Marcas de tiempo para (no) hablar del genocidio en Guatemala

Tabús / dossier / Junio de 2018

Julio Serrano Echeverría

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En los tiempos oscuros ¿habrá también canciones? Sí, también habrá canciones sobre los tiempos oscuros. Bertolt Brecht.


Supongamos que en Guatemala se puede hablar del genocidio. Supongamos que la palabra significa más que un término legal, y que no tenemos que ir al diccionario jurídico a ver de qué se trata. Supongamos que el genocidio es la más brutal de las manifestaciones de la violencia del Estado sobre un pueblo por sus características identitarias. Que el gobierno de Guatemala a través de su ejército atacó y masacró sistemáticamente a comunidades de civiles mayas no es una suposición: mujeres, ancianos y niños enterrados en fosas comunes no son ninguna suposición. El tiro de gracia en la nuca, el machete en el vientre, en el cráneo, el cuerpo reventado contra un árbol no son una suposición, y ante semejante horror nos quedamos sin palabras para nombrarlo y ahí podemos volver a suponer que genocidio es un término suficientemente pesado para poder aglutinar esa lógica de Estado. Pero es un término legal, y entonces el 10 de mayo de 2013 un tribunal guatemalteco condenó a Efraín Ríos Montt por el delito de genocidio contra el pueblo ixil. Y aunque la sentencia fue anulada por un complejo laberinto jurídico —que como cualquier laberinto legal tiene y no tiene la razón— el genocidio se convirtió en parte del relato histórico. La historia es un relato y en Mesoamérica sabemos de relatos. Entendemos ese ritmo, la respiración de quien está contando, respetamos que nos la cuenten más que encontrarla en los libros, hasta en la más delirante y alienada vida citadina nos topamos con el relato a viva voz. Aquello de lo que no se habla en la calle, por miedo, por pudor, por mojigatos, por culeros, por racistas, por clasistas y por machos, se habla luego en la mesa, en la cama, se chatea por Whatsapp en el inodoro. El horror es una de las historias más difíciles de contar, y en honor a la verdad, todavía estamos buscando palabras para contarlo.

Abril, 2018

Éste ha sido uno de los meses más extraños en la historia reciente de Guatemala. Dos de los personajes políticos más complejos, y probablemente los más importantes de los últimos 40 años, murieron. Efraín Ríos Montt y Álvaro Arzú Irigoyen. El primero fue enterrado la misma tarde de su muerte, con la mayor discreción y premura. El segundo fue honrado en capilla ardiente por las fuerzas de aire, mar y tierra del ejército de Guatemala. Ríos Montt fue general del ejército y jefe de Estado 18 meses entre 1982 y 1983, tiempo suficiente para haber sido condenado por genocidio contra el pueblo ixil. El segundo fue el presidente de Guatemala que firmó la paz, que privatizó varios servicios del Estado, fue cinco veces alcalde de la ciudad de Guatemala y gobernó de la manera más opaca manejando el presupuesto municipal a puro fideicomiso. Los relatos son vetas rastreables en la memoria de nuestras piedras. Al morir estos personajes la historia recibe una inmensa fuerza telúrica de carácter subjetivo, las sensaciones lo llenan todo ante la muerte y las tripas se golpean sobre las páginas de la historia; el relato de la historia reciente de Guatemala se reacomoda como las placas tectónicas luego de un terremoto. Ríos Montt dejó a medias un nuevo juicio en el que no podría ser juzgado penalmente por su avanzada edad y deteriorada salud. Arzú dejó a medias una investigación por corrupción que no lo logró alcanzar, protegido por el sistema de poder —que evidentemente va más allá de la lógica de Estado— que él mismo ayudó a diseñar y consolidar. Ambos murieron sin ninguna de esas dos resoluciones, el juicio jurídico, digamos. La muerte y la justicia son dos elementos fundamentales para poder contar el relato. Esta cita de Miguel Ángel Asturias encabeza muchos de los textos que se han escrito sobre el horror en Guatemala: “Los ojos de los enterrados se cerrarán juntos el día de la justicia, o no se cerrarán”. A la violencia, a la muerte, al genocidio, al saqueo les van a faltar siempre palabras si no llega la justicia. Y, aun así, con silencios, con vacíos, con lo que queda en el espacio cuando las piedras se quiebran, contaremos también esa historia.

