Virginia Woolf, una extraordinaria lectora común (a cien años de su primer Lector común)
Leer pdfEn una carta del primero de febrero de 1941, escrita desde Sussex —refugio provinciano al que la orillaron los bombardeos alemanes—, Virginia Woolf comparte con su amiga Ethel Smyth el proyecto que la sostenía en aquellos tiempos inciertos: un recorrido por toda la literatura inglesa. “Para cuando llegue a Shakespeare”, comenta con su característico humor mordaz, “las bombas habrán caído sobre nosotros. Así que me inventé una linda escena final: me esfumaré leyendo a Shakespeare, habiendo olvidado mi máscara antigas”. Luego añade, “gracias a Dios que nuestros padres nos legaron el gusto por la lectura. Así, en vez de pensar que para mayo estaremos […] bueno, no importa dónde […] más bien me digo que en tres meses habré terminado con Ben Jonson, Milton, Donne y todos los demás”. Estas frases, empapadas de la ácida entereza de la escritora, delatan la centralidad que tuvo la lectura a lo largo de su vida: una tabla de salvación en un mar a punto de engullirla.
La lectura, como ancla, medio de flotación y forma de llevar la vida es un motivo recurrente en la obra de Woolf. En sus ensayos, cartas, novelas y diarios, leer permite desdoblarse en múltiples vidas y subvierte la lógica cronotópica que limita tal posibilidad en la realidad. Al estar emparentada con lo vital, la lectura, para la escritora inglesa, es también una práctica cotidiana desprovista de pompa y circunstancia. De ahí que El lector común sea el título con el que reúna, en 1925, su primer volumen de ensayos, compilados a partir de publicaciones dispersas en suplementos culturales a lo largo de los años. Esta sencilla frase nominal, “el lector común”, no encierra ironía ni falsa modestia: es una declaración de principios. Disfrutar de la literatura no precisa erudición, sólo curiosidad, franqueza, humildad y, sobre todo, disposición a dejarse invadir por la lectura. La expresión, además, también es un guiño tributario al escritor dieciochesco Samuel Johnson, quien la usó para referirse a quienes, sin formación académica ni pretensiones intelectuales, leían con pasión y apertura. Y es que, más allá de la alfabetización y la fluidez adquirida por repetición, para Woolf la lectura no requiere la rigidez de la crítica profesional. Ésta, en su opinión, entorpece el goce genuino que nace del abandono momentáneo de la identidad, del asombro ante una frase precisa o una imagen perfecta. De ahí su rechazo a los middlebrow, contra quienes arremete en una pieza póstuma de La muerte de la polilla y otros ensayos (1942). Estos representantes del saber institucionalizado no eran, a su juicio, puentes útiles entre escritores consagrados (highbrow) y el público general (lowbrow), sino que contaminaban a ambos de inseguridad y esterilidad. Al retomar la idea de Johnson como principio organizador, lo “común” no alude a lo vulgar o menor, sino a lo esencial.
Portada de libro de Virginia Woolf, The Common Reader, The Hogarth Press, Londres, 1925.
En El lector común, el diálogo se convierte en hilo conductor: una ilustración de la bidireccionalidad de la lectura y la escritura a través del tiempo. Enmarcado en la noción de la lectura intuitiva y omnívora, el conjunto de ensayos sugiere cómo, qué y por qué leer, cual brújula que guía la travesía literaria y apunta hacia la formación de un archivo personal. El libro propone, entonces, una historia literaria que, aunque cronológica, no es jerárquica ni pondera un canon. Respecto de la visión de T.S. Eliot en La tradición y el talento individual (1919), en donde la historia de la literatura es una lucha entre egos —un festín caníbal en el que las voces más aptas sobreviven tras devorar a otras—, El lector común parece avanzar en contrasentido. Incluso cuando retrata figuras canónicas como las de Chaucer, Montaigne o Defoe, Woolf no busca reafirmar su estatura, sino destacar ángulos oblicuos, personajes secundarios o pistas ocultas. Así, en textos como “Los Paston y Chaucer”, los reflectores recaen menos en el poeta medieval que en Margaret Paston, quien administra su hogar y escribe cartas sobre sus preocupaciones cotidianas, las cuales, revividas por la imaginación de Woolf, se convierten en una ventana a la vida de una familia terrateniente pero empobrecida; por otro lado, el hijo de la señora Paston, Sir John, lee a Chaucer y halla en la literatura una fuente de placer. En “Los extraños isabelinos”, que forma parte del segundo tomo del Common Reader (1932), en vez de centrarse en los grandes poetas Spenser o Sidney, se vale de los apuntes de Gabriel Harvey para ofrecernos una instantánea de Mercy, la hermana del escritor, ordeñando vacas en el campo y ruborizada de pronto porque el viento le arrebata el sombrero. Leyendo a contrapelo, Woolf toma de la mano a quienes quedaron en las sombras de la historia y les permite brillar con luz propia.
