Caligrafía cetácea

Lenguajes / dossier / Julio de 2019

Ariel Guzik

¿Cómo se comunican los lobos, los halcones o las ballenas azules? ¿Cuál es el lenguaje de los insectos y las plantas? Nuestros ancestros lo sabían. Coexistían con ellos. Ahora, inmersos en nuestro autismo antropocéntrico, lo hemos olvidado. Si de verdad los escucháramos, enmudeceríamos. Quizá sea más asequible inventar lenguajes para hablar con otros seres de la Tierra que tratar de descifrar o emular sus propias expresiones u obstinarnos, como sucede en algunos casos, en que ellos imiten las nuestras. Un buen comienzo sería propiciar un cruce cordial de miradas sostenidas en silencio. Desde hace tiempo busco alguna forma de comunicación con los cetáceos. Posar mis ojos en ellos y abrir mis oídos serena mi corazón en estos tiempos en los que percibo la zozobra de la vida en la Tierra. La existencia de esos seres legendarios, grandes poseedores de conciencia y de memoria me hace sentir a salvo y me he acercado a ellos con meditada sutileza. No es mi intención agravar la situación con manifestaciones estridentes; la vida en el mar, al igual que aquí, está en peligro. Sólo busco enviar una señal de reconocimiento y de concordia a nuestros ancestros que migraron al océano. Esta historia comenzó hace unos quince años, una noche de invierno, mientras dormía. Me soñé a bordo de un tren repleto de pasajeros cuyos aspectos y vestimentas me confirmaban que viajaba en algún lugar de Europa del Este, por ahí de los años cuarenta. Los pasajeros me parecían sombríos y poco expresivos, con excepción de una chica de ojos sonrientes y humedecidos que se encontraba absorta en la lectura de una carta. Era un vagón con pocos asientos, así que la mayoría íbamos de pie. A mi lado viajaba una familia. La madre, una mujer robusta de piel rosácea, cargaba una pesada canasta llena de panes, pescado ahumado, vino rojo y embutidos. Su marido, un hombre de mirada ausente y rostro frío y gris, como su sombrero y su pesada gabardina, agarraba de la mano a un niño pecoso, de anteojos gruesos, ropón holgado y aspecto descuidado que no dejaba de contemplar boquiabierto el protagónico ventilador que zumbaba con energía en el techo de la cabina.

