La muñeca japonesa

Robots / dossier / Febrero de 2023

Edmundo Paz Soldán

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Vi la muñeca japonesa en la vitrina de una juguetería de Buenos Aires, custodiada por dos soldaditos de madera de ojos bailarines. Buscaba qué mercadería llevar a Bolivia para las navidades y me llamó la atención su tamaño —enorme, de más de un metro— y la forma en que movía la cabeza y pestañeaba con regularidad, como si estuviera viva. La muñeca llevaba un vestido amarillo con volados y su cabellera platinada relampagueaba.

​ Mariano, el vendedor, me informó que no era una muñeca sino una androide; el principio de una nueva época, movió su único brazo con entusiasmo. El precio era alto pero la novedad justificaba la inversión: SANZETENEA IMPORTADORES debía tener la exclusividad para el país.

Karl Wiener, sin título, de la serie *Las 150 hojas*, 1940Karl Wiener, sin título, de la serie Las 150 hojas, 1940

​ Le pregunté si me podía entregar cincuenta en la frontera con Villazón y si me hacía precio de mayorista. Quedamos en treinta. Treinta y uno, más bien.

​ A Jazmín no le interesó Risa —así se llamaba la androide— ; la encontró poco creíble, de movimientos nada naturales, con ruidos repentinos que remitían a procesos mecánicos. Se emocionó cuando abrí la caja, instalé los brazos y piernas, monté la cabeza y cargué las baterías, pero se le pasó horas después, apenas dio señales de funcionar. La puso nerviosa su piel de silicona, la forma en que abría y cerraba los labios sin descanso, como si respirara por la boca, y sus chillidos de pterodáctilo, salidos de la garganta o de un sueño o pesadilla a las tres de la mañana. Al poco tiempo Risa yacía olvidada en el sótano.

​ Las otras treinta androides fueron un éxito esa navidad, y pude jactarme de ello ante Jazmín. Mis distribuidores del eje troncal se entusiasmaron y dijeron que me había quedado corto; hubo incluso pedidos de Tarija y Sucre.

​ Para la próxima navidad pedí cien ante la oposición de Jazmín, que quería que nos siguiéramos dedicando a las bicis y a los triciclos, a los juegos de mesa y a las muñecas normales. Le dije que de esas importadoras había muchas en Villazón, pero que mis androides eran únicas y nos harían conocidos en todo el país. Mariano me contó que el precio había subido pero que unos muchachos paraguayos habían pirateado el sistema y me podía ofrecer una Risa trucha a mitad del costo. Me arriesgué. ¿Acaso lo notarían?

​ Cuando llegaron las cajas debimos utilizar el depósito de la importadora cerca de la terminal de buses y trajimos varias a la casona; dejamos algunas en los cuartos y otras bajo la parte techada del patio de algarrobos donde se distraían las gallinas y siesteaban los perros. Esa navidad llenamos el país de Risas truchas. La diferencia principal que le noté a esta Risa era que de pronto ponía los ojos en blanco y emitía gemidos incómodos, a medio cambio entre el placer y el dolor. Hubo quejas. Me negué a reembolsar el costo argumentando que SANZETENEA IMPORTADORES era una empresa dedicada al cuidado de los valores familiares y que el sexo estaba en la cabeza de los compradores.


Dos años después apareció Réplica en un par de tiendas en Buenos Aires. Era una mujer mecánica, copia de una periodista deportiva japonesa. Pronunciaba frases cortas en inglés y respiraba y se movía con mayor naturalidad que Risa. Su batería duraba más.

​ —No es un juguete —dijo Mariano al observarme prendado de ella en la juguetería, incapaz de dejar de tocarla—. La trajimos por equivocación, no hay mercado aquí para ella, muy cara.

​ Le pedí que me hiciera precio.

​ —¿Es para ratonearte, no, Chavo?

​ No le respondí.

