Maricas y mariquismos

Aprendizajes y un esbozo

Género / dossier / Marzo de 2019

Diego Falconí Trávez

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Cuando era niño un chiste cruel, como la mayoría de chistes en escuela de varones, circulaba por el patio del colegio. Pepito, después de mucho sufrimiento en silencio y soledad, va donde su padre y le cuenta que es gay. Él lo mira incrédulo y le pregunta si viste de Prada o de Versace, a lo que el hijo responde que no, que se viste con ropa de mercadillo. El padre vuelve a preguntar y le dice a Pepito que, si maneja una Ford Explorer, a lo que le contesta que no, que él va en bus a todas partes. El padre insiste una vez más y le pregunta si ha viajado en las últimas vacaciones a Miami de compras y su hijo le responde que nunca ha salido del país. El padre le dice entonces: “Pepito, tú no eres gay. Eres, sí, un tremendo maricón”. Hijo de la cultura popular, este chiste no es el único ejemplo en el que se presiente un gesto excluyente, intrínseco en la palabra gay. En el corpus homodeseante de las literaturas latinoamericanas que algunos autores escribieron a finales del siglo XX, existen varios personajes que, por ejemplo, al ir a Estados Unidos buscando cierta emancipación corporal descubren que, por una u otra razón, lo gay no es un cobijo para sus desorientadas carnes. Fernando Vallejo en Años de indulgencia no define como gay a Fernando, su alterego literario, probablemente porque en los saunas gay neoyorkinos, espacios de supuesta democratización del deseo, cae en cuenta que es percibido como una “cabra del trópico”. Reinaldo Arenas, cubano exiliado y más tarde persona seropositiva, desde Nueva York aborda en su autobiografía a locas o pájaros, no a gays, como si éstos fuesen ajenos a sus experiencias como disidente sexual y político. Joaquín, personaje autoficcional de Jaime Bayly en No se lo digas a nadie, se define a sí mismo sólo como homosexual, mientras en Miami decide tener relaciones eróticas únicamente con personas peruanas. Pedro Lemebel, en una de sus crónicas autobiográficas, al llegar a la Gran Manzana comenta que su cara medio mapuche no tiene ningún atractivo y llega a una decisiva conclusión: “lo gay es blanco”. Estas complejas improntas clasistas, racistas y primermundistas insertas en la etiqueta gay merecen análisis desde América Latina. Al fin y al cabo un gran sector de la población sexodiversa/sexodisidente en la región es, como Pepito, parte de esa colectividad de tremendos maricones.

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La gay ha sido una identidad afirmativa que cambió la vida de millones de personas. Nombrarse gay reemplazó modos de designación peyorativa de anteriores etiquetas: sodomita, pecador, nefando, marica, uranista y sobre todo homosexual, término que desde su invención en el siglo XIX por parte del discurso médico volvió enfermedad (luego delito) esa forma de habitar el cuerpo fuera de la “obligatoria” heterosexualidad. De la voz gai en francés y gay en inglés, esta palabra se vinculaba al entretenimiento ligado a placeres “inmorales”. Más tarde se apropió por parte de los colectivos sexo-diversos que buscaban darle un poco más de alegría a sus vidas, espantando el odio y el miedo. De hecho, la traducción al español de gay es feliz y fue útil para colectivos que, por ejemplo, en Estados Unidos, nutridos por los movimientos de las libertades civiles de los años sesenta, tuvieron un foco clave de reivindicación política. Las rabiosas revueltas de Stone­wall, en Nueva York, se originaron en un bar. Esto manifestó un reclamo que se debatía entre la indignación, el activismo político y la festividad, lo cual permite entender su éxito mundial. Las culturas gay, además, se han caracterizado por producir estéticas, por ejemplo, una muy visible, la camp. Esta forma de expresión afincada en la cultura popular busca ironizar y transgredir la dominante heterosexualidad a través de una serie de parodias con un efecto ingenioso, ridículo y, a veces, político. El modo de hablar divesco, el transformismo (drag queen), la literatura burlesca o, en América Latina, el uso de escenas célebres de telenovelas en la cotidianidad son parte de lo camp. No sería acertado que se estudiase a Sócrates, a Shakespeare o a Proust como autores gay, pero es innegable que la emergencia gay ha hecho de la vida disidente de la heterosexualidad hoy, una con más referentes y risas en los pasillos del colegio.