Nave de deriva, 2017. Dibujo de Ariel Guzik

Llegando a la estación se abrieron las puertas y descendí para dirigirme al túnel de acceso restringido ubicado en el fondo del andén. Caminé decididamente y conforme dejaba atrás la estación y penetraba en la penumbra del túnel, los sonidos de las multitudes y de los altavoces se fueron desvaneciendo y transformando en ecos, aunados a otros de bocinas de ferrocarriles, ladridos de perros y misteriosos cantos muy lejanos. Caminé largo rato. Ya adentrado en la oscuridad del conducto, vislumbré un resplandor verde-azulado. Me dirigí hacia una enorme claraboya de cristal y bronce por la que pude contemplar un imponente paisaje submarino. Pasaron frente a mí un par de ballenas de apariencia y talla majestuosas. Entendí entonces que esos cantos lejanos provenían del mar. Seguí caminando y hallé una puerta entreabierta que daba a una pequeña y cálida recámara llena de juguetes iluminada por una tenue luz ambarina. Entré. La habitación tenía un aroma a perfume acaramelado que excitó mi memoria. Los ecos lejanos de trenes y cantos de ballenas apenas se insinuaban ya en el profundo y serenísimo silencio. Sentado en un tapete jugaba un niño pelirrojo, cíclope, de unos cinco años de edad, cuyo enorme ojo verde olivo, situado al centro de su rostro, le confería un encanto especial. Era mi hijo y encontrarlo me llenó de alegría. Extendió sus brazos dirigiéndose a mí. –Papá, ¿por qué esos sonidos me dan como… como tristeza? Lo abracé con fuerza. Reconocí su naturaleza melancólica. Ese sueño me trasladó a Polonia, cuna de mis ancestros. Aunque resulta obvio, tardé días en darme cuenta de ello. Quizá nunca antes había puesto demasiada atención en los asuntos del pasado, soy mexicano y poco sé sobre Polonia. Lo cierto es que fue un gran sueño, inspirador, lleno de señales que apuntaban a los lugares de la imaginación donde me siento plenamente confortado. Las ballenas aparecieron como un milagro, y al ser acompañadas de los trenes, la nostalgia, la chica de los ojos preciosos, el túnel, el eco y la claraboya submarina, se volvieron mandatos, motivos para emprender una gran aventura. Estaban también ahí los juguetes, los murmullos y la recámara de un niño melancólico. Y ya en el traspatio del sueño, al fondo del túnel, ahí donde desembocan los perros, habitarían quizá los alienígenas: los calamares gigantes, las sirenas y los cachalotes de las zonas abisales. Al poco tiempo de ese sueño, aún inmerso en el pasmo y atrapado en los temas de los ancestros, la soledad cósmica y la memoria que me evocan las ballenas, un grupo de amigos y yo organizamos nuestra primera expedición a una bahía del Pacífico en Baja California Sur, en busca de un encuentro con ballenas grises y delfines. Fue una experiencia entrañable. Prevalece hasta ahora su efecto de encantamiento. A partir de entonces hemos tenido muchas prácticas en expediciones a ése y otros mares. Ha sido enorme el esfuerzo de todos para sostener y dar forma a esta historia. Es un trabajo colectivo. Buena parte del proceso ocurre en el laboratorio, en el imaginario y en los sueños; también es demandante la logística y laboriosa la construcción de complicados instrumentos. Los encuentros presenciales con cetáceos han sido vivencias esporádicas, valiosas e indelebles. Algo muy notorio es una extraña sensación de continuidad en los eventos y su similitud a los sueños que usualmente los anteceden. Los lugares en los que hemos trabajado han sido en costas de Baja California, Costa Rica y Escocia, así como en el río Ganges, en India. En esos escenarios de encuentro se decanta un lenguaje, al tiempo en que se sublima un deseo. Tengo claro que buena parte de lo que ahí me acontece habita en mi imaginación y se sustenta tan sólo en mis propios anhelos. Ésa es una libertad que me otorga investigar al margen de las obligaciones de la ciencia. A fin de cuentas toda forma de lenguaje implica en algún punto un desencuentro. Su incompletud y agotamiento motiva a la invención de nuevas voces. Un hallazgo afortunado de este proceso ha sido el de la caligrafía cetácea. Se trata de un idioma formado por signos primitivos, ideogramas y poemas caligráficos. Representa enunciados y a la vez partituras. Sus caracteres aparecen en mis sueños con cetáceos y viven en un lienzo generador de imaginario que es telón de fondo permanente de esta aventura. Podría decirse que son visiones. También son una práctica, una forma de oración que esboza y reitera esta búsqueda de intercambio con esos seres que habitan el mar. Algunos de los ideogramas son figurativos, otros muestran trayectorias de señales que se despliegan en el tiempo o que representan la superposición o el cruce de dos ondas armónicas, voces en direcciones perpendiculares. Unos más pueden mutar sus formas o mostrar repeticiones según la intensidad, densidad y ritmo de oscilación de elementos como la electricidad, el magnetismo, el sonido, el caos y el tiempo, o según la dinámica de señales atmosféricas como las del viento, la marea, las olas, las nubes y el sol. En todos los símbolos subyace un fondo afectivo y una invitación al encuentro entre formas de conciencia marcadamente diferentes.

