dossier Bibliotecas NOV.2025

Veinte maneras de vivir la biblioteca

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No se puede hablar de bibliotecas sin la voz de los usuarios. Por ello, al conformar este dossier, abrimos una convocatoria para que los lectores relataran, en un breve escrito, sus experiencias con ellas. Nuestra solicitud rindió frutos y recibimos textos de muy variadas procedencias. Decidimos publicarlos en su totalidad para reflejar la diversidad de mentes y sensibilidades que visitan no sólo las bibliotecas de nuestro país, sino también algunas soñadas e imaginadas. Así pues, aquí vive un aleph bibliotecario.

Aquí fue una biblioteca

Julio César Toledo1


Arde una pira en la esquina del local. Un enorme librero ha sido destrozado para extraer leños que alimenten el fuego. La flama se está extinguiendo, no queda más —dice Baydoun— que quemar los libros. Deshoja uno y va echando las páginas. Se toma el tiempo de leer las palabras que nos darán calor. No entiendo nada, remata antes de aventar los forros: portada y contraportada arden.

​ Ésta fue la biblioteca de Al-Zahra. Aquí no hay tiempo para párrafos grandes ni ideas subordinadas. La medida del tiempo son los misiles que llueven. El barrio (también conocido como el parque náutico de Al-Zahra) fue destruido casi por completo hace unos años.

​ En los mejores tiempos, la biblioteca era popular entre los vecinos e, incluso, venían profesores de otros lados a consultarla. Tres leyendas habitaron sus estantes: dos tomos juiciosamente anotados de una versión bilingüe árabe-español de El Quijote; una hora de lectura dominical en la que Rafgqda les leía cuentos a los niños del parque —dicen que antes del bombardeo podían contarse hasta cien—; y los discos de rock de Zamir, un viejo cascarrabias que administraba con precisión, pero con mal humor, una colección inusitada de discos de acetato que no te podías llevar a casa. Sticky Fingers de los Rolling Stones era la joya de esa sección oculta. Ni los libros ni los discos, ni Samir, ni Rafqda sobrevivieron a la intensificación del bombardeo.

​ Lo que fue la biblioteca hoy es un refugio clínico. Hay tres camillas oxidadas, endebles, mucha basura; nada que atestigue los vestigios de los discos. Quedan unos cuantos libros apilados, son los que Beydoun deshoja para avivar el fuego. Entre las páginas que arranca, busca El Quijote. No hay nada.

​ Es mi segunda noche aquí. Los recuerdos son interrumpidos a ratos por ráfagas, estallidos y las quejas de un joven que está ocupando la camilla. Mientras crepitan los restos del librero de cedro y las generosas páginas que encienden, pienso: cuánto esfuerzo por clasificar. Usaron Dewey: 000-999. Administraron números y reglas; apellidos y años de edición. Y luego qué: principios básicos del triage. Los mutilados al fondo, los que no sobrevivirán al fuego. Y entonces Baydoun dice:

صبح المجموعة خالدة عندما يتمكن أي شخص من العثور على ما يبحث عنه دون الحاجة إلى أمين. الأرشيف ليس ملكًا لأمين الأرشيف، بل هو ملك للمستخدم.

​ Yo mal traduzco en mi cabeza: ​ Un acervo se hace eterno en la medida en que cualquiera puede hallar lo que busca sin necesitar del guardián. El archivo no pertenece al archivero, pertenece al lector.

​ ¿A quién pertenecerán las historias de este barrio que está dejando de existir? ¿Qué modelo de catalogación convendrá usar para estas ruinas que ya no son nada, ni palabra ni música; ni domingo, ni nada?

​ A la mañana siguiente nos despierta el ajetreo. Hay un médico que habla en inglés y mucha gente. El joven quejoso de la camilla no sobrevivió. Con el tizne que dejó la humilde quema de libros escribe el poeta en la pared:

هنا كان أ مكتبة Aquí fue una biblioteca.2

Los dinosaurios

Luis Eduardo Escobar3


Cuando tenía seis años, más o menos, conocí una biblioteca. Me llevó mi abuela materna. Desde fuera se veían los estantes y sus pocos libros. Se anunciaba con letras rotuladas: Biblioteca Pública Nezahualcóyotl. Pasamos por un torniquete y nos registramos en una libreta.

​ Nos llevaron, de inmediato y sin mediar palabra, a un pequeño rincón apartado de los grandes estantes. Los libros estaban a mi altura. El lugar era un desierto; el piso, acolchado, estaba sucio. Era el único niño ahí. Mi abuela, la única abuela.

​ —¿Cuál te gustaría ver? —preguntó alguien. ​ —¿Tienes de dinosaurios? —fue mi respuesta.

​ No entendía que nadie fuera dueño de la biblioteca. Tampoco sabía que las hay personales; que una biblioteca pueden ser los libros, no sólo el espacio.

