dossier Nacionalismos DIC.2025

Fernando Vizcaíno

El auge del nacionalismo y la reapropiación de la contracultura

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El nacionalismo se fundamenta en el sentimiento de pertenencia comunitaria y en el orgullo de una identidad colectiva, dos pulsiones humanas profundas que convierten la abstracción de la idea de nación en una experiencia colectiva. Por eso la nación es tan antigua como el primer grupo humano reunido en torno a un fuego común; a partir de lo cual, poco a poco, se gestaron creencias y relatos compartidos y las primeras instituciones, resultado de la necesidad de organizar y recaudar impuestos. El Estado fiscal es un proceso histórico que acompaña la transformación de la imaginación colectiva en una entidad política duradera. No obstante, el Estado nación se consolidó hasta los siglos XVIII y XIX mediante la unificación de territorios fragmentados (Alemania e Italia), la emancipación de imperios (Estados Unidos y las repúblicas hispanoamericanas) y la centralización administrativa (Francia y Japón). Esta forma de organización política, a su vez, impulsó el nacionalismo y el orgullo patrio, los cuales se constituyeron como fuerzas de legitimación de los nuevos Estados, redefiniendo así el orden global. Un ciclo histórico y simbólico: la patria crea el Estado y, al hacerlo, se crea a sí misma.

​ Si la pertenencia es el vínculo que nos hace parte de un “nosotros”, el orgullo es el corolario emocional que lo confirma y que se manifiesta en celebraciones públicas: la bandera que se iza, el himno que estremece y el grito patriótico que congrega. Sin embargo, aquí yace una dialéctica peligrosa: el mismo sentimiento que forja una cohesión entre los individuos muta con facilidad en arrogancia frente a lo ajeno o en defensa agresiva contra otros pueblos.

​ El orgullo que une, divide; y el amor a lo propio, excluye. Esta paradoja implica varios tipos de violencias: la simbólica (el muro como amenaza), la legal (leyes antiinmigración) y la existencial (la negación del otro como igual). Es irrefutable que la afirmación de la identidad conlleva un peligro: para que “nosotros” existamos, “ellos” deben dejar de ser plenos.

El nacionalismo radical se halla ligado a una identidad nacional que interrumpe violentamente un orden percibido como amenazante. Así como la Francia revolucionaria, la China maoísta, la Rusia bolchevique o el México guadalupano forjaron su relato oponiéndose a órdenes previos, el nacionalismo contemporáneo se alimenta de la herida abierta de la globalización, caracterizada por la migración masiva, la pérdida de soberanía y la erosión de las identidades locales.


​ No debería, entonces, asombrarnos el resurgimiento, en el siglo XXI, del nacionalismo radical, xenófobo y expansionista. La pregunta es por qué ha encontrado eco. Aunque no hay respuestas exhaustivas, destaca una observación inicial: el nacionalismo radical se halla ligado a una identidad nacional que interrumpe violentamente un orden percibido como amenazante. Así como la Francia revolucionaria, la China maoísta, la Rusia bolchevique o el México guadalupano forjaron su relato oponiéndose a órdenes previos, el nacionalismo contemporáneo se alimenta de la herida abierta de la globalización, caracterizada por la migración masiva, la pérdida de soberanía y la erosión de las identidades locales. Líderes como Putin, Trump o Marine Le Pen y Giorgia Meloni encarnan esta interrupción. Javier Milei, además, tiene otro matiz: promete demoler parte de la estructura del gobierno (ministerios, programas sociales, empresas públicas, etc.) para reconstruir un ideal de país basado en la libertad individual, los valores tradicionales y un sentido de comunidad nacional. En cualquier caso, todos ellos ofrecen certidumbre identitaria frente al cosmopolitismo desarraigado, actualizando el viejo ritual de construir un “nosotros” (excluyente) que se opone a un “ellos” (real o imaginado).

El nacionalismo como performance

Más que la exaltación de la nación, el nacionalismo es su exaltación performativa. El performance es un conjunto de acciones que, al tiempo que comunican un mensaje, producen una realidad. Cada vez que se canta el himno o se ondea la bandera no sólo se expresa orgullo, también se genera. La nación se piensa, se siente, se canta y se defiende. Y en ese cantar se sigue creando.

​ El performance nacionalista, ante todo, recrea la figura del enemigo y define ese “ellos” que no somos “nosotros”. El himno nacional constituye un ejemplo universal de lo anterior; en cada canto, los hijos soldados interrumpen el orden opresor. En La marsellesa, que esconde el terror de la guillotina, el pueblo se alza contra el viejo régimen y en la Marcha de los voluntarios de China, la interrupción es antiimperialista: “¡Levantaos, aquellos que rehúsan ser esclavos!”.

