Lo que vi en América, de G. K. Chesterton

Identidad / crítica / Septiembre de 2017

Jazmina Barrera

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“Un extranjero es aquel que se ríe de todo salvo de los chistes”, dice G. K. Chesterton en Lo que vi en América, un conjunto de ensayos que escribió después de viajar a Estados Unidos para dar una serie de conferencias, en 1921. Desde el principio, Chesterton ensaya sobre su propia extranjería, explora a fondo la visión del extranjero, a la vez parcial y privilegiada. La magnífica introducción de Patricio Pron, en esta nueva edición de Almadía y la Secretaría de Cultura, describe con exactitud cómo Chesterton pareciera reconocer por aquí y por allá los antecedentes de las múltiples crisis que atraviesa Estados Unidos hoy en día, como si supiera lo que se vendría. Por distintos motivos relaciono a Chesterton con mi abuelo: los dos usaban bastón y eran corpulentos (a mi abuelo lo llamaban “el gordo” de “cariño” y cuenta Borges que Chesterton alguna vez le cedió su asiento a tres mujeres en el tren), mi abuelo también tenía un sentido del humor tremendo y le encantaban los libros de Chesterton. Todavía tengo la antología de ensayos que él compró una vez que lo acompañé a la librería. Cuando mi abuelo murió hice la lectura doble del libro y los subrayados, y debido al tono familiar de los ensayos y al trazo de mi abuelo en el papel, tenía la fantasía de estar platicando con él, con ellos: con mi abuelo y con Chesterton. Incluso antes de ver los fragmentos de video y grabaciones que existen de la voz de Chesterton (sólo tres o cuatro muy breves), me resultaba fácil imaginarlo dictando sus conferencias. Sus ensayos tienen también una cualidad acústica: dan la sensación de estar escuchando una voz muy peculiar, que transita con facilidad y humor entre el pensamiento libre y la argumentación. Sus temas en Lo que vi en América son las costumbres, la política y el lenguaje de un Estados Unidos muy similar y a la vez completamente distinto del que conocí durante los dos años que viví en Nueva York. Esa voz suya es la diferencia fundamental de este libro con respecto a otros relatos de viajes por Estados Unidos. Aquí casi no hay descripciones del paisaje, como las bellísimas que hace Baudrillard en América, cuando habla del silencio del desierto y el grito de las montañas. Hay muy poco que se asemeje a las anécdotas detalladas en las calles, restaurantes y librerías, y en el mundo literario, que cuenta Italo Calvino en su Diario norteamericano (sus burlas a los beatniks, que según él eran muy limpios en casa y se ensuciaban para salir, son divertidísimas). Con su inteligencia radical, Chesterton analiza e interpreta todo lo que ve y escucha: muchos de los que siguen siendo hoy en día los grandes temas de la cultura estadounidense. Distingue, por ejemplo, el problema del individualismo, la forma en que “muchos americanos casi llegan a volverse impersonales en su culto a la personalidad”. Menciona también el materialismo, aunque, como suele ser su costumbre, le da la vuelta a los prejuicios: “es habitual condenar al americano por materialista con base en su fe en el éxito. Pero desde luego su misma fe, como cualquier fe, incluso la fe en el Diablo, demuestra que es un místico antes que un materialista”. Habla de la pugna entre la democracia y el progreso industrial, de cómo el capitalismo vuelve esclavos a los más pobres y amenaza los ideales de igualdad que priman en el discurso nacionalista de Estados Unidos desde sus inicios. Es inevitable preguntarse qué opinaría de haber sabido lo que le esperaba al país, de haberse enterado del payaso déspota y misógino que hoy vive en la Casa Blanca. Más allá de los grandes temas, Chesterton también es genial cuando examina los detalles. Por ejemplo, cuando habla de la necedad de ponerle hielo a las bebidas, hasta en el peor de los inviernos, o de la solicitud para las visas, que ya desde esa época contenía las mismas preguntas ridículas: ¿Eres un anarquista? ¿Quieres poner una bomba? ¿Tienes intenciones criminales? Para Chesterton, sin embargo, la ingenuidad de este interrogatorio refleja una fe absoluta en la honestidad, que es un valor fundamental y fundacional en la historia de Estados Unidos. Aunque, por supuesto, esta fe no le resta comedia al caso: “Luego el inquisidor, embargado por una curiosidad morbosa me había preguntado: ‘¿Es usted polígamo?’