​ Lo que sigue en la historia es simple: conocí los libros de dinosaurios, todos los que había, al menos, en esa biblioteca. Los miré decenas de veces. Todas las tardes veía las ilustraciones y trataba de aprenderme los nombres; preguntaba por el significado de algunas palabras. Quizá la tarea llevó un año o poco más. Me llevaba uno a la semana. Los viernes se volvieron días de ir a la biblioteca. Creo que ya empezaba a tomar otros libros. Hasta que la biblioteca cerró. Las autoridades la clausuraron.

​ La biblioteca duró mucho tiempo en el limbo; los bibliotecarios juntaban firmas para pedir su reapertura. Pasaron varios años, la remodelaron y volvió a abrir. La pandemia de covid, sin embargo, orilló a que la cerraran de nuevo, pero sólo un tiempo.

​ Cuando volví, fui a leer literatura mexicana. Tenía dieciocho años, ya no buscaba dinosaurios.

Las bibliotecas y el agua

Carolina López Møller4


Amo las bibliotecas porque son, en esta ciudad sin cuerpos de agua, lagos silenciosos y transparentes en los que puedo nadar de vez en cuando. Hablo, sobre todo, de la Biblioteca Vasconcelos. Amo sus balcones flotantes y el enorme espacio visual, hacia dentro y hacia afuera. Me sumerjo en los murmullos que, por la amplitud entre las paredes, se vuelven una sola fuente, un manantial. Cuando estaba trabajando en la tesis, iba varias veces a la semana, cinco o seis horas por día. En esa época soñé que sobrevolaba la biblioteca y, al mirar a las personitas inclinadas sobre libros y libretas, sentía —o sabía— que sus pensamientos eran míos, que éramos un gran pensamiento conjunto. (Era también la época de leer mucho a Walt Whitman: “Si no son tan tuyos como míos, son nada o casi nada”.) En otra ocasión soñé que me echaba un clavado en un lago prehispánico de Tenochtitlán/CDMX y que, tras hundirme decenas de metros, llegaba a una Biblioteca Vasconcelos subacuática, al estilo de la ciudad perdida de Atlantis. Nadaba alrededor de personas anónimas que caminaban entre las estanterías y, después de algunos intentos, lograba encontrar el balance para no subir ni bajar y comencé a nadar en paralelo a los balcones llenos de libros. Es ese equilibrio sutil de no subir hacia la superficie de la ciudad lo que amo de las bibliotecas. Sentirse como huesos de una ballena enorme flotando en un medio que no es el suyo: el silencio profundo hace que vibre un sonido nítido por dentro, y el aire, vuelto denso y húmedo, materializa el cuerpo que existe todavía alrededor de esos huesos, un cuerpo ligero en la inmensidad del agua.

Libros y accesorios eruditos, siglo XIX. Metropolitan Museum of Art, dominio público.

La biblioteca de mi infancia

Erick de la Barrera Montppellier5


Mi afición por las bibliotecas comenzó en la primaria, cuando teníamos clases que se daban en español e inglés en días alternados. Cada dos semanas, cuando el día en inglés caía en viernes, nos enfilábamos a la biblioteca, cuyo acervo incluía libros relativamente recientes, aunque varios títulos ya eran clásicos: la obra del Dr. Seuss, los Little Golden Books y, en mi último tercio de primaria, la colección de Choose Your Own Adventure.

​ Durante las primeras visitas revisábamos los volúmenes de colores y palabras sueltas. La bibliotecaria, Mrs. Macías, nos instruía sobre las partes de los libros, así como en su correcto manejo: se debe pasar las páginas por las esquinas y usar un separador de libros para indicar la posición en la que se queda la lectura, evitando así marcar con dobleces las esquinas o con tinta estos ejemplares de uso común.

​ Una vez que la bibliotecaria tenía la certeza de que los libros no iban a regresar rayoneados ni con cortes hechos con tijeras de punta roma, nos dieron rienda suelta en la estantería y la sala de lectura, que eran el mismo espacio. En las primeras sesiones, leíamos ahí; luego estas prácticas de revisar y elegir libros se fueron extendiendo hasta que nos confiaron la maravilla del préstamo externo. Cada quince días podíamos llevar a casa un libro distinto, con la condición de regresarlo en buenas condiciones y acompañarlo de un reporte de lectura.

​ En la biblioteca de la primaria el olor a libro se mezclaba con ese aroma característico de las papelerías o de los depósitos de útiles escolares, con el olor de los solventes del mimeógrafo y con el que producía la fotocopiadora que imprimía las circulares y las hojas de ejercicios que nos daban a los niños.

Otra torre

Gabriel Sosa6


La vida de Michel de Montaigne, retratada por Stefan Zweig, nos ofrece una reflexión profunda sobre las bibliotecas. Tras la muerte de su padre, eligió una torre del castillo heredado para instalar su colección de libros y retirarse. Allí escribe, en diálogo con ellos y, sin saberlo, inventa un género literario nacido de la búsqueda de comprenderse a sí mismo. En esa torre convertida en biblioteca resiste las expectativas sociales, políticas y familiares, los saberes dogmáticos y el ruido que hoy nos resulta tan familiar: la cacofonía de las agendas ajenas, la fría lógica del capital y la tiranía de lo urgente.