En “¿Cómo debería leerse un libro?”, ensayo que cierra el segundo volumen, Woolf escribe, ostentando de nuevo ese humor tan suyo, que “la mayor parte de cualquier biblioteca no es sino el registro de esos momentos fugaces en la vida de hombres, mujeres y burros”, o vacas, podríamos agregar, si volvemos a la imagen pasajera de la bella Mercy. Con el tiempo, añade, toda literatura “acumula su montón de desechos, su registro de instantes desaparecidos y vidas olvidadas, contadas con acentos vacilantes y débiles, que han perecido”. Y, sin embargo, quien se entrega al placer de escarbar entre los escombros podrá gozar de un banquete rico en matices y entender más cabalmente lo que nos configura como parte de la humanidad. Esta forma de lectura recolectora no puede ocurrir en los recintos sagrados de Oxbridge (sitio imaginario que conjuga, por medio de un acrónimo, el prestigio y la pretensión intelectual de Oxford y Cambridge). Ahí, la policía del pensamiento se niega a dar posada a la lectora común, la narradora de Una habitación propia (1929), en la morada sacrosanta del saber. Para los encuentros que propone Woolf, resultan más propicios los archivos locales y las bibliotecas con anaqueles desordenados y polvorientos donde reposan los marginales, “los oscuros”.
Portada de libro de Virginia Woolf, The Common Reader: Second Series, The Hogarth Press, Londres, 1932.
Para la autora, esos lugares equivalen a sepulcros de papel, de donde se dispone a resucitar a estos personajes secundarios de la historia que tilda de esa evocativa forma en “Las vidas de los oscuros”, ensayo situado en el corazón del volumen inicial de El lector común. Allí, armada de nuevo con su ácido humor, se caracteriza como una quijotesca enmendadora de los entuertos del canon, “una redentora que avanza, antorcha en mano, a través del páramo de los años para rescatar a algún fantasma varado”, atrapado en —o arropado por— esos tomos que “duermen en los estantes, recostados unos contra otros, como si el sueño les impidiera mantenerse en pie. Sus lomos se deshacen; sus títulos, a menudo, han desaparecido”. Esta imagen de cruzada serio-cómica al rescate de los somnolientos oscuros que, como muertos resucitados, van dejando trocitos de sí al levantarse de la tumba, resume una de las grandes misiones de Woolf al escribir: revivir y dar voz a los olvidados, detenerse en detalles menudos. Tal labor subyace en sus numerosos ensayos sobre la lectura —“Leer”, “Las horas en una biblioteca”, “La vida y el novelista”, “Facetas de la narrativa”, “Sobre releer novelas”—, en sus biografías heterodoxas, Orlando (1928) y Flush (1933), y, de manera más sutil, en novelas como El cuarto de Jacob (1922), Al faro (1927) y Las olas (1931).
En Mal de archivo (1996), Jacques Derrida retoma la escena de Hamlet en la que Marcelo ruega a Horacio que hable con el fantasma: “háblale tú, Horacio, que eres un erudito”. A partir de esta frase, el filósofo francés sugiere que la tarea de los académicos del porvenir será justamente ésa: aprender a conversar con espectros. Woolf parece anticipar esa intuición, aunque renuncie a la etiqueta de erudita en favor de la de lectora común. Como el Horacio shakespeariano, se apresta a charlar con los muertos y permitir que los del librero más recóndito —“la señora Pilkington, el reverendo Henry Elman, la señora Ann Gilbert”— puedan también decir lo suyo. Como lectora, la escritora se define como médium que escucha y a la vez permite que esos otros la habiten. Nos invita a imaginar que esas ánimas yacen “esperando, suplicando, olvidadas, en la creciente penumbra” y que, cuando oyen que alguien se acerca, “se agitan, se arreglan, se engalanan. Viejos secretos asoman a sus labios, a sabiendas de que, muy pronto, el divino alivio de la comunicación volverá a ser suyo”. La lectura es, pues, la chispa vital que galvaniza el espíritu de los cuerpos de papel.
