Ya no sirve

Menopausia y Andropausia / dossier / Octubre de 2022

Sheerly Avni

Traducción de: Virginia Aguirre

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La perimenopausia me vino de pronto.

​ Empezó hace unos dos años, pocos meses antes de que cumpliera 50: sudoraciones nocturnas ocasionales, necesitar tampones extras porque mi periodo había decidido llegar cuando quería, la vaga sensación de que tal vez mis estados de ánimo eran un poco más raros de lo necesario y la férrea certeza de que fácilmente podría enfrentar cualquier cosa que sucediera.

​ La vida pintaba bien. Las vacunas contra el Covid estaban en camino, nadie cercano había muerto, trabajaba con buenos amigos en proyectos que me entusiasmaban y me acababa de mudar con mi marido G de la Ciudad de México a esa fuente inagotable de bienestar que es Valle de Bravo, donde si uno arroja una piedra le da a un instructor de danza extasiado tratando de vender cohosh negro. Todos los días cruzaba para ir al rancho de mi vecino y pasar el rato con Princesa, una yegua castaña en libertad que se me acercaba cada vez que la llamaba por su nombre. Y estábamos construyendo una casa en pleno bosque, rodeada de pinos, olmos, mariposas y silencio.

​ Hay quienes van a spas para aliviar el estrés. Yo vivía en uno.

​ Pero de repente ya no podía disfrutarlo. Y aunque reconocía los síntomas físicos, suponía que esas malas sensaciones debían ser culpa mía, producto de mi debilidad de carácter. Desde mi hipersensibilidad a los desaires reales e imaginarios que reproducía en mi mente ad nauseam durante mis caminatas por aquel bosque sanador, a la desaparición súbita de mi tolerancia a la frustración —no poder abrir un frasco de mermelada; además de hacerme llorar, terminaba con el recipiente estrellado sangrando frambuesas y astillas de vidrio en el suelo—, el problema era yo.

©Aleah Chapin, *We Held the Mountains on Our Shoulders*, 2017. Cortesía de Flowers Gallery©Aleah Chapin, We Held the Mountains on Our Shoulders, 2017. Cortesía de Flowers Gallery

​ Miraba las fotos de nuestra boda y no lograba entender por qué sonreíamos mi esposo y yo. No soportaba hablar con mi familia. Entraba en pánico cuando me preguntaban “¿cómo estás?”. Los árboles alrededor de la casa me parecían siniestros. Incluso a plena luz del sol no veía hojas verdes, sino ramas desnudas que me acechaban como si fueran garras. De manera repentina e irracional empecé a sentir terror de morir. Me van a matar, pensaba, aquí afuera, en el bosque, donde nadie me oiría gritar. O me iba a tropezar en una de mis caminatas y descalabrar al caer contra una piedra. O me daría un infarto en el porche del frente y los médicos no llegarían a tiempo.

​ Conforme fue pasando el tiempo, en vez de preocuparme por la muerte, empecé a anhelarla, a fantasear con el alivio, la paz.

​ Los expertos lo llaman ideación, un primer paso hacia el suicidio, pero todavía no extremo.

​ Lloraba todos los días sin saber por qué, a veces horas sin parar. Estaba sumida en pensamientos sombríos: antiguos errores, peleas con amigos en mis días universitarios, hilos de Twitter que me enfurecían, cavilaciones sobre el cambio climático, Roe contra Wade, negociaciones de contratos llenas de traspiés… y, por último, formas de resolver yo misma las cosas. Una pistola. Pastillas. Saltar de un puente lo bastante alto.

​ La pregunta obvia: “¿Por qué no fuiste a un médico?”.

​ ¿Un médico? Por favor, estaba abrumada por tantos médicos. Desde el principio: psiquiatras, endocrinólogos, ginecólogos, cada uno más caro y exclusivo que el anterior. Los que había consultado, los que podían darme una cita en 2023, los herbolarios-gurús que resultaban ser antivacunas (otra vez, Valle) y los especialistas que prometían un coctel personalizado de hormonas pero que no me habían vuelto a llamar todavía. Todos muy recomendados por una amiga o un amigo que juraban que esa persona hacía milagros. El mejor. Un salvavidas. Caro, pero valía la pena.