​ Una biblioteca personal, sea una habitación, una estantería o una silla junto a una lámpara, es la heredera directa de aquella torre: un territorio que declaramos soberano frente a las demandas del mundo. Cada libro que elegimos es también un veto; tiempo robado al algoritmo. El propio Zweig construyó su torre en el exilio: una biblioteca que erigió como bastión de humanismo frente a la oscuridad que se avecinaba. Virginia Woolf reivindicó ese espacio como un imperativo material e intelectual para la creación. Victoria Ocampo edificó la Villa Ocampo como una ciudadela donde dialogar con grandes mentes y defender la libertad, el pensamiento y la belleza en tiempos convulsos.

​ Paso las horas previas a clases en la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria, donde se resguardan miles de libros y tesis que han dado forma al pensamiento de generaciones. En ese lugar, revestido con el arte de O’Gorman, me descubro en un refugio. Una biblioteca es una barricada contra el olvido y la barbarie, un espacio íntimo que al mismo tiempo se abre al latido colectivo de lo leído, lo pendiente y lo que aún soñamos leer.

Trescientas palabras que serán leídas en una pantalla

Abel Martínez Hernández7


Conocí a Daniel Mordzinski en un conversatorio que se realizó afuera de lo que, en un futuro no muy lejano, sería la biblioteca de la ENES en Juriquilla. La primera pregunta del “fotógrafo de los escritores” fue: ¿en dónde están los libros? Mi respuesta inmediata y temerosa fue que la escuela estaba apostando por la vanguardia y que ahora la biblioteca sería virtual. Con el rostro desencajado y lleno de preguntas, me dijo: ¿ya no habrá libros?, ¿qué harán los jóvenes ahora? Realmente, me quedé sin respuestas pues, por ser historiador, mi vida había estado rodeada de libros. Finalmente lo volteé a ver, encogí los hombros y contesté: no lo sé, Daniel.

​ La plática prevista se llevó a cabo, pero sus preguntas quedaron rondando en mi cabeza. Pocos meses después, me invitaron a coordinar el Centro de Información Digital y acepté el cargo con mucha ilusión, aunque sabía que los principales ausentes serían los libros y las protagonistas, las computadoras.

​ Desde aquel momento, no he podido dejar de pensar en que hemos llegado al mundo distópico de Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. Si bien aquí no arden los libros, se queman los ojos de nuestros estudiantes frente a las pantallas. Se desvanecen los bocetos de las ideas al ser sometidas a la inteligencia artificial para que tomen forma, pues ya no hay tiempo para el error. Ya no existirán autores anónimos de las notas de amor olvidadas entre los libros de la biblioteca. Se acabarán los ladrones de libros y la única nube a la que aspiraremos será aquella que nos dé mayor almacenamiento digital, y no las que se encuentran en el cielo.

​ Daniel, no he olvidado las preguntas que me hiciste en aquella ocasión. Por el momento, sigo sin poder responderlas.

El dinosaurio en la biblioteca

Zoé Méndez Ortiz8


Como quien viaja a un país nuevo y busca una iglesia, lo primero que yo hago cuando cambio de trabajo, proyecto o escuela es buscar la biblioteca que me quede más cerca. Hay algo en los libros dispuestos en orden alfabético, por colores, tamaños, temas o autores que me regresa a la infancia, a una casa amurallada de libreros llenos. Apostaría que mi crecimiento físico —la altura— se detuvo en la adolescencia cuando decidí pasar las tardes en las bibliotecas públicas de Xochimilco, acompañada de la luz fluorescente de la sala de lectura, en lugar de bajo el sol, en las canchas.

​ La primera vez que visité la Biblioteca Nacional tenía nueve años, me sorprendió el dinosaurio suspendido del techo, los vitrales por donde se cuela la luz en haces, el techo traslúcido por donde se ven correr las nubes en el cielo o se estrella la lluvia estrepitosamente. Regresé tiempo después, cuando terminaba la licenciatura en Letras Hispánicas. De todas las bibliotecas en las que busqué, la Nacional era la única que tenía el libro del autor que trabajaba en ese momento —Las bicicletas de David Toscana—; lo que inició como una visita de un día para fotocopiar el volumen, terminó en semanas de trabajo.

​ Ahora que estoy por finalizar la maestría, he vuelto felizmente a la sala de consulta del mezzanine. Mientras recorro el pasillo que me lleva a dicho espacio, miro de reojo los vitrales, el dinosaurio y deseo que mi escritorio favorito no esté ocupado. El registro en la entrada, la mochila en el locker, la revisión veloz de las nuevas adquisiciones, el termo de agua descansando en el piso y una libreta al lado de la laptop son parte de un ritual que me devuelve a todas las edades en que he habitado bibliotecas.

Biombo munbangdo, principios del siglo XX. The British Museum, dominio público.