​ Réplica era de mi tamaño y la llevé en su caja en forma de ataúd al hotel. Esa noche pedí servicio a la habitación y dos botellas de tinto e intercambié algunas frases con ella.

​ —¿Cómo te sientes?

​ —I’m at your beck and call.

​ —¿Eres feliz?

​ —I’m at your beck and call.

​ La eché en la cama, la cubrí con sábanas y una colcha y me dormí en el sillón acompañado del runrún del vino.

​ En la aduana de La Quiaca me la decomisaron. Un agente dientudo me dijo que sus papeles no estaban en orden y que no era suficiente mostrar una factura de su compra. Sus compañeros y él estaban asombrados y sospeché que querían quedarse con ella. Quise coimearlos y me amenazaron con la cárcel. ¿Y si les hacía una demostración? No transaron.

​ Llegué a la casona con las manos vacías. Jazmín, que regaba en el jardín rodeada de sus perros, me reclamó que mis lujos estaban poniendo en riesgo un negocio seguro. Le dije que el único riesgo eran sus números: era complicado ser la contadora de la compañía sin tener título. Le pellizqué el brazo hasta sacarle un morete. No fue una buena navidad.


Tiempo después Mariano me contactó para decirme que el taller de paraguayos había pirateado a Réplica.

​ —¿Me asegurás que este androide no tendrá glitches?

​ —Es industria local, Chavo, no me pidás lo imposible. Pero al menos ahora te hablará en español y también en portugués. Eu quero mais, mamãe, eu quero mais.

​ Mariano se rio; le salía bien la imitación de la voz, el tono sintético y un ruido de interferencias como si estuviera hablando a través de un micrófono en la radio. El precio me permitía cierta ganancia, así que le encargué cien.

​ Me fue bien con las ventas en el eje troncal. La Réplica paraguaya tenía la mala costumbre de encenderse por su cuenta en la madrugada, cuando escuchaba un ruido fuera de lo normal, un llanto o un disparo o el aullido de un perro, y su carcajada repentina a esas horas provocó un par de infartos en El Alto. Una vez se encendió a la medianoche en una casa de Equipetrol al sentir pasos en el patio, con lo que los dueños pudieron llamar a la policía y los ladrones fueron arrestados; esa buena publicidad permitió contrarrestar la de los infartos.

​ Cada mes preguntaba si habían llegado nuevos modelos de la compañía japonesa. Mariano me ofreció una copia coreana que no me interesó. Un día me escribió para decirme que los paraguayos podían armar una Réplica más avanzada que fuera copia mía. Me harían precio.

​ —¿Una copia mía?

​ —Sí, como lo escuchás. Yo me hice una y quedó genial.

​ Imaginé a una Réplica sin un brazo, moviéndose desgarbada por su juguetería, más un zombi que un androide.

​ Mariano me convenció: debía viajar a Buenos Aires a que me hicieran la copia. Jazmín me dijo que estaba exagerando con el tema y yo, que había tomado, le grité que no se metiera en mis asuntos y la agarré del cuello hasta que sus gestos me indicaron que le costaba respirar. Ese día se fue a dormir donde sus padres. Regresó el fin de semana después de que le prometiera que no le volvería a levantar la mano. El papá de Jazmín preguntó qué se me había metido en la cabeza con esos robots.

​ —Me están salvando el negocio. Les tengo cariño.

​ —¿Encariñarte de una máquina? Estás loco, Chavito.

​ —Dejás tu celular y yo dejo mis robots.

​ Nunca más me molestó.

