dossier Bibliotecas NOV.2025

Ángel Soto

Bibliotecas: grandes esperanzas, poco presupuesto

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Muchos sitios se encuentran en calles cuyos nombres los definen con precisión. El recinto donde comienza esta historia es una modesta biblioteca pública ubicada al final de una vía cuyo apelativo incluye “del Puente”. Pero no me refiero a la estructura que conecta dos espacios, sino al sustantivo predilecto de todo oficinista. Aquí, como en esos fines de semana largos, hace varios años que la realidad está en pausa.

​ Cuando llego, al mediodía, el sol se cuela por los cristales agrietados de un ventanal. En unos minutos conoceré a la mujer que custodia este recinto al sur de la Ciudad de México. Descubriré que la necesidad la ha obligado a inventar una versión mexicana del kintsugi (el arte japonés que aprecia la belleza de los objetos reparados), pues hay una ventana remendada con cinta canela.

​ Paula Haro ha trabajado en la Biblioteca Pública San Nicolás Tolentino durante casi veinticinco años. La conocí —quizá sea más apropiado decir que ella me conoció, puesto que por entonces yo apenas rebasaba los diez años de edad— en los albores del milenio, cuando la biblioteca organizaba un curso de verano que más de una vez tuvo lista de espera. Los cupos eran limitados y los niños noventeros aún no habíamos sido raptados por la vida digital.

​ Hoy la visito para hablar de su vocación bibliófila e indagar en su labor. Un letrero en la puerta certifica que estamos en horario de atención al público, pero ahora mismo nadie más se encuentra aquí. Cuando llego a la cita, Paula está entretenida con un rompecabezas que ya sugiere el contorno de La noche estrellada de Van Gogh. Me invita a sentarme con ella frente al librero de los clásicos. Custodiados por viejas ediciones de El principito, Drácula, Oliver Twist —en fin, los infalibles—, me comparte el inventario de dificultades que arrastra la biblioteca (“mi biblioteca”, repetirá durante la conversación). Le señalo las ventanas rotas y ella reacciona con un gesto de autosuficiencia que ayuda a mitigar su frustración. Por ahora, ha logrado evitar un problema mayor.

​ A media charla, desvía la vista hacia un lugar indeterminado al otro lado del salón. La biblioteca de una planta es, en realidad, pequeña, pero los ojos de Paula la recorren como si se hubiese ensanchado por la noche. “¿Te imaginas? Antes siempre la teníamos llena”, suspira. Ahora parece que todo está de más: sobran mesas, sillas, estantes, esquinas, metros cuadrados. Falta lo esencial, lo que dotaría de sentido a este espacio: los lectores.

Biblioteca Vasconcelos, 2024. Todas las fotografías a color son de Vladimir Balderas Mondragón. © Del fotógrafo.

Si bien la tradición bibliotecaria en estas tierras data de la época prehispánica,1 su esplendor comenzó a gestarse a principios de los años ochenta del siglo pasado. En esa década, el país contaba con apenas 351 recintos para una población de 77 millones de habitantes. Durante el sexenio de Miguel de la Madrid se lanzó el Programa Nacional de Bibliotecas Públicas. Su objetivo parecía al mismo tiempo ambicioso y simple: instalar al menos una en cada municipio del país. Fue la gran apuesta del gobierno madridista para impulsar un acceso igualitario a la educación y la cultura. Naturalmente, una jugada de ese calibre requería un marco legal apropiado, de modo que en 1985 se creó la Dirección General de Bibliotecas (DGB) y el proyecto se codificó en la Ley General de Bibliotecas de 1988. Con ella, además, se institucionalizó la Red Nacional de Bibliotecas Públicas (RNBP), la gran floor manager de este entramado que al día de hoy sigue operando. La expansión fue asombrosa —en los primeros cinco años, el número ascendió a más de tres mil—, en particular si consideramos las crisis económicas que asolaron al país en esa década.

​ Hacia el final del siglo sobrevino una época de crecimiento más o menos constante. Durante los sexenios de Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, la plantilla siguió abultándose. Para 1996 había poco más de cinco mil bibliotecas instaladas (aunque no necesariamente en operación, como contaré más adelante). Incluso en los sexenios de alternancia y violencia extrema (gobernados por Vicente Fox y Felipe Calderón, respectivamente), el proyecto bibliotecario sostuvo su desarrollo. No deja de ser paradójico que el cenit de esta cruzada libresca —cuando la RNBP registró por primera vez más de siete mil recintos— haya ocurrido bajo el mandato del presidente que vivió algunos de los minutos más bochornosos de su sexenio tratando de recordar sus tres libros tutelares.

“¿Te imaginas? Antes siempre la teníamos llena”, suspira. Ahora parece que todo está de más: sobran mesas, sillas, estantes, esquinas, metros cuadrados. Falta lo esencial, lo que dotaría de sentido a este espacio: los lectores.