Biblioteca gentrificada

Alejandro Espinosa Fuentes9


La nueva moda entre los mejores lectores que conozco, sabios eruditos que por regla general están en bancarrota, es subarrendar sus departamentos o habitaciones en Airbnb para así poder costear sus viajes a las ferias del libro donde presentarán su propia obra. Su mayor temor al compartir sus hogares no es que les roben la tele o la cafetera, sino que alguien vulnere su biblioteca. La solución que han encontrado: transformar sus libreros en vitrinas, con puertas de vidrio y cerraduras, para proteger ciertos libros raros, autografiados o primeras ediciones. Supe incluso de un profesor que resguardó su biblioteca de más de cinco mil libros con gruesos cerrojos de titanio. Poco después, como era un hombre despistado, extravió las llaves. Al principio, se lo tomó con calma y admiró su preciada biblioteca a través del cristal, lo que lo llevó a pensar que había matado dos pájaros de un tiro: no sólo sus libros estarían a salvo de los ladronzuelos, sino también del polvo que fosiliza tantas colecciones. El profesor recordó después que esa misma noche debía mandar un artículo sobre un libro muy extraño, casi imposible de conseguir, que estaba dentro de su hermético librero. Pero, por más que intentó forzar la cerradura con tarjetas, pasadores y clips, no logró acceder a él. En un último intento desesperado, envolvió su puño en un trapo y allanó su propia biblioteca. Con mucho cuidado, procurando no regar gotitas de sangre, extrajo el ejemplar con esa alegría que sólo han sentido aquellos que perdieron una idea y de repente la encuentran entre las páginas de un libro. Es la misma alegría que siento yo, mientras escribo esto, viendo de reojo las pequeñas cicatrices alrededor de mi mano derecha, junto a mi librero agujereado donde escucho, como un rumor, la libertad de las palabras.

El miedo a la inmensidad

Alma Elena Bello Quiroz10


Entrar a la Biblioteca Central me paraliza, aunque, de hecho, me ocurre lo mismo con todas las bibliotecas de CU y sus espacios. Hace unos años llegué a la capital con las ilusiones que una joven de diecisiete años, procedente de una ciudad mediana y de familia de clase trabajadora, puede tener al quedar en la UNAM. En ese momento, me pareció que era totalmente especial, así que durante las primeras dos semanas viví lo que ahora considero mi mejor época. Poco después me golpeó abruptamente la realidad y volví a ser la chica rara que no sabía ciertas cosas por no haber estudiado en un CCH o una Prepa Nacional y que, además, venía de una urbe poco conocida. Sin embargo, no podía volver, gasté todos los ahorros de mis padres y desde ese día he ignorado cada grito en mi interior que me dice que me vaya. Así he estado estudiando en la Facultad de Filosofía y Letras. Además, tengo un gran secreto: nunca he entrado más allá del primer pasillo de la Biblioteca Central, me aterra, y cuando voy sólo es por su eficiente sistema de copias. Varias veces he intentado silenciar mi miedo —después de todo, ya no soy una niña—, pero mi subconsciente me detiene. La Samuel Ramos no es la excepción, aunque de ahí he logrado tomar libros y llevarlos a mi cuarto en renta, siempre que entro me da pánico. En todas las bibliotecas de CU se repite este patrón.

​ Sé que esta historia parece infantil, pero refleja mis mayores miedos a las bibliotecas universitarias. Quién sabe, tal vez pronto pueda atravesar aquellos muros y observe y estudie, de una vez por todas, sin que un terror me recorra el cuerpo.

La sensación de comunidad que se respira

Aranza Montserrat González Pérez11


Una experiencia que recuerdo con mucho cariño ocurrió en la Biblioteca de México, ubicada en la Ciudadela. La primera vez que la visité fue por curiosidad: había escuchado que era una de las más grandes del país y quería conocerla. Al llegar, me impresionó la amplitud del lugar: enormes salas con estanterías interminables, techos altos y un ambiente solemne que transmitía respeto por el conocimiento.

​ Entré a la Sala José Vasconcelos, que conserva un aire más clásico, con muebles de madera y un silencio profundo. Ahí encontré un libro sobre diseño editorial que llevaba tiempo buscando. El simple hecho de tenerlo en las manos me generó una mezcla de emoción y calma, como si hubiera hallado un tesoro en medio de ese universo de libros.

​ Mientras recorría los pasillos, descubrí que imparten talleres de lectura y de escritura, además de organizar actividades culturales para todo tipo de público. Me sorprendió saber que la biblioteca no sólo funciona como un sitio para la consulta, sino también como un lugar vivo que promueve la participación y la formación comunitarias. Lo que más me marcó fue la sensación de comunidad que se respira. Era evidente que cada persona acudía con un propósito distinto, pero todos compartíamos el mismo espacio con respeto.

​ Después de unas horas de lectura, salí al patio central, donde el ambiente era más relajado. Estar rodeada de tanta historia y, a la vez, de vida cotidiana me hizo valorar la importancia de las bibliotecas públicas como refugios culturales en una ciudad tan acelerada como la nuestra. Desde entonces, la Biblioteca de México se convirtió en uno de mis lugares favoritos.