​ Estaba la que decía que todo se arreglaría con un implante de comprimidos de testosterona, pero que primero necesitaba una histerectomía total, mediante un procedimiento quirúrgico de 200 mil pesos que, por casualidad, era también su especialidad. Cuando me llevé las manos al abdomen y le dije que quería conservar mi útero donde estaba, dentro de mí, donde nos habíamos llevado bien durante años, la doctora me miró perpleja y me dijo: “¿Por qué? Ya no sirve”.

​ Estaba el que exhibía una pared llena de diplomas de universidades prestigiosas y me cobró un mes completo de mi salario por un solo tratamiento de ketamina. “Uno es suficiente —dijo— es un silver bullet”. Me prometió que sus honorarios incluirían una cuidadosa atención posterior, pero cuando le escribí para decirle que no me sentía mejor, que seguía llorando a diario por horas, me recomendó escuchar a Mozart y llamarlo en tres o cuatro días.

​ Otra me recetó una inyección de las que duran tres meses, sin consultar mi historial médico. Descubrí, a las malas, con el pecho agitado y lágrimas corriéndome por las mejillas, que tenía una condición preexistente que hace que la inyección no sea “recomendable para algunos pacientes” o, como me gusta pensarlo, convierte el alma de un paciente en una celda cubierta de telarañas donde llega a morirse la alegría.

​ Continué con ella porque no consideraba necesario arrancarme el útero (cada vez me conformaba con menos). Pero cuando la llamé unas semanas después para decirle que seguía sintiéndome fatal y no creía que la inyección estuviera funcionando, me respondió que recordara que a muchas personas les falta un brazo o una pierna. Casi le pregunté si tomaría mi dolor más en serio en caso de que tuviera un síntoma visible, como un brazo o una pierna menos.

©Alejandra Alarcón, de la serie *El libro de la sangre*, 2018. Cortesía de la artista©Alejandra Alarcón, de la serie El libro de la sangre, 2018. Cortesía de la artista

​ Llamé a un amigo querido, que casualmente también es un ejecutivo farmacéutico, para pedirle una recomendación. “En México —suspiró— la menopausia es a menudo más una cuestión de resiliencia que de tratamiento”.1

​ Y entonces agregué: “Gracias por mis brazos y mis piernas” cuando hice mi siguiente lista de motivos para estar agradecida, un temido ritual nocturno que, según internet, sanaría todas mis heridas. Escuché a Mozart una y otra vez. Nadaba a diario, meditaba, tomaba aceite de hígado de bacalao y comía kale, muchísimo kale.

​ Y todavía intercambiaba memes en mis chats grupales de Whatsapp, usando resilientemente emojis los días en que no lograba encontrar palabras. Me presentaba a las reuniones por Zoom con los clientes, cumplía con los plazos y, si no podía evitar romper en sollozos en medio de una reunión, apagaba la cámara y cerraba el micrófono. A veces simplemente colgaba y aducía fallas en la señal de satélite.

​ Para marzo de 2022 tenía un plan, porque las mujeres resilientes hacen planes. El mío era el siguiente: me iba a cortar las muñecas a lo largo, como se debe hacer. Pero media hora antes tomaría un puñado de pastillas para dormir, muchas pastillas, porque así estaría demasiado somnolienta como para que me asustara mi propia sangre.

​ Lo haría en la noche, cuando mi esposo estuviera de viaje por trabajo, para no ensuciar los pisos de madera nuevos.


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La mujer nació para sufrir Charles Bukowski


En las mujeres, la tasa de suicidio más alta se encuentra entre los 45 y los 55 años.2

​ En fechas recientes, la explicación que se le ha dado a este hecho es la idea de que las mujeres en nuestro grupo de edad están experimentando un estrés adicional, atrapadas entre el cuidado de los hijos y el de las personas mayores, muchas veces teniendo también un trabajo de tiempo completo fuera de casa y sin saber cómo ahorrar para la jubilación. (Hasta hace treinta años, sin embargo, el consenso médico —al menos en los Estados Unidos— era que nos matamos por haber perdido el atractivo físico o la fertilidad).