​ Vivimos en un país donde la propensión a lo multitudinario es una forma de la vanidad. En la actualidad, nos dicen las cifras oficiales recientes, tenemos “la red de bibliotecas más extensa de Latinoamérica”. La conforman 7 476 recintos, suficientes para dar cobertura a 93 % de los municipios del territorio.2 Si es verdad lo que dijo Jorge Luis Borges, que el paraíso se parece a una biblioteca, entonces debemos estar viviendo en el Reino de los Cielos. No obstante, sabemos que las estadísticas todo lo trivializan y que la realidad —vaya aguafiestas— es menos dichosa.

Hace unos años, en el momento más crítico de la pandemia de covid, Paula Haro y su única colega atendieron la indicación de confinamiento. Ambas forman parte del grupo de personas vulnerables por padecer enfermedades crónicas, de modo que la alcaldía Tlalpan determinó enviarlas a casa. Fueron casi dieciocho meses lejos de la biblioteca. Al regresar, en julio de 2021, la hallaron en un estado deplorable. Plantas muertas, estantes cubiertos de un polvo pegajoso por la humedad. ¿Acaso los libros también habían envejecido de forma prematura? En algún rincón, alguien olvidó un sándwich de mermelada y eso permitió que la frase “ratón de biblioteca” cobrara irónica materialidad.

​ La alcaldía —encabezada en ese momento por la perredista Alfa González— repartió kits de higiene a las bibliotecas de la zona: un pequeño bote de gel antibacterial, algunos cubrebocas desechables y un paquete de toallas de papel. Pero Paula y su compañera tenían una tarea profiláctica que reclamaba mucho más que ese simbólico botiquín. Así que, con sus propios recursos, costearon barras de jabón, galones de cloro, jergas y otros productos de sanitización.

Estudiantes en una biblioteca, ca. 1960. Fotografía de Nacho López. Fototeca Nacional, INAH CC 4.0.

​ Jocoso cronista de la ciudad, Chava Flores nos legó una canción que podría sintetizar la condición actual de nuestro sistema bibliotecario. En “Peso sobre peso” (mejor conocida como “La Bartola”), un hombre entrega dos pesos —estamos hablando de los años cincuenta— a su esposa y le da instrucciones precisas: “pagas la renta,/ el teléjono y la luz;/ de lo que sobre,/ coges de ahí para tu gasto;/ Guárdame el resto/ para echarme mi alipús”. A las bibliotecarias y bibliotecarios de México se les exige algo semejante.

​ Para que haya lectores, es preciso que haya recursos. No obstante, en muchos casos, la RNBP se sostiene gracias a la buena voluntad y el ingenio de sus trabajadores, que consiguen hacer rendir el presupuesto.

Hablar de carencias en México es como hablar del frío en Siberia. Nada más normal que leer noticias sobre recortes presupuestales mientras la vida sigue su curso en permanente estado de encarecimiento.

​ En el invierno de 2015, Conaculta elevó su rango a secretaría federal. Lamentablemente, el ascenso no incluyó aumento presupuestal. De acuerdo con los análisis de la organización civil Fundar, el presupuesto anual asignado a la Secretaría de Cultura (SC) en la última década ha menguado de forma constante. Y el Paquete Económico 2026 no luce más prometedor, pues prevé una reducción del 13 % respecto al periodo previo. En su primer año de operaciones, la SC recibió diecinueve mil millones de pesos; una década más tarde, recibirá trece mil millones. De ese tamaño ha sido el menoscabo.3 He aquí la gran dolencia de las bibliotecas: la falta de recursos. De ella se derivan todos los males que mantienen encallado a este leviatán institucional.

El personal de la Biblioteca Renato Leduc, ubicada en la alcaldía Tlalpan, ha experimentado la escasez de primera mano. “No tenemos gente de intendencia”, explica María de Lourdes Valverde, que suma veinticuatro años de servicio. Es la más veterana entre las cinco bibliotecarias que se turnan la atención en este lugar que, no obstante su buen tamaño, resulta difícil de hallar por estar enclavado en una unidad habitacional. “Cada quien hace una parte, los baños, los tinacos, la cisterna, la bodega… Solamente así nos mantenemos al día con la limpieza”. Me cuentan que no han encendido las computadoras en más de un año: el deterioro de la instalación eléctrica no lo permite. Hay, eso sí, acceso a internet, pero sin equipos funcionales sirve de poco.

​ Tampoco la promoción de sus propias actividades escapa de la precariedad. Antes de la pandemia, recuerda, los cuentacuentos reunían a una modesta pero devota grey de treinta personas, entre niños y adultos, por sesión. Para anunciar esas tertulias, las trabajadoras compraban cartulinas fosforescentes, plumones y revistas para expropiar alguna ilustración. Con paciencia y buen ánimo, diseñaban letreros cuya vida útil era tan larga como la de una servilleta de taquería. No importaba. Los dividendos de su inversión se contaban en sonrisas.