El universo en una biblioteca

Jasiel Amauri Rodríguez Morales12


Describir con palabras la inmensidad y la esencia de la Biblioteca Vasconcelos es una tarea imposible. El olor tan característico de los libros viejos te recibe en cuanto cruzas la puerta, la amplitud del espacio y la distribución tan original de su acervo maravillan a todo aquel que entra, no importa si eres un turista o un lector frecuente del lugar. Su personalidad te hace querer explorar todos y cada uno de los pasillos que parecen flotar mientras sostienen en sus estanterías una cantidad de saber tan grande que ninguna persona sería capaz de leerla en su totalidad.

​ Fui por primera vez a mis nueve años, me impresionaron las posibilidades que había para explorar tantos temas como quisiera, desde la ciencia exacta más compleja hasta el libro de cuentos más completo de algún autor cuyo nombre aún no podía pronunciar. Una experiencia que cualquier amante de la lectura ha experimentado alguna vez, al tener un universo de textos a su alcance. Los espacios de lectura en silencio, las escaleras interminables, las áreas al aire libre, el esqueleto de ballena gris que cuelga en medio de un pasillo inmenso, todo conformaba un lugar que sólo en mis sueños habría podido imaginar. En cada vuelta de esquina me esperaba otro libro que clamaba con desesperación que lo sacaran de su confinamiento para poder transmitir el conocimiento que almacenaba en su interior.

​ Amo las bibliotecas, la lectura y conocer lugares nuevos, pero nunca podré sentir la misma sensación que me provocó la Vasconcelos, un refugio para aquellos que disfrutamos dejarnos envolver por la ficción de una novela, el aprendizaje de un tema de un libro teórico o, simplemente, por su parcial silencio.

Biombo munja-chaekgeori, principios del siglo XX. The Cleveland Museum of Art, dominio público.

Entre los libros y la vida en comunidad

Leslie Rentería Cervantes13


La primera vez que entré a la Biblioteca Vasconcelos quedé asombrada. No sólo por su arquitectura imponente o por los miles de libros que parecían flotar entre los estantes, sino por la vida que se sentía en cada rincón: niños corriendo en las áreas verdes, presentaciones de libros y el sonido de música huasteca. Comprendí que una biblioteca no es simplemente un lugar de consulta, sino un espacio donde lo social y lo cultural coinciden.

​ Hablando con mi mamá, nos dimos cuenta de que en México las bibliotecas siempre han sido mucho más que estanterías y mesas. En barrios y alcaldías, se transforman en refugios del encuentro: vecinos, niños y familias compartiendo actividades, aprendiendo y conectándose con la cultura y entre ellos. Estos lugares han sido un motor educativo: en este país las bibliotecas hicieron posible que muchos jóvenes descubrieran la lectura, se abrieran camino y lograran estudiar sus carreras profesionales.

​ Ese espíritu solidario se volvió vital en momentos de crisis. Tras el temblor de 1985, varias familias que perdieron sus hogares hallaron refugio en las bibliotecas y allí mismo se organizaron colectas de víveres. Así, se convirtieron en espacios de cuidado, esperanza y apoyo.

​ Siempre han sabido abrazar la vida que las rodea: la Biblioteca Central se viste con ofrendas el Día de Muertos y se engalana con banderas en septiembre. Entre repisas y decoraciones, las bibliotecas no sólo guardan conocimiento, sino también las tradiciones, la memoria y los ritmos de nuestra sociedad.

​ Todo esto me lleva a preguntar cómo ha cambiado el papel de las bibliotecas a lo largo del tiempo, cómo se han concebido en otros países y qué lugar han ocupado en nuestra vida colectiva.

“Hace veinte años…”

Enrique Castillo Juárez14


Fue en 2005 cuando conocí la Biblioteca Central de la UNAM. Esa primera impresión fue impactante por la belleza exterior del edificio. Llegar al campus universitario por avenida Insurgentes, cruzar caminando las áreas verdes, salir al estacionamiento de Filosofía y Letras, encontrar ese majestuoso edificio. Junto con dos compañeras de la escuela donde estudiaba contabilidad, recorrí el exterior de la Biblioteca Central, a paso lento para apreciar cada uno de sus murales. Estaba sorprendido, y aún me faltaba conocer el interior.

​ Fue una de mis compañeras quien propuso que visitáramos esa biblioteca para realizar el primer trabajo del curso. Además de encontrar la información que buscábamos, me maravilló ver tantos libros de diversos géneros y especialidades. Me llenó de agrado y satisfacción que, sin ser entonces alumno de la UNAM, me permitieran consultar cualquier libro. Se volvió mi lugar favorito para hacer tareas e ir a leer por gusto.

