Ser yo sin los Otros

Animales / dossier / Mayo de 2020

Alejandra Ortiz Medrano

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Si estuvieras en una playa de España, del Reino Unido o algo más cálido, como Australia (en realidad para esta fantasía podrías estar en casi cualquier lugar del océano Atlántico, del Pacífico o del Índico, así que imagínate cualquier playa), tal vez podrías ver que flota algo parecido a una bolsa del súper inflada con aire, de tonos azulados y unos tentáculos de 40 metros. Entonces lo más sensato sería alejarte de ese lugar y advertir a quien se pueda, pues esa criatura muy probablemente sería una carabela portuguesa, Physalia physalis, con la capacidad de infligir un terrible dolor a través de su veneno, que en (raros) casos puede ser mortal para los humanos. En esta fantasía en la playa una mujer se apresura a gritar “¡una aguamala!”. Entonces un hombre, naturalmente, se apresura aún más a corregirla: “es una medusa”. Ambos estarían más o menos en lo incorrecto. Llamamos coloquialmente medusa a todos los animales gelatinosos que tienen forma de paraguas con tentáculos, pero para quienes las estudian y les ponen nombres científicos, las medusas “verdaderas” sólo son unas, clasificadas dentro de la clase Scyphozoa. La carabela portuguesa está emparentada con esas medusas verdaderas, pues ambas pertenecen al grupo de los cnidarios, en el cual también están los corales. Pero el hombre y la mujer que están más o menos en lo incorrecto no se equivocan en el nombre que cada quien asignó a la carabela, sino en el pronombre: la carabela no es un animal, sino muchos.

Carabela portuguesa (Physalia arethusa), modelo de cristal victoriano. Museo Nacional de Gales

La carabela portuguesa es un sifonóforo, probablemente el más célebre de todos, pues de vez en cuando el viento las arrastra hacia costas vacacionales, donde con frecuencia se cierran playas por el riesgo de sus piquetes. Los sifonóforos son animales muy peculiares, entre otras cosas porque es difícil saber si cada uno es uno o es unos, o si son unos que hacen uno (y entonces surge la duda sobre qué sería lo individual, pero ya hablaremos de eso). Otra de sus peculiaridades es que quien logra ver uno(s) generalmente se enamora, como le ocurrió a Ernst Haeckel, famoso naturalista del siglo XIX:

Los sifonóforos superan todas las formas animales en estas aguas por su belleza y delicadeza, y por su gran interés científico […] Estas colonias de medusas que nadan en las aguas son bastante similares a los ramos de flores, y tienen una estructura intrincada que indica una división del trabajo muy interesante y bastante avanzada. Piense en un delicado y delgado ramo de flores, cuyas hojas y capullos de colores son tan transparentes como el vidrio, un ramo que se enreda en el agua de una manera elegante y viva; entonces tendrá una idea de estos maravillosos, hermosos y delicados animales coloniales.1

Es difícil presenciar a un sifonóforo. La mayoría de estos animales viven en aguas oceánicas, en una zona que no es ni la superficie ni el lecho marino (entre los 300 y los mil metros de profundidad), sin luz, sin calor y sin nada a qué aferrarse. En este ambiente, donde ni la gravedad ni las corrientes marinas son un reto, casi toda la vida flota libremente, y las presiones (o libertades) selectivas de su historia evolutiva les han hecho cuerpos transparentes, gelatinosos y delicados. Cuarenta metros (o tan sólo unos centímetros, dependiendo de la especie) de material viscoso, traslúcido, frágil al punto de desintegrarse en cachitos al tacto: esto que nos parece un animal, un individuo, una sola cosa, es en realidad una pregunta hacia eso mismo que parece, pues cada sifonóforo es una colonia, un agregado de varios seres, que por sí mismos son también un animal individual.