Niñas observan libros en una biblioteca escolar, ca. 1955. Fotografía del Archivo Casasola. Fototeca Nacional, INAH CC 4.0.

​ Sin ánimo de romantizar las limitaciones, me dirijo a Elvira Rivera, otra de las bibliotecarias de la Renato Leduc. Le pregunto si, pese a todo, disfruta su trabajo. “Muchísimo”, me responde de inmediato. “En primera, porque me encanta leer. Soy de las personas que a veces leen hasta cuarenta libros al año.” Me muestra el que lleva en la bolsa: una edición amarillenta, pero bien conservada, de El llano en llamas. “Una bibliotecaria siempre debe estar informada”, me dice con el tono de quien alecciona a la juventud. “Debe escuchar música, ir al teatro, al cine. Se debe cultivar.”

​ Con demasiada frecuencia, el entusiasmo flaquea ante la evidencia. Es lo que ocurre con la profesionalización del personal. Vuelvo a la historia de Paula. Certificada a nivel técnico por la UNAM, lamenta, con la probidad que le confieren sus años de experiencia, que muchas personas lleguen a las bibliotecas sin la preparación adecuada: “Las trabajadoras de los Cendis (Centros de Desarrollo Infantil) se cambiaron para acá. Quisieron venir a las bibliotecas porque aquí tenemos tres periodos vacacionales. Ahora se dicen bibliotecarias, pero no tienen ni la categoría ni los estudios”. Aunque me inquieta la altivez con la que dice esto, su afirmación me parece reveladora.

​ Pero esta circunstancia no debe atribuirse al personal —que, después de todo, sólo busca maneras dignas de subsistencia—, sino a la tibieza de los burócratas de alto rango que incumplen el cometido de honrar los preceptos jurídicos. La ley de 1988 estipulaba que las bibliotecas públicas debían operar en un esquema tripartito. La SEP (a través de la DGB) se encargaría de formar y capacitar al personal, mientras que los gobiernos estatales y los municipales asumirían la tarea de adscribir y remunerar a los trabajadores. Spoiler: en la mayoría de los casos, no ocurrió así.

​ No es arriesgado decir que la falta de profesionalización es un problema sistemático enraizado en causas complejas. Los expertos Diana Quezada Escamilla y Federico Hernández Pacheco, del Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas y de la Información de la UNAM, documentaron que hace unos años la escolaridad máxima de la mayoría de los bibliotecarios públicos oscilaba entre la secundaria y la preparatoria (31 % y 34 % respectivamente). Sólo un 11 % acreditaba un título universitario y la mayoría no era especialista en bibliotecología. Los investigadores encuestaron a trabajadores de unas doscientas cincuenta bibliotecas de todo el país y descubrieron que tenían dos grandes causas de agobio: la deficiente —en muchos casos, inexistente— capacitación continua y la estrechez salarial. El sondeo arrojó que buena parte de la fuerza laboral percibía un salario menor a los tres mil pesos mensuales.

Biblioteca Vasconcelos, 2024.

​ Elvira Rivera pone énfasis en el sistema escalonado que rige a los bibliotecarios. Ella y María de Lourdes se encuentran en el nivel que denominan “pie de raya”: el más bajo del organigrama. “No, no es posible escalar a otro nivel, a lo mejor como jefas de área, como subdirectoras”, reclama. “Ni podemos ni nos dejan, porque con cada administración llegan los recomendados. Ellos son los que se quedan siempre con esos puestos; así no podemos aspirar a más.”

Baluarte de la capital mexicana, la imponente Biblioteca Vasconcelos también lidia frecuentemente con las cortapisas. Una y otra vez, el sindicato convoca a huelga para exponer las “condiciones de trabajo insostenibles”. En una de las más recientes, acusaron a Rodrigo Borja Torres, responsable de la DGB, de ignorar sus demandas. Aseguran, además, que la administración impone sanciones económicas y que esta severidad ha contribuido a crear un ambiente hostil.

​ Ante la dificultad para sostenerse, muchos espacios optaron por el cierre. Un informe de la SEP muestra una preocupante tendencia a la baja en el número total de bibliotecas públicas. Entre 2017 y 2022, la Red Nacional perdió 1 998 recintos, lo que representa una reducción del 26.8 % del total que llegó a tener. Según datos de la DGB, actualmente han cerrado 926 bibliotecas.

​ Ha habido agravantes. El terremoto del 19 de septiembre de 2017 dañó de forma severa más de quinientos inmuebles que no han logrado recuperarse. Para colmo, después del temblor sufrieron saqueos. En otros casos, las inundaciones en temporada de lluvias han estropeado los acervos.