​ Con el paso de los años, llegó mi oportunidad de pertenecer a la comunidad universitaria, y claro que mi lugar preferido sigue siendo mi querida Biblioteca Central. En ella he disfrutado y aprendido, he tomado talleres y he asistido a eventos. El Concierto Navideño de Conjuntos Corales, en diciembre de 2024, fue extraordinario y lo mejor: al final regalaron los libros que formaban el árbol de Navidad. El Encuentro Universitario de Tunas 2025, para celebrar el día del amor y la amistad, también fue grandioso.

​ “Cómo no te voy a querer”, Biblioteca Central, si me has permitido consultar tu acervo, hacer tareas y estudiar en tus instalaciones antes y ahora que soy orgullosamente universitario.

Una vez, en la Biblioteca Pública Benito Juárez

Roberto Hernández15


Al recorrer los pasillos en que están los libros, con estantes a izquierda y derecha dentro de los muros del recinto, se tiene una mejor perspectiva del mobiliario, sillas y mesas de madera firme que no anuncian la longevidad del lugar, misma que quizá se adivine por el diseño del espacio y por los murales exhibidos al norte y al sur —muros principal y final de la biblioteca—, obra del pintor jalisciense Roberto Montenegro.

​ El muro norte lo custodia El cuento, inspirado en uno de los relatos de Las mil y una noches, que representa al genio de la lámpara y subraya la relevancia de la imaginación en la literatura. El simbolismo de esta obra pictórica engrandece el ya bello y singular ideal bajo el cual se constituyó la biblioteca, en el centro de la Primaria Benito Juárez: resignificar espacios a partir de principios revolucionarios sobre educación pública, como parte de los proyectos vasconcelistas de aquella primera SEP.

​ Así, quienes transitamos sus pasillos inferiores y superiores, escalinatas y acervos, para seleccionar una lectura, revalorizamos el ideal de humanismo de la educación y el arte como potencias revolucionarias.

Autorretrato

Banni Fuentes16


A los catorce años comencé mi propia biblioteca, pero mi educación sentimental como lector había empezado antes, cuando me refugié en una al norte de la ciudad. Era un edificio imponente, parecía arrancado de una ficción futurista. Llegué por curiosidad, la cual me salvó de una tediosa adolescencia, y regresé con mi madre para obtener la credencial. Con un trámite burocrático, se me abrió un territorio en el que respiraba distinto.

​ Mi asombro no cabía en esos pasillos llenos de libros. Hojeaba miles, no siempre con la intención de llevarlos a casa, sino sólo por el placer de abrirlos como quien prueba dulces. Aquel escondite era para mí un espacio donde el tiempo se abría al ejercicio de la curiosidad y borraba, por un instante, los violentos ruidos del exterior y de mi pequeña existencia. Los libros me ofrecían una lengua nueva para nombrar mis miedos, deseos y recientes obsesiones.

​ Después adquirí mis primeros volúmenes, los cuales no se confundirían con las enciclopedias, los manuales infantiles y los libros religiosos que había en casa. Así comenzó lo que, más tarde, se convertiría en una extensión de mi identidad. Al igual que Salvador Novo, me declaro un loco de las ediciones numeradas o agotadas, y acepto que tengo más libros que tiempo para leerlos, por más decididamente que me lo proponga. Acumulo libros como quien acumula futuro; como quien se niega a rendirse a la deprimente e inmediata realidad.

​ Mi biblioteca personal cuenta una historia que, a veces, hasta yo desconozco. Cada título guarda la memoria de un hallazgo: un viaje, una feria, un regalo o una deuda. Dibujan el mapa de mi formación, la cartografía de mis obsesiones. Una biblioteca personal, lo sé ahora, es también un autorretrato.

Libros y posesiones de eruditos, principios del siglo XX. Metropolitan Museum of Art, dominio público.

El hogar del Dr. Mario de la Cueva

Luis Mario Carmona Márquez17


Conocí la Biblioteca Pública Dr. Mario de la Cueva el 5 de febrero de 2023. Era día festivo, pero la instalación estaba abierta. Caminé desde el Canal Nacional, por la Avenida Santa Ana, hasta topar con Canal de Miramontes. Fueron casi dos horas de trayecto. En Calzada de la Virgen está la biblioteca, escondida dentro de una casa de ladrillo rojo, frente a una arboleda hermosa a la mitad de dos calles. Si no tuviera un letrero, la habría confundido con un edificio cualquiera. Rejas negras en la entrada, escaleras y una puerta de cristal. Uno abre y le atiende una encargada. Me pide la mochila para ponerla en el guardarropa, me da un gafete con un número y entro.

​ En efecto, es una casa. El primer piso no llama mucho la atención. Una mesa grande oculta una chimenea en desuso. La sala siguiente es la infantil, llena de juegos y libros para las criaturas. Hay un baño, sin papel. Lo maravilloso empieza en el segundo piso. Tras subir las escaleras, se encuentran los libreros. Cada habitación está dedicada a un tipo de libros según la clasificación Dewey. Siento una intimidad desconocida y difícil de explicar. Dos ventanas dan a la calle, pero están obstruidas por hermosos ramajes pensiles. La buganvilia resalta con su rosado tierno. En un cuarto se ostenta un balcón. Está cerrado al público, pero en un descuido uno puede salir y palpar las flores que cuelgan del techo. Una de las ventanas tiene vista al patio del edificio y otra, al patio del vecino. El silencio es el adorno más preciado, el cobijo de una insondable realidad. En una pared, la foto del Dr. Mario de la Cueva. Fue su casa, seguramente. Su sonrisa me invita a su hogar.