Mujeres Ixchel. Foto: Cristina Chiquin

Febrero, 2016

En Chajul, uno de los pueblos más grandes de la región ixil, un anciano cofrade nos dice: “lo único que nosotros queremos es que nuestra memoria no se olvide”. El comentario fue apenas a fines de febrero, cerca de cumplirse tres años de haber iniciado el juicio por genocidio. Nos lo decía en medio de una ceremonia en la que terminaríamos bailando. No había mayor protocolo, era una ceremonia para celebrar el año nuevo agrícola, el inicio del nuevo ciclo de la vida y la tierra, y le salió el comentario como las brasas que saltan del fuego. Y la verdad es que yo pensaba en el amor. Es extraño hablar de subjetividades y del juicio por genocidio. Se quedaron enrarecidas demasiadas palabras después de esa experiencia. Pero no inmediatamente después, es como si el tiempo les hiciera algo, digamos pronunciar memoria, pronunciar genocidio, la palabra “banquillo”, “intérprete”, “rebozo”, tienen alguna forma de enrarecimiento en los labios cuando se pronuncian. Las palabras de los sobrevivientes ante el tribunal trajeron consigo un nuevo espíritu para el lenguaje y esta parte de nuestra historia. En el mismo Chajul, unos meses después, un albañil nos invitó a tomar café con pan en su casa mientras nos contaba que fue soldado entre 1982 y 1984, en los años más oscuros de la guerra. Su relato era más revelador cuanto más oscuro, y cuanto más oscuro más simple. Era la historia de ese momento de su vida, antes de ser el maestro de obra que construyó la iglesia evangélica del pueblo. Cuando terminamos la conversación el amigo que nos había llevado a esta casa —algo así como el cuñado de este albañil— nos dice: “le cayeron bien, él casi no habla de eso”. Y nos quedamos pensando largo rato. A lo mejor la empatía es algo que también le ha faltado a la historia. El relato historiográfico pareciera estar diseñado para hablar de las cimas y los valles a través del criterio muy específico y aleatorio de alguien, el entramado llega a ser tan complejo que imaginar un relato —escrito— que logre abarcarlo puede terminar en aquel mapa borgeano tan exacto que al desplegarlo era del tamaño de la realidad. Por contraste, en la comunidad pervive la memoria de otra manera. Los ixiles, por ejemplo, tienen una iconografía de identidad muy fuerte, el Cot, un águila de dos cabezas “que se robaba a la gente” —así, en pasado—, la iconografía coincide con el escudo de armas de los Habsburgo y, bordado en la mayoría de los huipiles de las mujeres ixiles, es una suerte de apropiación y resignificación de una historia de resistencia que va muchísimo más allá de los 18 meses de gobierno de Ríos Montt y los cuatro años de Romeo Lucas García. Quizá la pregunta no es si estamos hablando de nuestra historia, sino cómo estamos hablando de ella.