​ Nuestra infraestructura bibliotecaria retrocede al siglo XX.

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La redacción de la ley de 1988 dejaba claro que, para los legisladores de entonces, una biblioteca no era otra cosa que una bodega bien organizada. De acuerdo con su definición, se consideraba biblioteca “todo establecimiento que contenga un acervo impreso o digital de carácter general superior a quinientos títulos, catalogados y clasificados”.

​ En 2021, el Congreso mexicano finalmente se sacudió 33 años de modorra legislativa al respecto. La reforma a la Ley General de Bibliotecas prometía acceso más expedito a acervos impresos y digitales, restauración de recintos y profesionalización del gremio. Pablo Mora Pérez-Tejada dirigió el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM de 2016 a 2024. Dado que la Universidad participó activamente en la actualización de la ley, fue testigo privilegiado del proceso. Según él, la nueva ley ataca los problemas más urgentes desde varios frentes. Por un lado, promueve la profesionalización del personal y el mejoramiento de los recintos, un intento por elevar los estándares en un sector que, como hemos visto, adolece de formación técnica. Por otro lado, amplía significativamente el Depósito Legal, quizá el cambio más importante de la reforma.

Biblioteca de México, 2024.

​ Hasta 2021, sólo dos instituciones recibían ejemplares de cada obra publicada en México: la Biblioteca Nacional y la del Congreso. La reforma sumó a la Biblioteca de México como tercer depositario, lo que triplica los ejemplares que los editores deben entregar: de dos a seis copias por título. “Esto permite no sólo preservarlos, sino también difundirlos mejor”, asegura Mora. En sus palabras, el Depósito Legal se convierte en el “instrumento clave de alimentación y retroalimentación de las bibliotecas”.

​ La reforma también apostó por la integración. El nuevo Sistema Nacional de Bibliotecas aspira a conectar por primera vez recintos públicos, universitarios y privados para que intercambien información y servicios digitales. La Biblioteca de México —que incluye los recintos de La Ciudadela y la Vasconcelos— quedó designada como rectora de toda esta red. Es decir, como la cabeza coordinadora del sistema.

​ La UNAM también contribuyó al proceso elaborando un glosario que define las funciones de cada tipo de biblioteca y actualiza conceptos como libros electrónicos y plataformas digitales educativas. Es un detalle que refleja la intención de modernizar no sólo las leyes, sino también el lenguaje con el que se piensa el sistema bibliotecario.

​ Descritos así, estos cambios suenan casi utópicos. Pero la ley dejó ambigüedades en el manejo de archivos electrónicos que alarmaron a representantes de la industria. Decenas de editoriales presentaron amparos por posibles violaciones a los derechos de autor. Aunque la Suprema Corte declaró la ley constitucional, quedó claro que necesitaba ajustes. En noviembre de 2023, apenas dos años después, se aprobó una reforma que añadió el artículo 34 Bis, estableciendo explícitamente el “respeto a los derechos de autor y conexos” como criterio fundamental para el Depósito Legal.

​ Más allá del ámbito jurídico, la desi­gualdad que persiste no ha sido resuelta ni por las leyes ni por las reformas. Aunque se presuma una cobertura de municipios superior al 90 %, todavía hay decenas de localidades sin acceso a ningún servicio bibliotecario. Esto significa que, a fin de cuentas, el acceso a la cultura y a la información sigue dependiendo del sitio donde hayas nacido.

​ José Emilio Pacheco escribió que T.S. Eliot era “el poeta más célebre” del siglo XX. Quizá sólo por esta razón deberíamos aceptar esta frase del autor de La tierra baldía: “La existencia misma de las bibliotecas proporciona la mejor evidencia de que todavía podemos tener esperanza para el futuro de la humanidad”. Dicho de otro modo: si aspiramos al porvenir, debemos cuidar nuestras bibliotecas.


Escucha el Bonus track de Angel Soto, con Fernando Clavijo M.

Imagen de portada: Vladimir Balderas Mondragón, Biblioteca de México, 2024.

  1. En su Vocabulario en lengua castellana y mexicana, el lexicógrafo español fray Alonso de Molina consigna que la palabra “amoxcalli” significa “la casa de los libros”. 

  2. Un reporte detallado sobre el reparto de bibliotecas por estado se puede consultar en el Sistema Nacional de Información Cultural, disponible aquí

  3. Es necesario resaltar los esfuerzos del actual gobierno federal en lo que respecta al fortalecimiento de los programas sociales, el impulso a la inversión pública y el combate a la evasión fiscal. No obstante, diversos especialistas sugieren que esos empeños no deben realizarse a costa de otras áreas, como el cuidado ambiental, el gasto en cultura o el desarrollo científico y tecnológico.