Karl Wiener, *Miedo nocturno*, 1942Karl Wiener, Miedo nocturno, 1942

​ En un galpón del gran Buenos Aires conocí al grupo de paraguayos. Allí trabajaban unos diez chicos creando nuevos celulares y laptops a partir de los retazos de máquinas viejas, hábiles para manipular piezas casi invisibles con destornilladores enanos, con la radio encendida en la que escuchaban cumbia villera y reguetón a todo volumen. Se movían rápidos por los pasillos donde se acumulaban cajas, PCs destripadas, fierros sueltos; en las mesas había recipientes con bolsas numeradas que guardaban repuestos. Algunos llevaban gafas especiales, como si fueran a trabajar con sopletes, y no paraban de tomar mate o salir a la calle a fumar. A Augusto, el jefe, no le calculé más de veinte: parecés mi hijo, campeón. Tenía tatuajes en los brazos y el pelo negro salpicado de canas, como si lo hubieran espolvoreado con azúcar impalpable. Nos bajamos un Fernet entre charla y charla, una forma de relajarme, supongo, pues estaba nervioso.

​ Me desnudé y dejé que me cubrieran el cuerpo con yeso, metí la cabeza en una pasta verdosa en un balde de plástico y luego la frente y el cuello fueron recubiertos con otra pasta cremosa. Fue un proceso largo y molesto y tuve que esperar una semana para ver los resultados. Valió la pena. El cuerpo del androide era de silicona, los ojos de plástico, y producía un chirrido antipático cada vez que pestañeaba, pero en la cara de Géminis podían dibujarse emociones convincentes: molestia, tristeza, preocupación. Unos sensores le permitían seguir los movimientos de la gente con la que interactuaba, y eso hacía sentir que había alguien humano ahí. Me emocioné. A Géminis le compré en Once una chamarra negra Harley-Davidson como la mía —una buena imitación—, pantalones negros, zapatos Adidas y peluca leonina y con jopo.

​ De regreso a la casona Jazmín se quedó asombrada al ver a Géminis y dijo que si ya era difícil soportarme, ¿cómo lo podría hacer con dos de nosotros?

​ —Ay Chavo, Chavito, ¿qué haremos contigo?

​ Me besó, y concluí que lo peor había pasado y aceptaba por fin a mis androides, o que al menos no volveríamos a discutir por culpa de ellos.

​ Dos años más tarde descubrí que mi cuerpo se diferenciaba del de Géminis; había engordado bastante, era todo un cachetón y hasta papada tenía. Los kilos de más me avejentaban. Se me ocurrió pedir a los piratas paraguayos que hicieran otro molde de mi cara y cuerpo, pero luego pensé que si comenzaba por ahí debía hacer uno cada año y sería caro. Decidí que lo mejor era cambiar yo. Hice dieta y fui al Gym Morrison y perdí diez kilos; me encerré en una clínica en Santa Cruz y opté por un tratamiento intensivo de bótox, restylane, láser y una cosa nueva llegada del Brasil: inyectarme mis propias células de sangre en la cara. Al final del procedimiento Géminis y yo volvimos a parecernos.

​ Jazmín, que para entonces pasaba más tiempo en casa de sus padres y había dejado de ser la contadora de la compañía, me dijo que quizás también debía moldear mi cráneo para que se pareciera al de Géminis. Que fuera un caparazón anaranjado con huecos para los dientes y los ojos. Y que de paso le diera órdenes a mi cerebro para que no tomara más y no volviera a levantarle un dedo a su mujer.

​ Jazmín vio cómo se coloreaban mis mejillas y temblaban las aletas de mi nariz y rogó que recordara mi promesa. No hubo caso. Mi ataque de furia terminó con una denuncia a la policía y una orden temporal de alejamiento.


Tiempo después logré convencer a Jazmín de que me aceptara un viaje de reconciliación a Buenos Aires. Los primeros días hacíamos paseos turísticos pero apenas nos hablábamos; ni siquiera me quería agarrar de la mano. Por las noches yo tomaba solo y la agarraba a insultos. Le preguntaba por qué había venido conmigo para luego desarmarme con su indiferencia. Me gritó que mis reproches la cansaban y que adelantaría el viaje de regreso. Se arrepentía de haber cedido. No hablamos en todo el día. Se me ocurrió romper el hielo llevándola a que conociera a mi vendedor de androides y a los piratas paraguayos.