Un(os) sifonóforo(s)

Los animales coloniales como los sifonóforos están compuestos de varios zooides integrados fisiológicamente. Un zooide es un animal multicelular que en su estructura es similar a cualquier animal solitario, pero en este caso viven agarrados unos a otros y llevan una vida completamente dependiente de su colonia. En el sifonóforo los zooides tienen funciones distintas. Algunos llevan a cabo la reproducción, otros la digestión. Unos le dan flotación al cuerpo, otros le dan propulsión a chorro para el movimiento. Esta integración vuelve al sifonóforo una colonia depredadora (o un animal depredador, como lo queramos llamar), donde algunos de los zooides realizan la función de atrapar a través de tentáculos, comer y digerir, compartiendo con el resto de los zooides el alimento (usualmente peces y crustáceos) a través del sistema circulatorio, que es lo que los mantiene conectados. Para que esto sea posible, cada zooide está altamente especializado en su función, y terriblemente mal preparado para cualquier otra. Esto quiere decir que los zooides que dan propulsión a la colonia no pueden hacer otra cosa más que dar propulsión a través de sus cuerpos con forma de medusa. No tienen lo necesario para comer, así como los zooides que comen no tienen lo necesario para nadar. Todos los zooides de un sifonóforo son clones, y las colonias que forman crecen al clonar más y más animalitos. Es una forma de crecimiento muy distinta a la humana. Al nacer, un bebé humano viene completo, y para crecer cada parte de su cuerpo aumenta de tamaño durante su vida. Un sifonóforo, por el contrario, crece al clonar más zooides y así integrar más cuerpos pequeños a su colonia. Es como si un bebé comenzara a producir pequeños clones de sí mismo que realizaran tareas especializadas: uno se reproduce, otros caminan y algunos comen, y todo esto en un mismo cuerpo. Los nuevos clones emergen en un patrón preciso y específico para cada especie. Por ejemplo, 15 zooides que hacen digestión son seguidos por veinte zooides tentaculares, a los cuales le siguen zooides reproductivos, y así se repite un patrón en el cual puede haber hasta 12 tipos distintos de zooides que forman lo que reconocemos visualmente como un animal, el sifonóforo. De esta manera, los sifonóforos logran una compleja organización de funciones dentro de un cuerpo integrado, a través de una estrategia muy diferente a la que nos es más familiar: la de nuestros propios cuerpos, en donde las funciones especializadas son realizadas por órganos, no por conjuntos de animales. A pesar de esa radical diferencia, tanto en humanos como en sifonóforos existe un cuerpo discreto y reconocible como uno solo, como una unidad. Pero existen otras formas de organización animal donde la unidad funcional es aún más borrosa. Por ejemplo, en un hormiguero.

La vida verdaderamente social

En un hormiguero hay una vida social muy activa, aunque esa actividad no es la misma para todos sus miembros. Unas hormigas están cuidando huevos, larvas y pupas; otras construyen el nido, buscan alimento, defienden el hormiguero de peligros. Con frecuencia la tarea de cada hormiga es específica y a veces depende de la edad. Todas las hormigas que realizan estas tareas, que llamamos trabajadoras u obreras, son estériles. No tienen manera de reproducirse. Quien se encarga de esa actividad, a nombre de toda la colonia, es la hormiga reina.

Hormigas construyendo un nido. Fotografía de Troup Dresser, 2011

Las hormigas son animales eusociales. Esto quiere decir que viven en grupos donde cooperan en el cuidado de los juveniles aunque no sean sus hijos, pero sobre todo que hay especialización en las tareas que realizan en la colonia, incluida la reproducción. En los animales eusociales la vida depende totalmente de los otros, y no solamente porque los demás realicen funciones importantes sino por razones que aún no entendemos muy bien: si a una hormiga se la aísla de otras muere diez veces más rápido que si se la deja con su hormiguero, sin importar que se le proporcione alimento y cobijo para su solitaria existencia. Otros ejemplos de eusocialidad son las abejas, las termitas, las avispas y la rata topo desnuda, el único mamífero con este tipo de organización. A partir de la forma de organización de los animales eusociales se ha antojado —pues aún es un término controvertido— describir sus unidades sociales como superorganismo. Esto es, un grupo de individuos que actúan de manera organizada, produciendo fenómenos que son dirigidos por el colectivo. En otras palabras, grupos de organismos actuando para lo que la colonia “quiere”, por ejemplo cuidar a los jóvenes, recolectar comida o elegir un nuevo sitio para habitar. Los superorganismos operan como unidades, y se los compara con cuerpos de animales individuales, en los cuales todos los componentes, como células y órganos, trabajan para el mantenimiento de la vida del ente del cual forman parte. Las entidades individuales en los superorganismos son, como los sifonóforos, también una pregunta, o al menos una duda muy razonable: ¿Cuál es el individuo? ¿Qué es la unidad? ¿Cómo reconocer la identidad en un sistema en el cual todas las partes son interdependientes? Y claro, como cualquier duda que efectivamente nos parezca a casi todos razonable, se tiene que hablar aunque sea un poco sobre nosotros mismos. ¿Qué nos puede decir —o desdecir— sobre la individualidad humana?