La Vasconcelos era una fiesta

Francisco Pérez Caballero18


Cuando las bibliotecas abandonan su carácter “sagrado” hecho de reglas casi funerarias, orden perfecto, sepulcral silencio y total compostura, y, por el contrario, dan cabida al juego, la risa y los gritos, se impregnan de vida y, a su vez, la irradian.

​ Un ejemplo es la Biblioteca Vasconcelos, donde el público se congrega por razones variopintas, desde una lectura concienzuda, el ensayo de alguna coreografía e, incluso, una cita romántica entre libros.

​ Su Sala Infantil es un espacio destinado a recibir a sus muy distinguidos invitados: niñas y niños de todas las edades, incluso bebés de brazos o aquellos que aún moran en las pancitas de sus mamás.

​ El 23 de marzo de 2024 me integré a las filas de voluntarios de la Biblioteca Vasconcelos y, para mi gran sorpresa y fortuna, fui asignado al área infantil. Comencé apoyando a los bibliotecarios en sus funciones dentro de esta sala, entre ellas, “la hora del cuento”. En algún punto me permitieron narrar una historia y, gracias a la buena recepción del público, pronto pude dar media hora de cuento, luego una hora completa y así, poco a poco, me convertí en “el cuentacuentos” de la Sala Infantil.

​ A lo largo de 2025 mi colectivo Michis Miopes participó en diversas presentaciones, talleres y funciones de cuentacuentos dentro de la biblioteca, con una única premisa en mente: permitir a lxs niñxs ser niñxs.

​ Los libros siempre fueron el pretexto perfecto para desatar risas, gritos y juegos; para integrar y fomentar la participación activa de las infancias y celebrar una gran fiesta alrededor de la literatura y llenar de vida la Biblioteca Vasconcelos.

Biblioteca Pública de Los Ángeles

Carolina Farfán19


A dos semanas de empezar la carrera en Bibliotecología, visité la Biblioteca Pública de Los Ángeles. En términos arquitectónicos, es un edificio que impone, pero la magia, como sucede normalmente en las bibliotecas, comienza cuando entras. En el lobby colorido y ante los pasillos que guían al interior, mis ganas de explorar todo eran muchas. No sabía qué esperar, pues hasta entonces había estado en pocas bibliotecas: todas muy sencillas y en comunidades pequeñas, todas muy distintas de lo que encontré allí.

​ Desde murales, mosaicos y esculturas hasta una exposición sobre la población oaxaqueña en Los Ángeles y otra sobre la resistencia de la ciudad contra la guerra de Vietnam, la biblioteca me impresionaba a cada paso. Los libros, por un momento, pasaron a segundo plano. A pesar de la belleza estética del edificio, la biblioteca me decía algo: comunidad. Me lo decían sus bibliotecarios serviciales y atentos a los usuarios en cada área, sus exhibiciones, los múltiples letreros con señales para ubicarse, la cantidad de gente que, como yo, exploraba la biblioteca y usaba sus espacios.

​ Semanas después, ya estudiando la carrera, descubrí que lo que había observado era una biblioteca modelo. Si su impacto en mí había sido tal, es porque cumple con todos los requisitos mencionados en libros y artículos sobre el tema, algo que, tristemente, es raro en México. Es común que un estudiante de mi disciplina sienta decepción al comparar nuestras bibliotecas con lo que la bibliografía nos dice que deberían ser, pero mientras existan lugares como la Biblioteca Pública de Los Ángeles, siempre podremos tratar de seguir su ejemplo, tomar lo mejor de ellas; en este caso, crear comunidades alrededor de nuestras bibliotecas.

Yi Taek-gyun, Libros y accesorios de eruditos, finales del siglo XIX. The Cleveland Museum of Art, dominio público.

Una amiga en la biblioteca

Abril Atenea Reyes Sandoval20


Llegué puntual a mi cita en la biblioteca. La bibliógrafa me recibió con una sonrisa cálida que me hizo sentir bienvenida en esa “ciudad de libros”, como las apoda Camila Henríquez Ureña. Mientras recorríamos los amplios pasillos, iluminados por una luz tenue que dotaba al ambiente de una especial intimidad, le platiqué el motivo de mi visita: ésa era tan sólo una parada en mi itinerario tras las huellas de Camila, un afán por encontrar información que me permitiera reconstruir su pensamiento pedagógico.

