te sientes, o yo me sentí, como si tuviera los reflectores encima, incluso a 240 mil millas de distancia.

dice un Buzz Aldrin tímido y muy rígido, casi desbordado, en una entrevista realizada en 1973 para This Week.

​ El 24 de julio de 1969, como la aeronave en que viajaba, la vida de Buzz Aldrin amerizó de forma brusca, con un grito y con un golpe, cerca de Hawái. Confundido, admirado por las luces de colores que contempló al ingresar a la atmósfera terrestre y maravillado por la imagen del mar como fantasma, del que no percibía ni su olor ni el sonido de su oleaje, tuvo que acostumbrarse otra vez al peso de su propio cuerpo —sus extremidades se sentían como si estuvieran desprovistas de toda capacidad y voluntad para moverse— y luego al de las cámaras y reflectores. Tras ser rescatados, sanitizados, puestos en cuarentena por veintiún días y convertidos en héroes, Aldrin y sus compañeros visitaron veintisiete países, conversaron con jefes de Estado y otras figuras públicas, ofrecieron conferencias en universidades y en otros foros, terminaron reportes científicos que entregaron a la NASA y se enfrentaron a la pregunta de qué hacer: cómo ser otra vez cuerpos y sujetos en el planeta Tierra.

​ Al finalizar una reunión en Washington con el presidente Richard Nixon, Neil Armstrong expresó sus deseos de regresar a la fuerza aérea y Michael Collins pidió incorporarse a la administración pública. Aldrin evitó la pregunta. En ese momento de su vida todo era presente y todo se grababa y exponía frente a las cámaras. Desde que inició su gira con los demás miembros del Apolo 11 sufría depresión y batallaba, como otros en su familia, con el alcoholismo. Su madre, Marion Moon, alcohólica, que vivió con ansiedad y depresión toda su vida, se suicidó un año antes de que este viajara a la Luna.

Buzz Aldrin en la superficie lunar, 1969. Project Apollo Archive/Flickr Buzz Aldrin en la superficie lunar, 1969. Project Apollo Archive/Flickr

​ “Mi nombre es Buzz Aldrin y soy alcohólico y estoy nervioso”. Casi todas sus entrevistas fueron grabadas; incluso aquellas en que se presentó como alcohólico anónimo para inspirar a personas que luchaban contra la adicción. Tras su regreso a la Tierra, participó en proyectos de muy variada índole que incluyeron el trabajo de profesor en la US Air Force Test Pilot School, la escritura de libros cruciales como Return to Earth, la actuación en comerciales de televisión o el diseño de relojes; y sin embargo, nada lo satisfizo. Inició y fracasó en todo.

La influencia del programa espacial sobre mí fue dura —dice Buzz Aldrin en una sesión de Alcohólicos Anónimos colgada en Youtube—. […] Cuando miro hacia atrás puedo recordar algunos periodos de preocupación, ansiedad y miedo bastante inmovilizadores, obviamente no quedé bien, pues no hacía lo que pensé que debería hacer y creía que no estaba a la altura de las expectativas del Apolo.

​ A partir del 20 de julio de 1969 Aldrin se supo observado y enmarcado para siempre como el segundo hombre que caminó en la Luna sin contemplar, quizás por la tristeza, el cansancio o la falta de curiosidad, que la palabra segundo, que viene del latín secundus y se utilizaba sobre todo en el lenguaje de los marinos, estaba asociada a las ráfagas de viento que empujaban y ayudaban al desplazamiento de las embarcaciones. Sin alunizaje, no hubiera habido caminata, es cierto; y sin un segundo hombre sobre la Luna que posara frente a la cámara de Neil Armstrong no habría evidencia material de aquella gesta que no estuviera mediada por la imaginación o el lenguaje. Y sin ese segundo que capturara el horizonte con su casco blanco tampoco podríamos preguntarnos de qué forma se imprime en el cuerpo la exposición al infinito.

Imagen de portada: Buzz Aldrin en la superficie lunar, 1969. Project Apollo Archive/Flickr