​ Si buscamos en Google suicidio y menopausia juntos, nos enteraremos de que una de cada diez mujeres en la perimenopausia también admite tener sentimientos suicidas. Esas dos estadísticas, vistas a la par, deberían dar lugar a un mayor sentido de urgencia en el debate público. Con cifras como esas, ¿cómo es que la perimenopausia puede simplemente “venirle de pronto” a una persona?

​ Y no soy solo yo.

​ B, 48 años, en la Ciudad de México. Terminó con su pareja de mucho tiempo en los momentos en que el Covid nos mantenía a todos en casa. Cuando dejó de tener su periodo —supuso que por el estrés de estar sola durante la pandemia—, B no hizo más que abrirse paso a empellones a lo largo del año. Y salió adelante. Solo cuando las vacunas permitieron las citas médicas regulares su médico la felicitó: “Se acabó, eres posmenopáusica”.

©Aleah Chapin, *Step*, 2012. Cortesía de Flowers Gallery©Aleah Chapin, Step, 2012. Cortesía de Flowers Gallery

​ “¿Por qué —B me preguntaba hace unas semanas, en un hermoso día caminando por el bosque de Chapultepec— parece que nuestro diagnóstico siempre viene después de los hechos?”.

​ Mi mejor amiga, que vive en Los Ángeles y trabaja en el servicio público, estuvo al pendiente de mí todos los días el año pasado. Dedicó tiempo para ayudarme a buscar tratamientos, incluso compró un pasaje de última hora para venir a cuidarme en una semana particularmente complicada. La menopausia difícilmente le pasaba inadvertida.

​ No obstante, a lo largo del año, después de trabajar doce horas diarias, se encontraba sollozando sola en el baño luego de que su familia se fuera a dormir, convencida de que era una mala madre, una mala esposa, una mala activista. No se le ocurrió —o me avergüenza decirlo, no se me ocurrió— hasta este mes que quizás había algo más y que debía hacerse un perfil hormonal. Había caído en el mismo punto ciego cultural que el resto de nosotras y se estaba ahogando en él.

​ Otras amigas me han contado las mismas historias, pero me han pedido que no escriba sobre ellas, ni siquiera cambiando detalles, porque la vergüenza y el silencio en torno a la salud mental —y la menopausia— siguen estando muy arraigados.

​ En la vida real el silencio no tiene que ver con la falta de información. Está toda ahí: los libros, los podcasts, los gurús en Instagram, los emprendedores de TikTok que se presentan como coaches para transiciones. Pero no basta con que el mensaje esté disponible si sistemáticamente se borra del discurso público diario y hegemónico. Porque la menopausia no solo es invisible, también es invisibilizada: la eliminan de la cultura pop, de los medios de comunicación, de la formación que reciben los médicos, incluso de las conversaciones que sostenemos entre mujeres.

​ ¿Qué quiero decir con “invisibilizada”? Me refiero al segmento de noticias de la National Public Radio sobre sudoraciones nocturnas que se transmitió el mes pasado en los Estados Unidos sin que se mencionara una sola vez a las mujeres en la menopausia. Me refiero a un estudio en el que un 80 por ciento de estudiantes de medicina señalaron que se sentirían “incómodos” hablando de ese tema con sus pacientes. Me refiero al podcast que más escuchaba para tratar de encontrar la manera de sentirme mejor, en el que un psiquiatra entrevista a otros psiquiatras sobre formación profesional y los avances recientes en ese campo. Es un excelente podcast, pero de 157 episodios ni uno solo se dedicó al apoyo para pacientes en la perimenopausia.

​ En cambio, hay una discusión a fondo sobre cómo identificar a una mujer psicópata.