Abril-junio, 2014

Un año después del juicio por genocidio me di a la tarea de preguntarle a varias personas qué sentían durante el juicio. Aún estaban frescas muchas sensaciones vividas y las respuestas a la pregunta eran, sobre todo, curiosas. El primer gesto curioso era justamente resultado de la pregunta “¿qué sentías durante el juicio?”, no qué pensabas, ni cómo estuvo, sino la descripción, el relato de la sensación y del universo sensible del individuo. Fue como cuando te preguntan qué sentiste durante el terremoto. La pregunta no dejaba de ser perversa, hablar de sensaciones durante ese proceso contrastaba durísimo con aquello por lo que se está llevando a cabo, pero pensé que era imposible no hablar de esa otra fuerza telúrica. Resulta evidente que cada persona sentía cosas muy distintas, pero es oportuno enfatizarlo, por aquello de la generalización tan común en este proceso, por aquello de caer en la trampa de que el juicio por genocidio eran dos bandos tratando de ganar una batalla simbólica. Durante el proceso, las redes sociales se llenaron de las etiquetas #SíHuboGenocidio y #NoHuboGenocidio y la opinión pública se decantó por alguna de estas dos maneras de entender el proceso. La compleja discusión en torno a la posibilidad de un Estado que busca exterminar a un grupo de personas por sus características identitarias, en función de su agenda contrainsurgente, terminó en un debate de redes sociales en las que la historia terminaba de definirse con el lanzamiento al aire de una moneda. Aun así, la curiosidad por la sensación me permitía abrirme una ruta entre el pensamiento binario del juicio. Todas y cada una de las personas a quienes pregunté qué sentían durante el juicio —mientras el juicio se estaba llevando a cabo— desarrollaban en los primeros, digamos, treinta minutos, su perorata ideológica, su punto de vista sobre el hecho histórico, sus filiaciones, fobias y filias, algo así como una declaración de principios bastante predecible dentro de la bipolaridad entre sí y no, lo cual tendía a simplificar conceptos muy complejos en versiones muy parecidas. Luego de esos primeros treinta minutos venía lo inesperado, aquello que no pasaba necesariamente por el argumento y que, dependiendo de los niveles de confianza, entraba directamente en la contradicción: un silencio incómodo, un “vos, yo en realidad no estoy seguro de eso del genocidio”, “la historia de mi papá no es la misma que la del militar”, “a mí me mandaron a la mierda mientras sucedía el juicio”, “me dolió el corazón de ver a la esposa de Ríos Montt sentada viendo a su marido”, etcétera. Parece que la historia que pasa por el cuerpo, la historia abiertamente subjetiva, está llena de contradicciones, de tonalidades, de luces y de sombras. Indeterminada, la historia sensible como el relámpago en la memoria, como la sensación de la luz ante el rayo, pero nada más. Así pareciera sentirse el horror con el paso del tiempo, como la sensación del rayo, y acaso cada nuevo trueno nos recuerda la naturaleza fundamental de la tormenta.

Diciembre, 1983

Yo nací en Xelajú la noche del 7 de diciembre de 1983, mis padres hacen el chiste de que el 7 de marzo de ese año llegó Juan Pablo II a mi pueblo, es decir, exactamente nueve meses antes de mi nacimiento. Apenas unos días antes, el 4 de marzo, fueron fusilados Héctor Adolfo Morales López, los hermanos Walter Vinicio y Sergio Roberto Marroquín González, Carlos Subuyuj Cuc, Pedro Raxón Tepet y Marco Antonio González como resultado de otra de las sentencias de los tribunales de fuero especial del gobierno de Ríos Montt, tribunales sin rostro —verdugos sería una palabra más exacta—, una pieza de diseño del gobierno genocida de José Efraín. Por su parte, los registros del Diario Militar coinciden justo con las últimas semanas del embarazo de mi mamá, mi nacimiento y lactancia. En su momento, escribiendo un texto sobre Luis de Lión, desaparecido el 15 de mayo de 1984, me percaté de todo lo anterior; mis hermanos, mis amigos, todos los niños con los que crecí en el colegio, y los que me encontraba camino a casa, todos los chicos que nos juntábamos en los partidos de básquet, en las kermeses de los colegios, qué sé yo, muchísimos de nosotros nacimos justo en esos años y nuestros padres hacían el amor y se decían palabras hermosas al oído en medio de esas noches. Claro está, hay fecundaciones sin romanticismo y resultado de una violación, de miles de violaciones. He pensado tantas veces en esto. La historia que mis papás cuentan de mi nacimiento y el de mis hermanos, es también la historia del genocidio. ¿Cuáles son las implicaciones de lo no dicho, de lo no imaginado, de lo no sentido? La verdad no tengo la menor idea, pero sí sé que el hecho de que Ríos Montt haya atravesado un juicio por genocidio me llenó la vida de preguntas que jamás me hubiera hecho si la justicia no lo hubiera alcanzado.