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Autores como John Boswell han definido la identidad gay como universal. Para él las personas gay han vivido en Occidente desde Grecia, pasando por los inquisidores tiempos medievales, llegando a la civilizada/punitiva modernidad y obteniendo vida plena en la “democrática” época contemporánea. La verdad es que lo gay es un concepto reciente y con un perímetro restringido. Tomó forma en la segunda mitad de siglo XX, en el Norte global. El historiador John D’Emilio analizó cómo esta identidad sólo pudo florecer en el contexto del capitalismo tardío, pues se dieron ciertos supuestos materiales (liberalización del trabajo, remuneración económica a temprana edad, resquebrajamiento de la familia nuclear, reconfiguración de las ciudades) que cambiaron radicalmente la historia de las personas con deseos y orientaciones sexuales diversas. Las identidades gay (y las que se fueron sumando a través de las siglas LGBTIQ) se moldearon en un perímetro occidental, tomando como base para la identificación de sus sujetos el consumo y la producción en masa. Por el impacto global estadounidense y europeo, a través de películas, marchas, series televisivas e incluso instrumentos internacionales de derechos humanos, la identidad gay se ha vuelto viral (que no universal), imponiendo modelos estéticos y de comportamiento. Jasbir Puar ha acuñado el término homonacionalismo, que define ciertas acciones realizadas desde Europa y Estados Unidos para “civilizar” a poblaciones que no respetan los derechos de las poblaciones LGBTIQ, lo cual termina justificando el colonialismo, el racismo y la xenofobia y afecta también a las poblaciones sexo-diversas/disidentes a las que teóricamente se buscaba proteger. Una OTAN gay neoimperialista, metáfora de aquel tiránico director escolar, que además de borrarnos la sonrisa nos recuerda que lo gay no es universal aunque se imponga globalmente; que el género no puede deslindarse de lo racial, religioso, económico y geopolítico; que ese patio trasero, la intercultural América Latina, no debe desentenderse de esta narrativa.

Carlos Leppe, El perchero, 1975. © Carlos Leppe

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Sorprende que en la volcánica América Latina del siglo XX, armada de luchas y reivindicaciones, la identidad gay no haya sido más reapropiada, más reconducida, más reimaginada. Por ejemplo, en Cuba —epicentro clave de esa agitación, a pesar de valiosas reformas en temática sexual—, en cuanto al reconocimiento de derechos de personas sexo-disidentes se mantuvo una mirada conservadora, tan o más ultrajante que en el resto de la región. Encarcelamientos, exilios, “tratamientos correctivos” fueron parte de la infame historia de la izquierda latinoamericana, no muy diferente a la infame historia de la derecha. El hombre nuevo fue el nuevo abusón del colegio que buscó golpear, asustar y desterrar al mariquita. El gay llegó vestido de Norte para, con suerte, esperar transculturarse en el Sur. Si Gabriel García Márquez decía que América Latina había sido para la cultura global un alfil sin albedrío, la América Latina marica ha sido un peón carente de cuidado… y de amor propio.

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Cronistas españoles y mestizos narraron en sus textos coloniales la extirpación de la sodomía en tierras americanas. En el caso andino se describió la destrucción de poblaciones sodomitas enteras, como ocurrió con Puerto Viejo, hoy la costa de Ecuador. El exterminio recreó el mito bíblico de Sodoma y Gomorra, irrealizable en Europa (no se iba a aniquilar al pueblo valenciano a pesar de la cantidad de sodomitas registrados ahí en el siglo XIV) y encarnado por lxs indígenas del Abya Yala. Curiosamente en el colegio, incluso con los profesores más indigenistas, no se estudia esta forma de genocidio en razón del deseo sexual y la performatividad corporal. ¿Deberían leerse a lxs sodomitas andinxs como gays? O mejor, ¿podría la etiqueta gay con su repertorio de derechos, su impronta liberal, su consumo, su hedonismo, su cultura ocurrente, su homonormatividad dar cuenta con dignidad de este exterminio? ¿Está la primermundocéntrica etiqueta a la altura de las circunstancias de la heterogénea y contradictoria realidad latinoamericana?