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Me estaba yendo a la ruina con todos los tratamientos-que-no-eran-tratamientos, así que empecé a leer por mi cuenta. Tenía repisas llenas de manuales sobre menopausia cuidadosamente anotados, todos publicados en fechas recientes, todos escritos por médicas. Aunque discrepaban en varios puntos, había suficientes coincidencias como para sentirme segura de que quería hormonas y también saber con cuáles quería empezar. Elaboré mi propio plan de tratamiento. Lo compartí con mis médicos y les pedí que me expidieran una receta.

​ Nadie respondió. Al parecer, a los doctores no les simpatizan las pacientes que hacen esto.

​ Para entonces rara vez dormía más de tres horas diarias y me estaba desmoronando. Un día particularmente helado y húmedo en el bosque, mientras la lluvia golpeaba la azotea, le dije a G que creía que era hora de que empezáramos a buscar un centro de salud mental, un lugar en el que pudiera internarme, voluntariamente, porque ya no confiaba en mí cuando me quedaba sola.

​ G tenía otras ideas. Se puso a buscar en Google y encontró una clínica pública propiedad de mujeres, ubicada en el norte de la Ciudad de México, que tenía muchas calificaciones de cinco estrellas. No había listas de espera ni asistentes que pidieran el pago de un anticipo, solo una cita, al día siguiente.

​ Y esto fue lo que pasó la tarde del día siguiente en el consultorio de la doctora Lizbeth Martínez, en CAFI (Centro de Atención Femenina Integral). Me hizo un ultrasonido. Analizó los resultados de mi resonancia magnética. Revisó mi perfil hormonal, despacio, deteniéndose para hacer preguntas. Le conté todo. Cómo me había estado sintiendo. Sobre mi historial médico. Sobre por qué lo que estaba sintiendo no era como una depresión, sino como una fuerte tormenta hormonal, algo así como mi peor día de síndrome premenstrual, pero constante y muchas veces más intenso.

​ Saqué un papel en el que había escrito mi receta tentativa.3

​ “Por lo que veo, has hecho toda una investigación”, dijo, y después, a partir de mis análisis, mencionó algunas preocupaciones que me invitaba a considerar. Enseguida me dijo que mi evaluación era correcta: mi crisis era hormonal, no relacionada con cuestiones psiquiátricas, y probablemente observaría una mejora en un lapso de un mes. Llenó la receta, me pidió que volviera en seis meses y me cobró menos de la tercera parte de lo que les había pagado a los otros médicos por una cita que duró el doble debido a todo el tiempo que dedicó a escucharme.

​ Eso fue hace tres meses. No he necesitado ninguna otra intervención médica además de los medicamentos que solicité ese día. Diría que he recuperado la condición mental y física que tenía en la premenopausia, pero probablemente estoy mucho mejor, supongo que porque toda esa meditación, ejercicio, aceite de hígado de bacalao y kale son ahora parte de mi rutina diaria. Y también porque, como dice Kristin Scott Thomas en sus ahora famosas palabras en la segunda temporada de Fleabag: “Es horrible, pero luego es magnífico. Algo que se debe esperar con anhelo”.4

​ Es magnífico porque, una vez que dejamos atrás aquello para lo que las mujeres servimos —“ya no sirve”—, nos liberamos de casi todas las ataduras que implica tener que escuchar las expectativas de otros, tanto en el plano profesional como en el personal. Es magnífico porque si ya no eres útil, nadie puede utilizarte, puedes rechazar todas las relaciones, los empleos y las interacciones que alguna vez nos redujeron a aquello para lo que servimos. Es magnífico porque por otro lado viene la claridad.

​ Pero antes de lo magnífico está la posibilidad de lo horrible. Y lo vuelve más horrible una industria médica —no estoy culpando en particular a ninguno de los médicos que vi. En su mayoría estaban haciendo lo mejor que podían dentro del sistema— que se siente muy a gusto matando mujeres.5 Mediante la falta de atención. Mediante el financiamiento insuficiente para investigaciones basadas en el cuerpo de las mujeres. Mediante la suposición —una corriente que nos atraviesa a todas las personas, incluidas aquellas que ejercen la profesión médica, pues no pueden evitar ser parte del mundo— de que si las mujeres sufren es porque se supone que debemos sufrir.