Jardín del cachalote y poema cetáceo, 2019. Dibujo de Ariel Guzik

El poema que acompaña el dibujo de está compuesto por la secuencia de nueve ideogramas: ballena, mar, mar, mujer, tierra, canto, tiempo, fuerza y sol. Los cetáceos viven en un universo sonoro. Los que son dentados, como los delfines, las orcas y los cachalotes, poseen sonares prodigiosos en sus cráneos. Ven el mundo a través de los ecos de sonoridades que ellos mismos emiten: ven con sonido. Las expresiones vibratorias de sus cráneos crean una suerte de sinestesia. Y así también es sonora la forma en la que entre ellos se describen el mundo, al parecer lo que ven unos lo ven los otros, además se reúnen a intercambiar extraños lenguajes de ecos y proyectan espacios construidos con sonidos. Los cetáceos no dentados poseen la virtud del canto. Las plegarias infrasónicas de las ballenas azules y los himnos y coros de las jorobadas (que quizá fueron confundidos con cantos de sirenas por Ulises) o los rugidos ancestrales de las ballenas grises son lenguajes y también, si se considera la enorme permeabilidad sonora del mar, formas inverosímiles de sonares. Esos cantos abarcan extensiones oceánicas, al igual que sus ecos. Esa particularidad de los cetáceos, en la que expresión y visión conforman un mismo proceso circular, inspiró la creación de Nereida, una cápsula submarina tubular de cristal de cuarzo fundido y bronce, en cuyo núcleo radica un instrumento de cuerdas. Su naturaleza constituye en sí misma un lenguaje material, un manifiesto de eco ante aquellos seres marinos que se expresan y ven con sonido. Un poema. Una serie de enunciados contenidos unos dentro de otros. La propiedad cristalina del cuarzo y su resonancia armónica buscan representar, ante la mirada del sonar, el Brillo. Sus cuerdas reverberan, formando un eco inédito que no proviene de acantilados lejanos sino del interior de la cápsula radiante de cuarzo. Así, el eco de las cuerdas enuncia: Espacio. Espacio que emana del brillo. Y las cuerdas están afinadas y sus resonancias armónicas enuncian: Belleza. Entonces Nereida manifiesta algo que podría describirse como: Belleza que emana de la propia visión del cetáceo que mira el objeto radiante.

El enunciado de Nereida, caligrafía cetácea, 2019. Dibujo de Ariel Guzik

Los encuentros de Nereida con cetáceos suelen producir una música sutil, de singular belleza. A esa forma de armonía que refleja la mirada misma la he nombrado resplandor narciso. Una manifestación musical especialmente bella de Nereida se forma cuando ella replica con un canto la mirada sonar de un delfín y a su vez ese canto es acompañado por el de una ballena que lo escucha y responde con su propia voz. Por otro lado, como individuo, cada delfín ha desarrollado su propia forma de mirar y provoca una respuesta sonora, única y peculiar, en Nereida. Nereida propone reinstalar el encantamiento en el mar. Holoturian, otro de nuestros utensilios, es una cápsula submarina de hierro sólido decorada con diversas inscripciones en caligrafía cetácea. Es una nave pesada, habilitada para sumergirse a grandes profundidades. En contraste con su estructura externa, que es sólida y está blindada, su interior es una cálida cámara de maderas de encino capaz de albergar dentro de sí una pequeña planta viva y un instrumento de cuerdas hecho de maderas de maple y pinabeto. El habitáculo tiene las condiciones de iluminación, temperatura y ventilación necesarias para mantener a salvo la planta durante largo tiempo. La cápsula no tiene ventanas. Ha sido concebida para emular una crisálida. La planta que la habita representa el alma, la fragilidad resguardada, la belleza de la Tierra puesta a salvo y la sobrevivencia. También se relaciona con lo invisible, la vida del interior sólo puede ser soñada o imaginada: excita y alimenta la materia onírica que ha sido la fuente de esta experiencia. Holoturian ha descendido una sola vez en el mar, en San Juan de la Costa, Baja California Sur. En su difícil y accidentada estancia, fue visitada por dos delfines que escudriñaron con detalle la cápsula y sus inscripciones, dialogaron largamente con ella y entre ellos, y se fueron. Segundos después se rompió un amarre y perdimos una de las plomadas del lastre. La cápsula regresó a nuestras manos.

Cápsula Holoturian en su primera expedición, San Juan de la Costa, Baja California Sur, 2018. Fotografía de Raúl González

Cápsula Nereida, isla Espíritu Santo, Baja California Sur, 2007. Fotografía de Raúl González

Esta aventura náutica toma ahora un nuevo curso. Hemos avanzado en la construcción de una embarcación submarina tripulada. Se trata de una nave de deriva. No tendrá timón ni motor. Será una nave sólida y está diseñada para navegar en silencio por las corrientes marinas junto con el necton y el plancton que sustentan la vida marina. Quizá derivar sea para mí ahora la forma más segura de transitar, de romper certezas y de propiciar encuentros. Hay en la idea de esa travesía sin rumbo una paradójica sensación de sobrevivencia. Vive ahí una fuerte esperanza.

Imagen de portada: Ballena gris en los primeros encuentros, bahía Magdalena, Baja California Sur, 2002. Fotografía de Raúl González