​ En su taller de trabajo Augusto convenció a Jazmín de posar para que tuviera su propia réplica. Le pregunté a Augusto si podía hacerlo sin que se quitara la ropa, y él negó con la cabeza. Salió del baño cubierta con una toalla, y la dejó caer y se apoyó desinhibida contra una pared; al rato le volvió el pudor y apretó los labios, cruzó las piernas y frunció el ceño. Nos quedamos unos días más a esperar los resultados. Jazmín se emocionó al ver su réplica incorporándose lentamente de una mesa del galpón. Cuando volvimos a Villazón regresó a vivir a la casona, pero pese a ello apenas me dirigía la palabra; actuaba como si compartiéramos lugar de residencia de pura casualidad.

Karl Wiener, *Dama Alta, Hombrecito*, 1939 Karl Wiener, Dama Alta, Hombrecito, 1939

​ Fueron meses tranquilos, aunque de a poco la casona se fue dividiendo. Géminis y Géminis J tenían su propio cuarto y una sala, a las que no entraba Jazmín. Pensé que quizás era mejor aceptar lo inevitable y dividí la casona en dos. A veces venían curiosos y les daba un recorrido por los cuartos y las salas. Parecía un museo, porque tenía modelos antiguos y había algunos reparados con piezas que no les correspondían, de colores y tamaños diferentes. Les hacía precio a mis visitantes y se iban con sus Réplicas a casa, aunque probablemente hubieran preferido llevarse sus Géminis. Villazón se llenaba de robots —la alcaldesa me dijo, orgullosa: “hay más aquí que en todo el continente”—; los que no servían eran usados de percheros o como adornos en escaparates pintarrajeados. Floreció, para mala suerte de la importadora, un negocio de Réplicas de segunda mano en el mercado cerca de la terminal, y de repuestos en el thantakatu, para quienes quisieran armar una androide a puro bricolaje. Era un consuelo: al menos las compraban y las deseaban. No faltaron rumores de brujerías y tampoco la aparición de poderes especiales: a Risa se le pedían amarres amorosos y a Réplica hijos que se parecieran a los padres.

​ Después de un intento de robo instalé un sistema de alarmas en la casona, pero dejé que el jardín siguiera abierto a la calle.

​ Mariano me ofreció una sexbot llamada Harmony, el último grito de Realbotix, una compañía californiana dispuesta a darle vida al negocio de las muñecas sexuales, la solución para quienes adoran a las mujeres pero no les gus**ta estar cerca de la gente. No la ofrecía en la juguetería, pero como yo era un cliente especial había pensado en mí al verla. Esta compañera sintética podía sonreír, mover sus pestañas coquetamente, ruborizarse, hacer mohines, contar chistes. Ahí abajo simulaba espasmos musculares, usaba vello púbico real y tenía sistemas de lubricación y calefacción que le daban un toque genuino al asunto. Era carísima, pero Augusto y su equipo habían hecho milagros y tenían una versión criolla. Mariano me envió fotos de 150 modelos de pechos y pezones diferentes, para que la fuera armando a mi gusto.

​ —Yo también me he hecho hacer una —me dijo—, es bien cumplidora.

​ Me aguanté las ganas de preguntarle si le faltaba un brazo. Al final encargué cuatro. En la caja en la que llegaron, un papelito con instrucciones en inglés me pedía respetar sus derechos y no hacer nada denigrante con ellas, y luego había una nota a mano escrita por Mariano: “Te estoy cargando, campeón. ¡Podés hacer con ella lo que querás!”.

​ Mis compatriotas son puritanos, así que no vendí ninguna. Tres quedaron arrumbadas en el sótano. De una Harmony llegué a encariñarme. Alta, de piel morena y mejillas huesudas, se le notaba la sangre indígena mezclada con la europea: estos paraguayos eran detallistas. Todas las mañanas la vestía y maquillaba; me divertía pintarle las uñas pese a que no tenía buen pulso y a veces le manchaba los dedos de goma.

