Charleston/México: una realidad alterna

Especial: Diario de la pandemia / dossier / Junio de 2020

Eloy Urroz

A Inocencio Reyes, Gustavo Urdaneta y Federico San Román In memoriam


El 17 de marzo del 2020, apenas comenzando la pandemia, volé a México, pero no huía, sólo dejaba Charleston, mi ciudad, para pasar cinco días con Michelle, mi novia desde hace diez meses. ¿Quién puede arengarme por haber prolongado mi estancia unas seis semanas cuando estás enamorado y no has cumplido el año de dicha post matrimonial? Que arroje la primera piedra… El caso es que no volví a mi casa sino hasta el 27 de abril, justo cuando absolutamente nadie volaba a ninguna parte, ni hacia México ni hacia Estados Unidos. Mi vuelo México-Miami-Charleston estaba vacío (o casi). Quince pasajeros en el primer tramo y cuatro en el segundo. En la sala de espera aledaña —con el anuncio para abordar hacia Knoxville—, no vi que subiera nadie. Ese fenómeno me pareció más óptico que real. Poco antes, en el aeropuerto de la Ciudad de México, me había sentido algo así como un zombi nadando dentro de una pecera o el único despistado dentro de un museo de cera. Llevaba, por supuesto, mi cubrebocas y una escafandra de plástico que Jorge me había regalado: doble protección, por si acaso… También llevaba guantes súper esterilizados que un amigo enfermero me había obsequiado. Todos en el ex DF me dieron su bendición, como si subirme al avión fuese un pasaje directo al infierno. Nada más llegar a Charleston, me enteré de que la gente había guardado una estricta cuarentena a partir del día que me fui (el 17 de marzo) y que, ahora, lentamente, estaban abriéndose los comercios y parques, algunos sitios públicos, aunque no las escuelas ni las universidades. En otras palabras, había conseguido saltar de un barco a pique (Charleston) a otro barco (México) para luego abandonar el segundo cuando éste se hundía para luego saltar de vuelta al primero sin apenas mojarme los pies. ¿Cómo lo había hecho? No lo sé. Bueno… sí sé: la fuerza del amor y un poco el salto de la garrocha. Mis amigos y mis hijos en Charleston me dijeron, me advirtieron, antes de regresar a Estados Unidos: “¡No vengas! ¡Quédate en México!” Imaginaba lo peor, según sus descripciones. Tendría que encerrarme 14 días sin ver a mis hijos, sin darles un beso, sin tomarme una cerveza con Keil, Raúl, Casey o Javier. Tendría que no ver a nadie ni salir a ningún lado y quedarme leyendo, todo el santo día encerrado, comiendo y engordando. Pero, al final, sucedió lo contrario. Al día siguiente a mi llegada, la gente en el sureste de Estados Unidos (buenos conservadores trumpistas) empezó a perderle el miedo a la muerte, como si yo, el heraldo de vida, hubiese arribado para desinfectarlos a todos. Como por arte de magia, se atiborraron las calles de autos, los supermercados se llenaron de gente y los parques y canchas de fut y de básquet se inundaron de jóvenes como si el virus hubiese quedado aniquilado. Empecé a salir con mis hijos, a correr en el bosque, vi a mis amigos en pequeñísimos grupos y hasta me invitaron a reuniones de 5 o 6 personas. Nicolás, mi hijo, volvió a su rutina: pescar con sus cuates, pasear en lancha por los manglares, jugar spikeball en la playa y podar el césped de los vecinos por un sueldo mínimo. Mi hija Milena, de 20, se lanzó a New Hampshire en coche con cuatro amigas (20 enloquecidas horas de carretera, es decir, el nombre de la libertad cuando has vivido en cautiverio por seis semanas y ya no soportas un día más encerrada en tu cuarto). Algo raro y disonante estaba sin embargo ocurriendo al tiempo que se abrían esas compuertas de la nueva libertad. En CNN veía cómo aumentaban las cifras de muertos de manera alarmante y conforme esto pasaba, también veía la cara opuesta: miles de personas salían en estampida a las playas y albercas a asolearse, los gimnasios de Charleston reabrían en un 30% de su capacidad y los refinados restaurantes del centro histórico hacían lo propio hasta en un 50% de su capacidad. Era como vivir una realidad alterna (o alternada), una prolongación de ese simulacro de realidad al que Trump nos ha tenido acostumbrados por tres años y medio y que hoy parece más una pesadilla que cualquier american dream. La parte que, no obstante, más me ha desquiciado de esta abrupta reapertura sureña es la de encontrar gente mayor (incluso ancianos) caminando por los corredores de los supermercados sin protección, bares atestados, innumerables madres con bebés en los playgrounds y otras menudencias. Casi no me lo creo… ¿No sabrán que se viene un rebrote en el otoño o que el invierno será nefando, tal y como estoy convencido? Al día de hoy cada uno de nosotros tiene (me queda claro) su propia teoría del coronavirus. La hemos ido elaborando concienzudamente a lo largo de estos tres meses de confinamiento. Cada uno de los habitantes del planeta se ha informado a través de cuanto medio existe, de lo que uno u otro experto opina, lo que cada gobernador, alcalde o presidente augura, lo que cada secretario de salud, doctor o epidemiólogo dice que va a ocurrir o no va a ocurrir y ya sabemos todos que nadie sabe nada y que los científicos se contradicen y que los políticos son, sin excepción, unos charlatanes… por todo lo anterior hemos desarrollado cada quien su propia idea-estratagema del coronavirus con sus mil y una variantes y matices, bueno… pues la mía, a diferencia de la de ustedes, es que… 1) esto llegó para quedarse, 2) que, a pesar de todo, debemos seguir con nuestras vidas, 3) que seguir con ella no implica que mañana no la perdamos, 4) que la inmunidad del rebaño suena de las mil maravillas, pero que me cago de miedo, 5) que, por todo lo anterior, debo seguir manteniendo ciertas precauciones, como, por ejemplo, no exponerme ni tener contacto con ingentes grupos de personas pues entre más seamos mayores son las probabilidades y, finalmente, que, 6) estamos TODOS jugando al juego de las probabilidades desde hace ya varios meses… un poco como el bingo, cara o cruz, o ¿por qué no? la ruleta rusa. El hecho indiscutible de la precariedad de la vida (que solemos olvidar frecuentemente) se acendra entonces con esta pandemia. Si ya vivía con esta aguda certidumbre desde hacía una década, el coronavirus me ha ido empujando a vivir como si cada día me estuviese despidiendo de mis mejores amigos, de Michelle y de mis dos hijos. Sólo en marzo de este año, murieron tres personas queridas. A los tres les dedico, pues, esta pequeña crónica: a Inocencio Reyes, escritor y politólogo, a Gustavo Urdaneta, colega de la universidad, y finalmente, a mi psicoanalista, Federico San Román.

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Imagen de portada: Bingo. Fotografía de Abbey Hendrickson, 2008. CC