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Traducir lo gay ha implicado un problema político. No sólo por el ya mencionado intento de universalización del Norte sino por los recovecos de la lengua española. El principio de economía del lenguaje obliga a que en lugar de decir: “creo en los derechos de las mujeres, con sus similitudes y amplias diferencias, así como en su emancipación del patriarcado”, se deba afirmar “soy feminista”, pues posibilita el entendimiento contundente de este fenómeno que, además, se adscribe con fuerza individual y colectivamente. No es posible afirmar “soy gayista” para que se entienda que se aboga por los derechos de las personas gay. Sería una invitación a la confusión. Esa palabra no aparece en los diccionarios en español; y en inglés, el Urban Dictionary, por ejemplo, define gayist como alguien que discrimina a las personas gay. Gay, sustantivo y adjetivo, identidad y acción política en el inglés, pierde su efectividad al aterrizar en el español custodiado por la RAE. Quizás eso explique la tibieza de muchos colectivos gay para pensar acciones políticas y poéticas contra el racismo, el colonialismo, el capacitismo o el consumismo, insertos en su propia nomenclatura.

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En los últimos años, en América Latina se han ensamblado esbozos maricas que, una vez más, se reapropian del insulto como catalizador político que interpela y revisa la conceptualización y práctica gay. Lo marica tiene sus peligros. Por ejemplo, que al compartir la ofensa con España se asuma (como en otras épocas) que existe una cofradía hispanófila, cuando el racismo y el colonialismo poco revisados en la península, así como su adscripción al proyecto Europa fortaleza, impiden un diálogo mariquético. No se debe olvidar que marica latina aunque se vista de seda, marica sudaca se queda. Por ello, más que hablar de la identidad marica (o de una comunidad de tremendos maricones) es más sexy hablar de un gesto: el mariquismo. Marica y mariquista son términos contingentes y deben ser cambiados por otros: tortillera, loca, joto, parchita, se-le-moja-la-canoa, playo, maricueco, arroz-con-chancho, etcétera, siguiendo una lógica donde la loca-lización (como propone Marcia Ochoa) esté encima de la globalización. El mariquismo no debería buscar destruir lo gay. Quienes fuimos gays (y muchas veces lo seguimos siendo) entendemos que a veces es una etiqueta productiva en lo sexual, pero insuficiente en otras aristas de la vida del Sur. El mariquismo busca canibalizar lo gay para decrecer su expansión sin romper el diálogo global; para disminuir su hedonismo sin renunciar al placer; para bajar lo camp sin renunciar al ingenio. El mariquismo debe intentar entender las propias contradicciones de las personas maricas: por ejemplo, sus limitaciones cisnormativas. Para lidiar con estas carencias y con el neoconservadurismo debería instar a que se armen alianzas con feminismos, pensamientos cuir, movimientos decoloniales y antirracistas, saberes gordos y de discapacidad. El chiste sobre Pepito no hace gracia por su homofobia, pero sí por delatar las corazas y espejismos de lo gay. Por ello, es importante esbozar nuevos relatos previos a la carcajada, que tengan más albedrío, que fluyan con menos violencia por los patios del colegio. Este 2019, aniversario cincuenta de las revueltas de Stonewall, quizá sea un buen año para seguirlos pensando: semillas mariquistas, eróticas, políticas que ayuden a reflexionar con poesía e integridad la compleja vida de la región.

Imagen de portada: Las Yeguas del Apocalipsis (Pedro Lemebel y Francisco Casas), Las dos Fridas, 1989. Fotografía de Pedro Marinello