Ser yo sin los Otros

En un cuerpo humano hay entre 30 y 40 trillones de células humanas, y se calcula que más de cien trillones de células de microorganismos, especialmente bacterias. En añadidura, los genes microbianos en acción en nuestro cuerpo superan más de cien veces el de genes humanos. El microbioma, que son todas esas bacterias, hongos, protozoarios y virus que habitan en nosotros, hace importantes funciones sin las cuales la vida humana sería, en el mejor de los casos, más complicada, como la digestión y la inmunidad. Es por esto que para mucha gente hablar del cuerpo humano implica, necesariamente, hablar también del microbioma. El microbioma subyace a procesos tan íntimos y fundamentales para la identidad humana como la personalidad y la cognición, el metabolismo y el sistema inmunitario. Por esta razón algunas personas han propuesto que cada uno de nuestros cuerpos es también un superorganismo, pues lo que nos hace nosotros no es únicamente humano, y por lo tanto no somos nada más un individuo de una especie. Cada uno de nosotros somos un montón. Podemos también pensarnos como piezas de un superorganismo mayor. Más allá de lo que sucede en cada uno de nuestros cuerpos, los seres humanos somos una especie totalmente social. La cultura, con sus herramientas, conocimiento y aprendizajes, es una parte esencial de nuestra especie. Y la cultura, necesariamente, se hace en colectividad. Podríamos decir que las sociedades humanas, de cierta manera, se comportan también como una colonia eusocial, como un superorganismo, en particular porque es difícil pensar que una persona totalmente aislada logre sobrevivir. ¿Puedo ser yo sin los otros? Para un zooide de sifonóforo la respuesta claramente es no. Para una hormiga la respuesta, si no totalmente negativa, da únicamente para vivir un décimo de lo que viviría con las demás. Pero, ¿y en el caso de los humanos? Eso no puede responderlo la biología de los sifonóforos, ni de las hormigas, ni siquiera la nuestra. Sabemos algunas cosas, como que la falta de interacciones sociales humanas está correlacionada con tasas altas de mortalidad, y que el aislamiento social podría ser un hábito tan mortal como fumar. Pero tal vez esa pregunta, en los humanos, no se puede responder únicamente con investigaciones científicas. Stanisław Lem, maravilloso escritor polaco, nos otorga estas palabras a manera de respuesta, al reseñar un libro inexistente en el cual un nuevo Robinson Crusoe inventa o alucina a los habitantes de la isla desierta en que se encuentra:

Tenemos la convicción de que las acciones de Robinson en sus “ataques de locura” no demuestran su enajenación, ni tampoco se pueden interpretar como una polémica falta de sentido. La intención inicial del protagonista de la novela es racionalmente sana. Él sabe que la limitación de cada hombre está en los Otros. La creencia, deducida de ello con demasiada premura, conforme a la cual bastaría con liquidar a los Otros para conseguir la libertad perfecta, constituye una falsedad psicológica, comparable con la falsedad física que intentara hacernos creer que, puesto que la forma del recipiente condiciona la del agua en él contenida, bastaría con romper todos los recipientes para dar al agua la “libertad perfecta”. Lo que de hecho ocurre, es que, de igual modo que el agua, libre del recipiente, se derrama en un charco, el hombre absolutamente solitario explota, adquiriendo su explosión la forma de una desculturización total.2

Así, aún con cuerpos vertebrados y consistentes, los humanos somos, como los sifonóforos, delicados y frágiles. También nos rompemos con facilidad cuando nos separan de los otros.

Imagen de portada: Termitas cargando alimento. Fotografía de Budak, 2017

  1. Carta de Haeckel a su amiga Jena, 23 de enero de 1867, citada en Robert J. Richards, Tragic Sense of Life. Ernst Haeckel and the Struggle Over Evolutionary Thought, The University of Chicago Press, Chicago, 2008. 

  2. Stanisław Lem, Vacío perfecto, Impedimenta, Madrid, 2008.