. La respuesta a esta última pregunta bien podría haber sido ‘no tengo esa suerte’ o ‘no soy tan estúpido’ en función de nuestra experiencia con el sexo opuesto”. Hacia la mitad de mi lectura de Lo que vi en América comencé a descubrir una faceta de Chesterton que desconocía por completo, o que había pasado por alto en otras lecturas de sus libros, hace ya muchos años. Traté de ignorar los tintes racistas en ciertas observaciones sobre los afroamericanos. Fue más difícil desoír algunos comentarios breves claramente antisemitas. Y entonces me encontré con un fragmento de una misoginia rotunda e inesperada. Muchas de las opiniones de Chesterton son vigentes en otro sentido: por desgracia muchísima gente sigue pensando como él. Chesterton visitó Estados Unidos en un momento crucial para la historia del feminismo. El voto de la mujer se logró a nivel nacional en 1920, tan sólo un año antes de que Chesterton visitara el país, y la militancia por la igualdad de los derechos continuaba más fuerte que nunca. En Inglaterra, por el contrario, el voto estaba todavía en disputa y no se logró hasta 1928. El debate estaba en auge cuando se publicó Lo que vi en América. El primer comentario misógino decía así: “Hace unos días, un grupo de personas que predicaba bajo algún ardid para huir de la gloria de la maternidad fue silenciado repentinamente en Nueva York por una voz profunda y democrática”. Más tarde, el libro mismo aclara que las conferencias que Chesterton dictó en Estados Unidos hablaban, entre otras cosas, en contra del sufragio de la mujer. Este libro desarrolla menos el tema, pero en What’s Wrong with the World abunda en su postura contra el feminismo. Sus argumentos eran, a grandes rasgos, que las mujeres debían quedarse en casa a “cuidar del fuego”, como habían hecho desde la prehistoria, que debían cultivar varios hobbies pero nunca ser competitivas ni destacar en ellos, que las mujeres por separado son “sublimes” pero cuando se reúnen son “horribles” y peligrosas, y que el voto y el creciente poder de las mujeres iba a ocasionar una anarquía absoluta en el mundo porque, ¿quién entonces se iba a encargar de criar a los niños, ese enorme privilegio de la especie? Al igual que Chesterton, mi abuelo era misógino. Me di cuenta cuando era niña, aunque no recuerdo a qué edad. Tardé en notarlo, porque ayudaba con las labores del hogar, porque crió junto con mi abuela a tres mujeres fuertes, independientes y feministas, y las apoyó siempre. Podría decirse que era más misógino en su discurso que en sus acciones. El comentario que hizo, no sé con qué palabras, decía que una mujer nunca iba a tener lo necesario para ser presidenta. En ese momento descubrí esto que Chesterton ahora me recuerda: por más inteligente que sea un hombre o una mujer, su estructura de pensamiento puede ser patriarcal de cualquier forma. Dice la introducción de Patricio Pron que: “a su enorme inteligencia, Chesterton sumaba un deseo honesto de poner a prueba sus ideas y no tenía problemas en cambiar de opinión si se le convencía de ello”. En cierto pasaje de Lo que vi en América, habla de su decepción cuando busca debatir el tema del feminismo. El hombre (por supuesto, es otro hombre) con el que quiere ensayar sus argumentos lo rechaza, le dice que ahora que el voto de la mujer es parte de la Constitución ya no está más a discusión. Quizá por la ilusión que me causa la escritura de Chesterton de que lo estoy escuchando a él —su voz lenta y un poco nasal— y está hablando conmigo, mi mayor frustración al leer este libro fue no poder rebatir sus argumentos y hacerlo cambiar de opinión, o al menos intentarlo. Reviví la impotencia que sentí cuando no logré convencer a mi abuelo de que se equivocaba. Nunca más debatí con mi abuelo sobre sus ideas misóginas, aunque más de una vez volví a escucharle chistes o comentarios del estilo. No supe si su machismo se transformó, por ejemplo, después de que sus hijas cuidaran de él durante su enfermedad. Quiero creer que sí. Quiero creer también que alguien después, ojalá alguna mujer, sí estuvo dispuesta a discutir con Chesterton y lo hizo ver las cosas de otra manera. Su odio hacia los movimientos feministas, por otro lado, es proporcional a la fuerza que tuvieron en esa época en Estados Unidos y en Inglaterra; a pesar de visiones como la suya, prevalecieron, y a pesar de gobiernos retrógradas y misóginos como el de Donald Trump, estoy segura de que prevalecerán.


Portada Almadía-Secretaría de Cultura, México, 2017

Imagen de portada: G. K. Chesterton, Brighton, Inglaterra, 1935.