Los adioses

Familias / dossier / Febrero de 2022

Teresa Corona

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A mi madre, con amor


Irene Bazán salió de la pequeña iglesia gótica tras varias horas. No se había dado cuenta del tiempo transcurrido hasta que el sacristán le indicó que iban a cerrar y debía retirarse. Salió del consultorio del doctor Marín como una autómata y se dirigió a la iglesia por la que había pasado tantas veces sin entrar, sin siquiera voltear a verla. Pero ahora allí estaba, abstraída y llorosa. Fue sorpresivo escuchar al doctor Marín hablarle de su enfermedad. No se había imaginado que fuera tan grave. Meses antes experimentó irregularidades y trastornos en su regla, pero imaginó que se trataba de un proceso normal o que entraría prematuramente en la menopausia. Acababa de cumplir cuarenta años. Cuando empezó a adelgazar y a sentir un malestar general, Irene decidió acudir al médico. El doctor Marín la examinó. Estaba paralizada de miedo frente a tantos aparatos y maniobras. Abrir las piernas en una mesa de exploración le recordó cuando dio a luz. El doctor introdujo algo dentro de ella y extrajo un pequeño fragmento de tejido del útero, lo mandó analizar y trató de tranquilizarla falsamente. Irene sangraba a través de la vagina por las maniobras del doctor; pensó en el sangrado por haber parido a ese hijo de su alma. Se acordó del momento en que lo había concebido: había contado los días del mes para que el día catorce se pegara la sustancia masculina a la femenina. Todo había sido planeado. Ella se sentía muy distante de su marido, solo se acercaban pocas veces, se rechazaban cálidamente. Recordaba el día en que se casó, vestida de blanco, alegre y confiada. Y luego, el paulatino desencanto. Su única opción era desear un hijo, tenerlo y hacerlo suyo, porque su marido nunca lo había sido: él solo había pertenecido a sí mismo, a sus letras, a sus escritos, a su obsesión por la trascendencia. En la iglesia, Irene se arrodilló frente a la imagen de la Virgen de los Remedios. Era inú­til pedirle que la sanara, nunca había creído en ella aunque de niña le habían enseñado a tenerle fe. Su abuela siempre visitaba a los santos y los creía milagrosos. Pero el médico lo había dicho y ella sabía que la ciencia se apegaba a la verdad: tenía un cáncer avanzado. A los cuarenta años se le había podrido la matriz. Se acordaba de su madre, quien la trajo al mundo en medio de dolores, sin anestesia. Decían que había sido perfecta, bondadosa, fiel, trabajadora, de esas mujeres que no se dan hoy en día. Y qué diferente era ella. Tal vez allí comenzó a sentir culpa, o cuando la bautizaron y le pusieron el pecado original encima tan solo siendo una pequeña criatura, sin saber nada.
Mi primera relación fue simplemente una experiencia, ganas de sentir. Ni bueno ni malo, quién sabe qué será de él ahora, apenas recuerdo su rostro. Se ha perdido en el tiempo, solo recuerdo sus celos. Lo cierto es que los celos la hacen a una huir porque golpean la realidad, la distorsionan. Creo que todos los hombres son celosos, lo quieren todo. Continúo sangrando. Mi pequeño Alfonso, apenas de ocho años. Si me muero, ¿quién lo va a cuidar? Su padre, pero él no sabe hacerle de comer ni ayudarle en sus tareas escolares. Tal vez se lo lleve a su tía o a su abuela, o le busque una nueva madre. Se parece mucho a él; los mismos ojos hundidos, el mismo pelo lacio y abundante; también le gusta leer, todas las noches quiere que yo le cuente historias de personajes extraños y animales mitológicos. ¿Se acordará de mí cuando sea mayor? Todos se acostumbrarán a mi ausencia. Adrián le contará de su madre muerta y de su esposa fantasma.

Paul Klee, _Cementerio de las dunas_, 1924. Paul Klee, Cementerio de las dunas, 1924

A lo mejor le da una foto mía; aquella que me tomó en la playa hace diez años. Es bonita esa imagen: el agua de mar me llega hasta la cintura, mis brazos están abiertos y tengo una sonrisa que quiere abarcar toda la felicidad del momento. Entonces nos amábamos. Todavía me acuerdo de la inscripción que le puse:

El agua de mar tapaba la mitad de mi cuerpo, el sol penetraba mi piel insaciable que poco a poco oscurecía, mi pelo bailaba en desorden al compás de la brisa; tenía la sensación de ser ligera como el pez que cruzaba entre las aguas saladas del mar y dulces del río. Sentí que todo era bello, sentí la ventaja de estar viva. Todo mi entorno era maravilloso: el sol, el agua, la arena, mis brazos extendidos y tú que me observabas a unos cuantos metros de distancia, te lo quise decir, y solo acerté a sonreír.