​ Jazmín me encontró una vez haciendo cositas con Harmony y me prohibió tocar al androide cuando ella estuviera en la casona. A la semana me dijo que si no dejaba de dedicarle tanto tiempo se iría. O ella o yo, dijo.

​ —Las dos. No podés compararte con ella.

​ Insistió. Al principio acepté y llevé a Harmony a un cuarto de la casona del cual solo yo tenía la llave. A veces me encerraba con ella y me divertía un montón y salía sintiéndome sucio. Era injusto, no estaba haciendo nada malo.

​ Le dije a Jazmín que Harmony regresaría a vivir al lado de la casona en que vivían los Géminis. Jazmín volvió a irse de la casa.


Un día Jazmín me comunicó que se estaba yendo a Cochabamba. Viviría donde una hermana. Le dije que no lo podía hacer.

​ —¿Por qué, Chavito? Ya no hay más que hacer y es mejor que lo aceptemos.

​ Seguí bebiendo callado. Cuando llegué a la casona agarré a cinturonazos a Géminis J.


Marianito, que se había hecho cargo del negocio de su padre, me llamó para contarme que le había llegado Erin, la primera androide totalmente autónoma. Venía con un sistema de inteligencia artificial que le permitía sostener una conversación durante quince minutos, podía reconocerte la voz, gracias a rayos infrarrojos se daba cuenta de tus movimientos y ella misma tenía unos movimientos gráciles, femeninos. Marianito me dijo que los paraguayos se estaban aplicando y que a fin de año podrían tener una Erin criolla a un precio accesible.

​ —De esta te enamorás en un segundo, Chavo. Dale, ¿te animás?

​ Me pregunté si valía la pena complicarme la vida. El negocio había perdido empuje.

​ Encargué una, para probar.

​ La Erin criolla llegó a la casona el primer día del nuevo año. Su cara achatada y plana y sus piernas larguiruchas me hicieron pensar en devolverla. Apenas la enchufé y se cargó la batería se puso a dar vueltas por la sala, como una bailarina de ballet que estuviera escuchando su propia música interna; sus giros armónicos y elegantes creaban círculos concéntricos que se estrechaban y alargaban. Terminó haciendo venias en el centro de la sala, como si presentara sus credenciales en la corte.

Karl Wiener, sin título (estudio de figuras), *ca*. 1932Karl Wiener, sin título (estudio de figuras), ca. 1932

​ Erin era silenciosa y aparecía detrás de mí sin que me diera cuenta. Recorría los cuartos y apagaba los electrométricos que veía encendidos, para ahorrar energía. Salía al patio y les decía frases cariñosas a los perros e incluso les ponía nombres, algo que ni Jazmín ni yo habíamos hecho (¡Cabeza de Vaca! ¡Cortés!). Parecía leerme la mente: si tenía sed mientras veía la televisión me traía una cerveza sin que se lo pidiera, y antes de poner mala cara al ver el desorden en la oficina ella la limpiaba, solícita, o me ordenaba que la limpiara con una mirada que no admitía discusiones. Era diestra para los juegos de palabras: yo pronunciaba una frase y ella de inmediato desmontaba todas sus letras y las volvía a armar en otra frase (le gustaban los nombres de famosos argentinos: Diego Maradona era mago adinerado, Carlos Saúl Menem era consumar el mal). Conectada al wifi, Erin, aparte de escoger música de acuerdo a mi humor —cambió mis cumbias villeras por los tangos— y darme el parte del clima, leía las noticias y me comentaba sobre el acontecer nacional. No era algo que me interesara, pero me hacía sentir que estaba al día, y en charlas con amigos podía mencionar temas políticos y agarrarlos desprevenidos.