​ El antiimperialismo mexicano adopta otra forma. La figura épica del soldado-hijo del himno nacional ha dado paso a la del migrante en Estados Unidos, cuya resistencia no se ejerce en el campo de batalla. No existe, en realidad, un movimiento con peso político en ese país que abogue por devolver a México los antiguos dominios perdidos en 1848 (como cree el conspiracionismo del nacionalismo anglosajón); en cambio, hay grupos que procuran la preservación de su cultura, la cual va echando raíces mientras se expande. La presidenta Sheinbaum parece comprender este giro. Ante las amenazas de Trump, no responde con la lógica del “ojo por ojo”, sino con serenidad calculada y esa astucia del pachuco que Octavio Paz, en El laberinto de la soledad, identificó como el arma de una nación que se sabe más viva que fuerte.

Mítin durante la campaña presidencial de Donald Trump, Greenville, Carolina del Norte, 2019. Gobierno Federal de Estados Unidos, dominio público.

Del mito del “fin de la historia” al regreso del nacionalismo

Tras la caída del Muro de Berlín, el denominado Consenso de Washington se erigió como un horizonte incuestionable. La desregulación, las privatizaciones y la apertura comercial —junto con la promoción de la democracia liberal, el cosmopolitismo y la cultura juvenil sin fronteras— se presentaron como el nuevo sentido de lo correcto. El “anacrónico” nacionalismo de Estado decayó mientras se fortalecían el derecho a la libertad individual y la globalización. La tesis del “fin de la historia” de Fukuyama (1989) fue la justificación intelectual más destacada de esa narrativa.

​ Pero aquel relato comenzó a fracturarse a causa de sus propias contradicciones: la promesa de una libertad sin raíces, mercados sin protección y un futuro sin memoria. Frente a la ansiedad generada por la globalización y los flujos migratorios, el nacionalismo resurgió, de este modo, como un discurso reconstructivo que ofrece una certidumbre identitaria. No es nostalgia, sino una reacción comprensible —aunque no exenta de riesgos— ante la erosión de los marcos colectivos de referencia. No es accidental ni responde únicamente a individualidades exaltadas. Este nacionalismo tiene sus puntos de inflexión en los atentados del 11 de septiembre de 2001, que reconfiguraron las políticas de seguridad en Occidente, y en el triunfo de Donald Trump en 2016, que demostró la viabilidad electoral de un proyecto identitario explícito y agresivo.

​ El diagnóstico del World Values Survey (1981-2022) proporciona el contexto de este fenómeno. En China, la población que está “muy orgullosa” de su nación aumentó del 22 al 42 %, en Alemania del 12 al 27 %, en Francia del 28 al 47 % y en Irán del 63 al 83 %; mientras que en México se mantuvo en un 72 % y en Polonia por encima del 60 %. En Estados Unidos, en cambio, cayó del 77 al 46 %, quizá por su polarización interna. Éstos son ejemplos tanto de la situación mundial como de expresiones culturales específicas —el orgullo colectivista y meritocrático en la cultura confuciana, la resistencia geopolítica en Irán, la reconciliación persistente en la racionalidad protestante en Alemania, el catolicismo nacional en Polonia y, en México, una identidad que florece pese a los constantes desafíos.

Reapropiación de la contracultura

El nacionalismo ha regresado con una estrategia performática renovada: se apropia de los símbolos de la transgresión cultural, como el rock y el sexo explícito, que reorienta contra el progresismo y la cultura de lo ecléctico.

​ Mientras el nacionalismo performativo clásico necesitaba héroes unidimensionales (el soldado, el pionero, el mártir), la personalidad ecléctica recurre a la multidimensionalidad. Este perfil lo encarna la liquidez identitaria que Zygmunt Bauman, a principios del nuevo milenio, asoció a la modernidad: identidades flexibles, temporales y sobrepuestas, como respuesta a un mundo donde los referentes sólidos se han desvanecido. Pero el ecléctico no sólo se adapta, también crea su propia multiplicidad. Para él, la bandera es un filtro de Instagram; el himno, una composición más entre las miles de sus listas de Spotify. Aunque convive con ideas progresistas, especialmente con las referentes a los usos de su cuerpo, con lo cual hace valer su derecho a la libertad, su identidad no se define por la oposición al sistema, sino por la unión de fragmentos que recupera de la cultura global. Escucha cumbia, ve anime coreano, estudia filosofía estoica y trabaja en remoto para una empresa de Silicon Valley. Su lealtad no es a la patria, sino a su algoritmo.

