Yo fui rapero

Ritmo / dossier / Mayo de 2019

Frank Báez

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Fui rapero por un periodo tan breve que hasta suelo olvidarlo. Para entonces tenía doce años, lo que significa que estaba en medio de la pubertad y que a diario sufría mutaciones: las hormonas se disparaban y era posible que una mañana amaneciera con una pulgada más de altura, con un bigote o con otra voz. Ese verano la voz me cambió y adquirió una aspereza, un registro más grave y profundo. Fue el cambio en mi voz lo que me motivó a rapear. Quien me había insistido con lo de rap era mi amigo Guillermo Espinoza, a quien le decíamos Guillermito, ya que su padre se llamaba como él. Pues mi amigo se pasaba noche y día rapeando y hablando de rap. No sólo era versátil, entusiasta y enérgico, también era dedicado y solía estudiar las rimas de otros raperos. Su colección de casetes llenaba varias cajas. Recuerdo que nos trancábamos en su cuarto a escucharlos uno por uno y cada vez que empezaba un tema nuevo notaba que mi amigo se sabía la letra. Cuando le comenté que me gustaría rapear se emocionó mucho y me dijo que podíamos convertirnos en un dúo. Pero antes yo tenía que aprender a hacerlo. La verdad es que no pegaba una rima. No lo lograba. A veces intentaba rapear en la casa, pero a mi hermana le molestaba y no paraba de ir y venir por el pasillo gritando que me callara, que no la dejaba leer. Así que para evitar molestias salía en mi bici y le daba la vuelta al barrio rapeando. El rap era marginal en esa época y raramente lo ponían en las emisoras. Por lo que la única manera que tenía de escuchar rap era en el cuarto de Guillermito. Claro, en la casa de Guillermito también lo odiaban, pero ya se habían acostumbrado y además él ponía el volumen bajito. A mí me gustaba el carácter subversivo del rap y que atentara contra las buenas costumbres y contra la hipocresía que había en ese Santo Domingo desigual y racista en que crecí. Mientras en los otros géneros musicales se servían del doble sentido o metaforizaban el erotismo o la violencia, en el rap se iba al grano. Sin embargo, más que escuchar rap lo que me fascinaba era hacerlo y sobre todo ese momento en que uno se fundía con el ritmo y las palabras parecían fluir como si las emitiera otra persona: era como si uno se desdoblase y fuese al mismo tiempo el emisor y el receptor. Una noche me regañaron porque eran más de las ocho y yo no había ido a comprar el pan. Cuando salí era tardísimo y según gritaba mami para esa hora los panes ya estarían fríos y duros como piedras. Cogí la bici y pedaleé con rabia hacia la panadería y en el trayecto me salió un rap fluido sobre lo mucho que me fastidiaba comprar el pan todas las noches. A medida que pasaban los días fui trabajándolo hasta lograr una versión decente. El próximo paso era mostrárselo a Guillermito. No se imaginan la tensión que sentí cuando se lo rapeé y el alivio que me vino cuando respondió que le gustaba. Luego empezó a improvisar una parte que le quedó genial y que le dio mayor consistencia y fuerza a mi pieza. Lo ensayamos varias veces hasta que consideramos que funcionaba y entonces lo grabamos en un casete. —Esto nos llevará a la radio y a la televisión —dijo Guillermito triunfal. Por supuesto, nunca llegamos a la radio y mucho menos a la televisión, pero Guillermito le pasó el casete a un promotor que luego de una semana nos llamó para invitarnos a participar en un evento. Era lo que se conoce hoy como pelea de gallos, pero que el argot de entonces llamaba tiradera y que el organizador del evento vendía como “La pelea de los titanes”. Lo realizaron en la cancha de básquet de Nordesa. Según el organizador, un banilejo que se llamaba Papo y que tenía ínfulas de promotor cultural y deportivo, en “La pelea de los titanes” se reunirían los mejores raperos de la zona oeste de Santo Domingo. Sin embargo, la realidad era que apenas participarían algunos raperos de seis barrios de la zona.