Virginia Woolf, “Donne”, Libreta XIX [The Common Reader (1925)], 1922-1924, p. 18. Woolf Notes, King’s College, Londres.
Pero, para Woolf, el diálogo con los fantasmas no se reduce a un ejercicio romántico o nostálgico: es también un acto que detona las reflexiones políticas que caracterizan su obra. Así, en otro ensayo de la segunda serie de El lector común, dedicado a la isabelina Dorothy Osborne, nos vemos tentadas a reconocer la semilla de lo que sería uno de los ensayos seminales del pensamiento feminista moderno en una nota aparentemente trivial sobre la delgadez de las paredes de la casa de John Donne. El escape del poeta a “un alojamiento o pequeño apartamento en el Strand” (detalle que Woolf añade en un cuaderno personal no publicado en vida), donde pudiera evadir el llanto incesante de sus críos para escribir en soledad, ilustra por contraste la imposibilidad de que una mujer dispusiera de un espacio equivalente: una habitación propia —ésa que le falta a Judith, la hipotética hermana de Shakespeare, en aquel célebre ensayo.
En Una habitación propia, Woolf articula cómo las condiciones materiales inciden de forma negativa en las oportunidades de profesionalización literaria de las mujeres, al tiempo que explicita una idea ya esbozada en El lector común: la necesidad de construir un archivo de lecturas desde el cual rescatar las vidas que se intuyen en los libros consagrados. “Lo que una desea”, escribe en Una habitación propia, “es un cúmulo de información […], hechos históricos [que] deben estar consignados en algún lado, seguramente en registros parroquiales y libretas contables […]. Y es que a menudo se les vislumbra en las biografías de los grandes, deslizándose hacia el fondo”. Con voz espectral, Woolf lega su anhelo de crear ese otro archivo de voces fantasmales a los lectores, a las lectoras, del futuro.
Virginia Woolf, “Twelfth Night”, Libreta XIX [The Common Reader], 1922-1924, p. 20. Woolf Notes, King’s College, Londres.
Si bien ese registro de voces marginales quedó materializado en la vasta obra ensayística y narrativa de la emblemática autora, quienes vivimos en esta época tenemos la fortuna de poder acceder, no sin una buena dosis de paciencia y dificultad, a su universo lector gracias al archivo digital Woolfnotes, que pone al alcance de un público global unas siete mil páginas que documentan sus prácticas de lectura. Lo notable del repositorio no es sólo su magnitud, sino el giro que ofrece sobre esta ensayista, quien reaparece caracterizada, por sobre todas las cosas, como una gran lectora. Curado a partir de temas y cronología, el archivo revela la poética lectora común de Woolf: un ansia de saber y un menú ecléctico —biografías, ensayos científicos, historia, prensa, relatos de viaje, catálogos— en el que no hay jerarquías. Ese ávido apetito se vislumbraba desde su infancia, si hemos de creer la anécdota que le relata a Vita Sackville-West (en una carta del 19 de febrero de 1929) sobre cómo su padre, Leslie Stephen, en un raro gesto de admiración, notó con entusiasmo: “¡válgame, criatura, cómo devoras [libros]!”.
La grandeza de Woolf como lectora reside, en buena parte, en entender el vínculo de la literatura con la existencia, en ir más allá de recibir y absorber textos, voces e imágenes, para dialogar con ellos y reinventarlos. En su obra, experiencia, lectura y escritura forman un triángulo perfecto cuyos vértices tiran en direcciones diferentes. La vida invita a andar por el parque, a observar las alas de las abejas sobre las jacarandas, a poner en movimiento los músculos de las piernas. “¡Qué delicia dejar de leer y mirar hacia afuera!”, exclama Woolf en otro ensayo de El lector común. Leer, escribir y detenerse a pensar son momentos de suspensión, renuncias momentáneas a la vida activa. Pero Woolf reconoce una y otra vez que, para que la vida deje su fantasma, hay que leerla y también escribirla.
Las traducciones de las citas de Woolf que aparecen en este ensayo son de las autoras.
Imagen de portada: Portada de la Libreta XXXI [Modern Novels (Joyce)] de Virginia Woolf , 1919. Woolf Notes, King’s College, Londres.