Mujeres Ixchel. Imagen de archivo

Marzo, 1974

Efraín Ríos Montt fue candidato presidencial junto a Alberto Fuentes Mohr como vicepresidente, reconocido economista e intelectual socialdemócrata. Se postularon como Frente Nacional de Oposición, una alianza entre demócratas cristianos y socialdemócratas para llegar al poder de la única manera posible en ese momento: en alianza con un militar que lo permitiera. Dicho lo anterior, Montt y Fuentes fueron la dupla “progre” de aquellas elecciones: las ganaron, se las arrebataron en un fraude y otro militar quedó en el poder. De aquellas elecciones se habla muy poco. En el imaginario fueron elecciones legítimamente ganadas por la izquierda y arrebatadas por la dictadura militar.

Hoy

Muchas veces las conversaciones casuales en nuestros países pasan por los veinte minutos de la violencia cotidiana, el robo del celular, el asalto en el bus, el acoso callejero, el sonido de las balas y las sirenas a dos cuadras de la casa. Hay una obscena normalización del horror que empuja nuestra conversación no a ocultarlo sino a su más anodina aceptación. La muerte, la injusticia y la pobreza no son temas silenciados, muy por el contrario, hemos llenado nuestro tiempo, en una especie de horror vacui, de la trivialización de nuestras propias miserias, capitalizadas cada cuatro años por las campañas electorales. El sistema generó su propia trampa respecto a las conversaciones del día a día. Las redes sociales se llenan de comentarios que lanzan fuegos artificiales instantáneos sobre la nada. La memoria histórica en el país es un machete afilado por ambos lados. Cuando una investigación judicial, la muerte, una película, un libro o un meme vuelven a poner sobre la mesa la discusión de la memoria, las redes se vuelven un campo de batalla y la sobremesa un silencio incómodo. Hay una relación entre hablar —enunciar con la voz— y escribir en las redes sociales. Y ahí hay un montón de tela por cortar, el caso del juicio por genocidio evidenció una pulsión muy perversa por querer sintetizar la complejidad de la historia a si hubo o no genocidio, si Ríos Montt era un héroe de la patria o un genocida, si el más perverso de los políticos contemporáneos o el mejor alcalde de la historia reciente. Hordas de netcenters se dedican hoy por hoy a atacar a quienes piensen diferente de quien los contrata. Y luego uno cierra la aplicación, sale de nuevo a las calles y el tema es otro. La calle es lo suficientemente dura para que la discusión no sea sobre el genocidio sino sobre el trabajo. Pero tocada la fibra sensible, vuelve a arder Troya. A mi manera de verlo, todo lo anterior deja muy claro que nos cuesta horrores hablar de nosotros mismos como comunidad, a lo mejor ni siquiera hay conciencia de serlo, nos jalamos el pelo, nos escupimos, nos abrazamos, nos damos like, nos compartimos, nos robamos las ideas para ponerlas en la cafetería del trabajo, en la cena con los suegros. Y en ese mercado negro de los laberintos es posible que estemos viviendo uno de los momentos de la historia en que más hablamos de nuestra conciencia de pertenecer a este tiempo. Hasta hace pocos años ni genocidio, ni resarcimiento, ni justicia, ni corrupción eran palabras comunes en el día a día; hoy son sugerencias de búsqueda permanentes en Google. No sabemos cómo hablar de nosotros, pero evidentemente no dejamos de intentarlo.

Imagen de portada: Mujeres Ixchel. Imagen de archivo