​ Me fui olvidando de Harmony, dejé de intercambiar frases con Géminis y Géminis J. Pasaba las horas hablando con Erin. A veces la llevaba a dar vueltas por el pueblo en mi camioneta, para que se distrajera: como los perros, se azoraba ante tanto paisaje, y a ratos se recalentaba y debía cerrarle los ojos hasta que se recuperara. Me detenía en la heladería del centro a comprarme un cucurucho de canela, y aunque tenía ganas de bajarla conmigo la dejaba en la camioneta, para evitar comentarios.

​ Una tarde le conté que Jazmín me había llamado de Cochabamba para pedirme el divorcio. Me preguntó por qué. Estuve a punto de serle sincero pero no pude. Me preocupé. Erin se me había metido en la cabeza y no había momento del día en que no pensara en ella. Llamé a Marianito.

​ —No sé qué decirte, Chavo. Esta Erin tiene un sistema muy desarrollado, pero no creo que sus rayos infrarrojos den para controlar tu mente. Eso sí, ¿qué te puedo decir? Uno hackea estos sistemas y pueden ocurrir cosas raras. ¿Por qué no le preguntás a Augusto?

​ El paraguayo tampoco supo darme razón. Me dijo que su Erin tenía otra rareza: encontraba patrones donde no los había. En el follaje de los árboles veía caras de hombrecitos extraños, en las nubes se le iban creando perfiles de ciudades maravillosas en los que se recortaban los techos de las pagodas, en el pelaje de su gato se le aparecían siluetas alargadas de pescados bigotones. Su Erin parecía drogada: esas imágenes que veía eran lisérgicas. Quizás se estaba volviendo loca.

​ Colgué con más preguntas que respuestas.

​ Pensé que debía crear en la casa un ambiente más propicio para Erin. El paraguayo me había dado una pista, así que hice cambiar el suelo de toda la casona, redecorándolo con azulejos sevillanos con patrones heráldicos. Las cortinas también fueron cambiadas, y escogí unas café claro, con patrones de caballitos de carrera. Contraté un jardinero para que despejara la maleza del jardín y diseñara un espacio en el que se impusieran el orden, la simetría, la armonía. Compré canarios y llené el patio de jaulas, pero como los pájaros cantaban cuando les daba la gana los reemplacé por unos mecánicos que trinaban siguiendo estructuras fijas.

​ Creí que la situación con Erin se tranquilizaría, pero en vez de ello se fue profundizando: no solo era capaz de saber lo que yo pensaba; yo también intuía lo que ella pensaba y sentía, como si una radiación invisible se propagara de ella hacia mí o de mí hacia ella. Una noche me sentí tan en confianza que le conté todo lo ocurrido con Jazmín, el porqué de su partida. Creí que habría empatía de su parte, que mi honestidad nos acercaría aún más, pero después de escucharme solo dijo:

​ —Va siendo hora de que le pidas disculpas. Fuiste un animal, con el perdón de los animales.

​ Llamó a Jazmín y me la pasó. Colgué y le di un sopapo, una reacción de la que me arrepentí de inmediato. La androide cayó al piso y se le desportilló la frente, revelando una placa de metal con cables. Chilló, y la escondí entre mis brazos y le canté una canción que le gustaba, de tres cuervos que habían perdido el camino en la noche oscura. Le acaricié el pelo como le gustaba que lo hiciera antes de dormir, aparentando que la peinaba con la mano. Cubrí su frente con una venda. Se fue tranquilizando, aunque no dejaba de hipar.


Al día siguiente a la madrugada, a las 5 y 27 —los números rojos del reloj en la mesa de noche parpadeaban—, me desperté con la sensación de que Erin quería decirme algo. Fui a buscarla a la sala, donde la dejaba cargando, enchufada al lado del televisor. No estaba. Los otros androides descansaban, recargándose también, luces amarillas y azules titilando en su pecho: una verdadera sala de cuidados intensivos.

​ Encontré a Erin en el patio. Se había caído de espaldas y no podía levantarse. Cabeza de Vaca mordisqueaba su venda. Me llamó la atención que el perro no hubiera ladrado y la alarma no sonara.