​ En un contexto marcado por la guerra en Ucrania, la amenaza terrorista y las migraciones masivas, los Estados redescubren la necesidad de reclutar soldados. Sin embargo, ni los eclécticos ni los herederos de la contracultura se pliegan con facilidad a las narrativas patrióticas. Respaldan su resistencia el derecho al libre desarrollo de la personalidad y la primacía de la conciencia de la identidad individual. Esta defensa de la autodeterminación representa, quizás, la última utopía reconocida y promovida por los sistemas normativos globales.

​ ¿Cómo puede el Estado seducir a una generación que valora más la autenticidad individual que la bandera de su nación? Para unos países, la respuesta ha llegado con la edificación del muro fronterizo, la imposición de aranceles y la deportación masiva; para otros se ha manifestado en un nacionalismo que opera simultáneamente en lo simbólico y lo material: la guitarra eléctrica, el cuero negro, la estética rebelde del rock. Cuando Javier Milei canta “Demoliendo hoteles”, lejos de vaciar de significado la canción de Charly García, se la reapropia para criticar las nuevas ortodoxias.

Un día me fui con los hippies y tuve un amor y también mucho más. Ahora no estoy más tranquilo ¿y por qué tendría que estar? Todos crecimos sin entender y todavía me siento un anormal.

​ Esos versos, en voz de Milei, se convierten en el grito de guerra de quienes se sienten excluidos por el progresismo cultural. El rock, símbolo de la liberación sexual y política, transforma la rabia existencial en adhesión patriótica.

Sergio Mattarella y Giorgia Meloni en la ceremonia de los cien años de la Fuerza Aérea Italiana, 2023. Fotografía del Palacio del Quirinal, dominio público.

​ La estética contracultural no es casual. Donald Trump usó “You Can’t Always Get What You Want” de los Rolling Stones en sus mítines. Giorgia Meloni apela a la filosofía griega y romana mientras habla de Dios, patria y familia. Todos presentan la misma paradoja: usan formas transgresoras para promover agendas profundamente conservadoras.

​ Con esa misma estrategia, también aparece la figura de la ama de casa que explicita su sexualidad en redes. Anya Lacey representa la versión estadounidense. En su perfil de Instagram (@theanyalacey), junta la bandera de su país y un Ford Mustang con la imagen de sus tatuajes y el enlace a su OnlyFans. La feminidad tradicional ya no se expresa mediante el recato, sino a través del espectáculo descarado. Esta tradwife actualiza la estrategia del marketing viejo de la estética que funde curvas de metal con la cintura femenina. Su mensaje es claro: mi bandera es testigo de mi identidad nacional y de mi orgullo “americano”; se puede ser sexualmente libre sin adherirse al progresismo de género, sin renunciar a los roles tradicionales.

​ Pese a sus diferencias culturales, Milei, Trump, Giorgia Meloni o Anya Lacey modifican el nacionalismo. Toman símbolos asociados a la liberación (la filosofía, el rock y la sexualidad) y los vuelven contra las ortodoxias progresistas. Ya no se trata de la nostalgia por un pasado idealizado, sino de un combate cultural desde el presente.

La rebelión de los arraigados

El nacionalismo del siglo XXI se está apoderando de lo mejor del performance contracultural, canalizando el desencanto generacional hacia las comunidades nacionalistas, que están aprendiendo el lenguaje del malestar contemporáneo —algo que el universalismo liberal, por su parte, no hace—. A la pregunta ¿por qué el nacionalismo ha encontrado eco?, corresponde otra tanto o más importante: ¿por qué las narrativas alternativas que cuestionan las versiones dominantes no resuenan con la misma intensidad en el imaginario colectivo?

​ La genialidad política de Milei, Trump, Viktor Orbán o Georgia Meloni reside en haber comprendido que el mismo malestar que expresaba Charly García en “Demoliendo hoteles” (esa sensación de orfandad existencial tras haber probado todas las libertades) puede ser reconvertido en una estrategia política. La crítica radical de la contracultura al sistema se vuelve ahora el eslogan de ideologías conservadoras. Y mientras el universalismo liberal debate ideas en conferencias académicas, el nacionalismo ocupa territorios, regula cuerpos y moviliza afectos en estadios de rock y fronteras militarizadas.

​ El nacionalismo del siglo XXI no se dirige a quienes nunca salieron de su pueblo, sino a quienes volvieron de todos los viajes posibles sintiéndose “anormales”. Si el himno era la voz de la patria, ahora el muro es su cuerpo; si la bandera era su símbolo, el arancel es la concreción de su economía; y si el soldado era su hijo, hoy también lo son el migrante rechazado, la industria protegida y el joven que cree estar transgrediendo el sistema mientras corea consignas nacionalistas para curar la herida de haber creído en una liberación que nunca llegó.

Imagen de portada: Mítin del partido FIDESZ, dirigido por Viktor Orbán, octubre de 2006. Fotografía de Andor Derzsi Elekes. Wikimedia Commons CC 3.0.