©Aleah Chapin, *Splitting the Silence*, 2018. Cortesía de Flowers Gallery©Aleah Chapin, Splitting the Silence, 2018. Cortesía de Flowers Gallery

​ La doctora Martínez se equivocó en algo. No fue necesario un mes. Me empecé a sentir mejor de inmediato. Porque por primera vez en más de un año la experta sentada frente a mí no me trató como un problema que había que arreglar, sino como a una narradora confiable de mi propia experiencia y una colaboradora en el proceso de curación.

​ ¿Cuál es el tratamiento radical y de avanzada que necesitamos? Profesionales de la salud que se tomen el tiempo para escucharnos.

​ También necesitamos reconocer que no importa cuánto citemos a bell hooks, Federici, Melchor, Ferrante, Serena o a Lizzo, no importa a cuántas marchas vayamos o cuántos hash­tags feministas publiquemos. La vergüenza y el silencio son insidiosos. Nos divorcian de nuestro cuerpo y nos adormecen ante nuestro propio dolor.

​ Entonces aquí va mi última solicitud: toma ese dolor en serio, incluso y especialmente si nadie más lo hace. Si eres una persona de 40 y tantos años que tiene —o alguna vez tuvo— un útero y te sientes fatal, hazte unos análisis de sangre. Si no puedes dormir, hazte unos análisis de sangre.6 Si te sientes abrumada y piensas que la razón es simplemente tu trabajo, tu marido, tu esposa, tus hijos, tus padres, tu nueva dieta, hazte unos análisis de sangre. Con regularidad, como un papanicolau. No dejes que te venga de pronto.

​ Y al carajo la resiliencia. Mereces un tratamiento.

Imagen d portada: ©Aleah Chapin, We Held the Mountains on Our Shoulders, 2017. Cortesía de Flowers Gallery

  1. Tenía razón, pero el problema no es solo México. Algunos de los ejemplos más atroces en este artículo son de mi país natal, los Estados Unidos. 

  2. Todas las personas con las que hablé, hombres y mujeres, suponían que la tasa más alta de suicidios era entre adolescentes, lo cual tiene sentido: desde La dama de Shalott hasta Por 13 razones, los medios de comunicación aman a las chicas jóvenes, en especial a las muertas. De cualquier forma, las mujeres en la cincuentena estamos a medio camino de salida. 

  3. Estrógeno transdérmico y tabletas de progesterona micronizada, en dosis bajas. Así de básico. El hecho de que tantos médicos anteriores, ninguno de ellos psiquiatra, insistieran en que necesitaba antidepresivos pero ni siquiera mencionaran estas hormonas me parece alucinante. Son medicamentos de venta libre, pero no los tomen sin orientación médica. Y desde luego, la terapia de reemplazo hormonal no es para todas, hay otras opciones. 

  4. Son famosas por ser palabras acertadas, pero también porque no hay mucha competencia, lo cual es ridículo en un paisaje mediático poblado de hombres en la cincuentena, empujados a tomar medidas extremas por cuestiones de salud mental y física. Si los hombres pasaran por esto, el perfil hormonal de Tony sería una temporada completa de Los Soprano. Si los hombres pasaran por esto, Walter White habría dicho “yo soy el que toca la puerta” sudando en medio de un bochorno. Si los hombres pasaran por esto, habría una película de la Guerra de las galaxias llamada “Episodio 13: Las lágrimas de los sith”

  5. Lean Unwell Women: Misdiagnosis and Myth in a Man-Made World, de Elinor Cleghorn. 

  6. Si tienes la suerte de tener un médico al que respetas, pregúntale cuándo hacerte la prueba hormonal. No son a prueba de fallas, porque nuestras hormonas fluctúan constantemente. Tu médico, en quien confías y que confía en ti, sugerirá un plan de tratamiento basado en mucho más que los resultados de un perfil hormonal. Pero es un comienzo.