Krists Luhaers, Floor War, 2018. CC BY

Por más que buscó no dio con ninguna compañía que aceptara patrocinar el evento y la culpa de eso se la echó a la mala reputación que tenía el rap. De hecho, el sonido que consistía en dos micrófonos y un amplificador él lo había conseguido prestado en una iglesia evangélica. En cuanto al premio, era una placa que se entregaría posteriormente al vencedor para poder añadirle el nombre. Supongo que el ganador aún debe estar esperando su placa. Para nosotros —chamaquitos de doce, trece, catorce y quince— que nos invitaran a “La pelea de los titanes” era lo mismo que nos convidaran a los Grammy o algo por el estilo: la ausencia de orden, de una tarima o de un buen sonido las suplían nuestras ingenuas y creativas mentes. Si tomamos en cuenta mi falta de experiencia, las pocas semanas que tenía rapeando y mi edad, debo reconocer que no me fue nada mal. Al primer contrincante le lancé más insultos y mentadas de madres que golpes se pueden apreciar en una película de Jackie Chan. Sin embargo, cuando me enfrenté con el segundo, que era un gordito del Invi al que le decían Buda, estaba afónico y los jueces no alcanzaron a entender ninguna de mis rimas. En cuanto a Guillermito, fue una lástima. Era quizás el rapero más dotado de los reunidos esa tarde en la cancha. Le tocó con un flaquito que se comía las erres, que tenía franela y unos jeans que le quedaban tres tallas más grandes. Éste fue el primero en atacar y cuando a Guillermito le tocaba responder titubeó y las palabras le fallaron. Por primera vez a mi amigo las rimas se le atragantaban en la boca. Se bloqueó totalmente. Ahora comprendo que sufrió de miedo escénico. Aunque entonces pensé que se había acobardado y que le tenía miedo al contrincante, lo que por supuesto pensaron todos los que rodeaban en círculo la media cancha. Papo, que conocía de sobra el talento de Guillermito, anuló el combate y los convidó a que empezaran de nuevo. Pero esto fue peor: Guillermito volvió a quedarse frizado con el micrófono en mano, incapaz de pronunciar una palabra, hasta que no pudo más y rompió en llantos. Estaba a dos metros de él y no lo podía creer. Para que se hagan una idea, los contrincantes estaban ubicados en medio de la cancha y en torno suyo había un círculo de chamaquitos que no paraban de enzarzarlos. Pues tan pronto vieron que Guillermito no podía controlarse las lágrimas, estallaron en burlas, risotadas y lo insultaron de la manera más abyecta posible. Un señor que curioseaba por los alrededores y yo tuvimos que sacar a Guillermito a empellones. —Vámonos —le insistía, pero mi amigo no se recuperaba y aún no emergía del shock. Una vez que los sollozos y las lágrimas cedieron comentó que hablaría con Papo para que le diera otra oportunidad. Sin embargo, tan pronto se puso de pie los sollozos, las lágrimas y los mocos arremetieron. Al rato desistió y nos fuimos como habíamos llegado, Guillermito sentado en la barra de mi bici y yo pedaleando. Mientras más nos alejábamos de la cancha más sereno mi amigo se ponía. Le pregunté qué le había ocurrido y él me confesó que el ritmo lo había abandonado. Me vinieron a la mente esos momentos en que rapeábamos juntos y él me decía que mantuviera el ritmo arriba, que no lo dejara caer, como si el ritmo flotase sobre nuestras cabezas y pudiéramos tocarlo si alzáramos la mano. —Querrás decir que se te cayó —le dije como para evocarle ese recuerdo. Pero Guillermito negó con la cabeza y aseguró que no se le había caído, sino que lo había abandonado como un superhéroe cuando pierde sus poderes. Fue entonces que pasó una camioneta 4 x 4 que casi nos atropella. Frenó con un chirrido y dio reversa. Tan pronto nos alcanzó el conductor bajó el vidrio tintado y yo reconocí a uno de los chamacos que habían estado en “La pelea de titanes”. De seguro era un quinceañero a quien el papá le había prestado la camioneta para que fuera al evento y se la presumiera a todo el mundo. —¡Raperos wannabe! —nos voceó haciendo una mueca. A Guillermito le volvieron las lágrimas y a mí eso me encojonó tanto que tuve que hacer un gran esfuerzo para mantener el equilibrio y no estrellarnos. Ya que no le hacíamos coro el chamaco subió el vidrio y la camioneta aceleró a todo dar. Al verla perderse en la calle supe que con ella también se perdían mis ganas de ser rapero.

David Gallard, Ray of Light, 2009. CC BY

En lo que quedaba de vacaciones no volví a ver a Guillermito. Me imaginaba que estaría avergonzado por lo ocurrido, así que no insistí mucho y lo dejé en paz. Pero ya que pasaban los días y no lo veía fui a visitarlo. Su mamá me recibió y me dijo que lo esperara en el mueble de la sala. Me senté y al minuto escuché a Guillermito pelearle a su mamá y gritarle que no quería verme a mí ni a nadie. Me esfumé antes de que la señora volviera. Acabaron las vacaciones y las clases ocuparon todo mi tiempo. Coincidimos unas cuantas veces, pero no mencionamos el suceso, no por reticencia ni nada por el estilo, sino porque era algo que ya había quedado atrás y que habíamos superado. Después vino nuestra mudanza y yo perdí contacto con todos mis viejos amigos. A algunos los veía en fiestas, a otros paseando por la ciudad y otros coincidimos en la universidad o en actividades. Sin embargo, no volví a toparme con Guillermito en todo ese tiempo. Tuvieron que transcurrir veinticinco años de “La pelea de titanes” para que me lo encontrara en un supermercado. Iba pasando por una de las góndolas cuando vi a mi viejo amigo empujando un carrito medio lleno y lo saludé efusivamente. Pese a que ahora tenía bigote y lentes, mantenía esa misma cara de rasgos agradables y esa sonrisa que no sé por qué me hizo pensar en Gandhi. Me habló de su familia y me contó que era pastor de un templo evangélico. —¿En serio? —le pregunté sorprendido. Como si lo quisiera confirmar, sacó una tarjetita donde se leía el nombre de la iglesia y me convidó a que lo fuera visitar un día. Pensé entonces en preguntarle si había recuperado el ritmo, pero por temor a que me respondiera que el ritmo era Cristo o que Cristo le había devuelto el ritmo, me abstuve y lo dejé que continuara empujando su carrito y prosiguiera con su compra.

Imagen de portada: Antonio Rull, Rap, 2012. CC BY-SA