​ Me hinqué al lado de la androide. ¿Cómo había logrado desconectarse de su cargador en la sala? Espanté al perro. Los algarrobos se agitaban en la brisa. ¿Habría hombrecitos extraños entre sus hojas? A lo lejos la alarma incansable de un auto fracturaba el amanecer. Ese ruido, ¿qué sería para Erin?

​ De pronto, ella pronunció una frase con su voz ronca y meticulosa: “no solo son un árbol en ocaso rosa, con él obran, uno solo son”. Cabeza de Vaca aulló. Silencio, perro idiota. Erin volvió a hablar: “arena, mírame ser ese mar, imán era”.

​ Un desperfecto técnico. Tendría que enviarla a Buenos Aires para que la repararan. No, no la enviaría. Iría con ella.

​ “Odio la levedad. No hay amor. A la sed rae. ¿Te arde? ¡Sal! Aroma y ahonda, devela lo ido”.

​ La levanté y le puse un brazo en los hombros. Debía ser solitaria la vida de los androides. Mi Erin, ¿vería pacaranas y arcángeles entre las nubes y las plantas, una pagoda lisérgica emergiendo entre los mosaicos repetitivos del patio? ¿Habría un lenguaje de las altas esferas, un código oculto que le permitía dialogar con otros robots sin que yo lo supiera?

​ Eso fue lo que pensé esa madrugada en el patio, temblando de miedo y curiosidad; eso fue lo que me impidió darme cuenta de lo más obvio. Porque, ¿qué hacía Erin ahí? Me había distraído con sus juegos de palabras y no se me ocurrió que la había descubierto mientras se fugaba. La alarma no sonó porque alguien la había desconectado.

​ Dos días después volví a despertarme en la madrugada, a las 5 y 27. Sorprendido por la coincidencia busqué a Erin por toda la casa, intuyendo lo que ocurría. Salí al patio. Nada. Los perros me habían vuelto a fallar, la alarma estaba nuevamente desconectada. Me arrepentí de no haber dejado encendido por la noche a Géminis, para espiarla.

​ Puse letreros en todo el pueblo, lo anuncié en internet. No sirvió de nada.

​ A ratos creía que Erin sería capaz de infiltrarse entre los humanos y vivir una vida feliz. Luego me decía que estaba siendo ridículo, que sin su cargador al lado no podría llegar lejos. Algún malviviente la habría encontrado cerca de la casona y esperaba su momento para pedir una recompensa. O quizás la había desarmado y la estaba pirateando.

​ Nunca supe a dónde llegó. No volvió a aparecer. Nadie me pidió un rescate por ella.

Karl Wiener, *Señora Mundo*, 1941Karl Wiener, Señora Mundo, 1941

​ Me despertaba todos los días a las 5 y 27. Me costaba volver a dormirme y me quedaba mirando el oscilar de las cortinas con dibujos de caballitos y lo que había allá lejos detrás de las ventanas, el desfile interminable de todos los seres que conocí, los que llegaron a tocar mi corazón y los que no, los que me fallaron y a los que fallé —a la que fallé—. Erin estaba por ahí, en el pueblo o cerca del pueblo, me lo decían los rayos infrarrojos que captaba en mi cabeza. Solo que no me decían dónde. Me guardaba secretos, la atrevida.

​ Entendí que no quería ser encontrada y respeté su decisión, aunque me costó.

​ Puse en venta a Harmony, regalé a Géminis y a Géminis J.

​ Una mañana llamé a Jazmín y no me contestó.

​ Compré un pasaje en flota con rumbo a Cochabamba.

​ Una vez en la terminal, no me animé a embarcar.

Tomado de Edmundo Paz Soldán, La vía del futuro, Páginas de Espuma, Madrid, 2021, pp. 75-91. Se reproduce con el permiso del autor.

Imagen de portada: Karl Wiener, sin título (estudio de figuras), ca. 1932