Adrián me enseñaba, me embobaba con su madurez, sus ademanes, sus charlas de grandes poetas y genios. Yo lo escuchaba y luego él permanecía en el más absoluto de los silencios. Quizá todas las relaciones amorosas estén destinadas al fracaso; la rutina, el punto límite del éxtasis, la bajada lenta, firme, la costumbre y el afecto, no la pasión. El aburrimiento que mata todo. Ahora yo me estoy aburriendo. Él seguirá igual, leyendo, escribiendo. A lo mejor se va a vivir con Mariana, es joven y bonita, al fin y al cabo alumna suya. Ella podría ser una buena madre sustituta para mi hijo, aunque habría que decirle que le cuente cuentos y que le toque el piano. Ese instrumento que ya no podré tocar, por el que luché desesperadamente y solo llegué a ser una intérprete más. Mi primer concierto: tenía catorce años y la sala estaba llena de gente, mi padre me sonreía y alentaba. Fue Mozart, una sonata para piano, el que primero me conmovió; ahora la mediocridad, solo un instrumento no creativo, a eso llegué. El Cristo clavado en la cruz. No quiero sufrir, odio el dolor físico, me van a abrir el abdomen y van a ver hasta dónde ha llegado el cáncer: moriré lentamente, a menos que me apure a morir. Necesito tabletas, de esas píldoras que con una sobredosis duermen a las personas para siempre. Tal vez Hugo pueda dármelas, me las tomo y ya está, viajo a algún círculo dantesco, no sé en cuál me va a colocar Minos. Pero Hugo se va a sentir culpable, yo le podría decir que son para otra persona, pero él me lo adivinaría en la mirada, y no es por su escrutinio de médico, es por su amor, ese amor tierno e inútil. Quién lo pensaría, tantos años de vernos a escondidas, huidas frecuentes, culpas constantes, reconciliaciones dulces y apasionadas; conflicto perenne domado por los años. El amor que se entrega como un absoluto no permite intromisiones, es una carga placentera y acogedora. Perfumes finos, de aromas raros especiados, medias transparentes y poco maquillaje, eso le gusta. La próxima cita me pondré el traje sastre rojo que me regaló y zapatos negros de tacón alto; no se lo diré, mejor disfrutaremos ese día. Iremos a tomar café junto a la fuente y el parque. Me contará de su ciencia, de sus adelantos, de la conducta humana, del análisis psiquiátrico; querrá que toque alguna pieza en la vieja pianola de ese lugar, luego me besará la mejilla y sus manos tomarán mi cara y entonces no podré más y le diré que me estoy muriendo, que se quede con mi recuerdo, con mi música, con mis fantasías. Regresará a sus hijos. Los hombres siempre lo hacen, quizá entienda por qué no pude huir de él. El conflicto se va a acabar, es mejor pasar un duelo por la muerte física del amado que tener que matarlo espiritualmente para sobrevivir. Se terminará todo y solo le quedará un triste y dulce recuerdo. La veladora alumbra a un santo, no sé cuál es, pero me recuerda a San Sebastián y su martirio. Siento lanzas en mi cuerpo, punzadas en mi mente. Mi pecho aún está firme, solo tengo un poco de grasa en el vientre, no quiero morirme. Tampoco mi padre quería, ese olor a veneno y encierro, un año postrado en la cama, indefenso, con el cuerpo carcomido y la piel escamada, ya sin poder hablar. Solo acariciaba mis manos, esas manos mías que tanto quiso, esas caricias que le producían celos a mi madre. Las mismas caricias que le doy a mi hijo y que Adrián mira con recelo. Me va a extrañar, es tan dependiente de mí, lo he protegido mucho, ha sido mi hogar; él lo sabe, sin querer me consuela, me alegra la existencia. Le gusta sentarse junto a mí y callar, y yo quiero hablar, gritar más fuerte que nunca, como la lluvia intensa. Llueve afuera y nadie se da cuenta de que adentro de los hombres y las mujeres llueve todo el tiempo. Pero pensándolo bien, hay ocasiones en que la lluvia también da alegría; como aquel día de la adolescencia en que mi amiga Adriana y yo, cogidas de la mano, brincábamos y corríamos por las calles mojadas, cantando y bailando, negándonos a traspasar el umbral de la niñez, inevitable transcurrir del tiempo; la adolescencia y luego la madurez absurda y concebida por otros. Siempre tuve miedo a la vejez y a la invalidez. Quizá morir prematuramente tiene algún sentido y me ahorra sufrimientos. Tú que estás allí como gran Señor, que tienes al Espíritu Santo encima, dime: ¿Significa algo el cáncer, obedece a algún orden superior, inalcanzable a los ojos de los humanos? Quisiera creerlo, pero me voy a morir, esa es la verdad, y a estas alturas estoy sola, sola con mi realidad y mi muerte. Todos los seres humanos tenemos una sola verdad absoluta: todos vamos a morir, antes o después. Hubiera deseado más tiempo, la música, esa genialidad que no alcancé. Sigue lloviendo afuera y yo espero.


Escucha el Bonus track de Teresa Corona, con Fernando Clavijo

Imagen de portada: Egon Schiele, Madre e hijo (detalle), 1914