​ La bibliógrafa se convirtió en mi cómplice. Con una actitud casi detectivesca, me ayudó a localizar las fuentes disponibles en el catálogo de la biblioteca y llevamos cinco libros a su oficina para revisarlos con calma. Para Camila, más que objetos que aleccionan o divierten, los libros son amigos. Ellos resguardan el pensamiento de mujeres y hombres que nos precedieron, de tal forma que la lectura es, ante todo, una conversación con ellas y ellos, en la que “aprendemos a pensar”.

​ Cuando comenzamos a hojearlos, ocurrió algo inesperado: en la primera página de un ejemplar, con una caligrafía impecable, se leía una dedicatoria: “A Daniel Cossío Villegas, atentamente, Camila Henríquez Ureña. Santo Domingo, Octubre de 1932. Nueva dirección: Légation de la République Dominicaine, Paris”. El libro era Las ideas pedagógicas de Hostos, tesis con la que obtuvo su título en Pedagogía.

​ El hallazgo nos dejó boquiabiertas. Sentí que Camila había aguardado pacientemente, en los anaqueles de esa ciudad libresca, a que alguien encontrara ese libro para iniciar una conversación. El día por fin llegó y yo me dispongo a ser su interlocutora.

Bibliotecas personales

Mauricio Sánchez Menchero21


El libro sobrevive atado a la palabra que lo designa, que también es el brocal de la biblioteca. Como un manantial, el agua que corre por sus anaqueles procura la más alta satisfacción cuando uno tiene sed. Borges, un lector siempre sediento, dice que se crió en “un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros”. En Discusión, describe la clave que impulsa a cualquier bibliófilo sediento al momento de conjuntar muchos libros para construir un pozo inacabable de lecturas: “Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en afición tan personal como la adquisición de libros, ni probé fortuna dos veces con autor intratable, eludiendo un libro anterior con un libro nuevo, ni compré libros —crasamente— en montón”.

​ Las colecciones personales de la Biblioteca México son una fuente de inagotable placer cuando se busca las huellas del hedonismo de sus dueños. Un gozo añadido es encontrar entre sus páginas “testigos” (boletos de transporte, comprobantes de compra o recados) y marcas de lectura o “marginalia” (subrayados, correcciones o comentarios) dejadas por sus lectores: José Luis Martínez, Antonio Castro Leal, Alí Chumacero, Jaime García Terrés y Carlos Monsiváis.

​ Un placer similar es la lectura de las dedicatorias autógrafas de las primeras páginas de los libros. En estas bibliotecas personales, muchos de sus volúmenes adquieren un valor añadido; cada uno se convierte en ejemplar único al conformar “intradocumentos”: escritos soportados por otros escritos. A fin de cuentas, seguir las huellas lectoras nos convierte en los cazadores furtivos que menciona Michel de Certeau: “los lectores son viajeros; circulan por tierras ajenas, nómadas dedicados a la caza furtiva en campos que no han escrito”.

La biblioteca de Balderas, viva y vital

Moisés Elías Fuentes22


La Biblioteca de México José Vasconcelos, conocida popularmente como “la biblioteca de Balderas”, ha sido, para mí, un espacio recurrente, desde los días en que asistía al recinto para estudiar los libros de la preparatoria abierta que cursaba, hasta las jornadas en que hice parte de mi servicio social en el Fondo Reservado, donde cotejaba textos de José Juan Tablada. Allí encontré Tropical Town and Other Poems (1918), único poemario en inglés del nicaragüense Salomón de la Selva, y algunos artículos en los que sus firmantes aseguraban tener o recordar improbables poemas inéditos del también nicaragüense Rubén Darío. En mi recuerdo están, por una parte, el encuentro de Tropical Town and Other Poems, un libro casi mítico por las dificultades para localizarlo; por otra, el descubrimiento de Darío devenido leyenda.

​ Espacios de intimación con uno mismo, las bibliotecas son también sitios para socializar, como atisbé en la biblioteca de Balderas, abstraído en la lectura de un libro, pero a la vez consciente de estar rodeado por los otros, la otredad con la que vivimos y andamos a diario, aunque sin prestarle la atención debida hasta que la reconocemos y nos reconocemos en ella en una biblioteca, guardando el debido silencio para que cada quien, solitario, se sumerja, siendo uno, en el infinito de una lectura, de donde emerge otro.

​ Sumergirse uno para emerger otro, porque en las salas y los patios de la Biblioteca de México se entrecruzan investigadores académicos y estudiantes de secundaria, jubilados que han hecho del recinto su lugar de encuentro y las hijas e hijos de los vendedores callejeros, además de paseantes nacionales y extranjeros que, casi por accidente, llegan al edificio de La Ciudadela y terminan deambulando por sus pasillos. Un microcosmos vivo y vital.

Imagen de portada: Trabajadores frente a la Biblioteca Central, Ciudad Universitaria, 3 de mayo de 1952. Fotografía del Fondo Aerofotográfico Oblicuas. Cortesía del Acervo Histórico Fundación ICA.

  1. Es maestro en Literatura por la Universidad de Aarhus, Dinamarca, y licenciado en Ciencias de la Cultura por el Claustro de Sor Juana y en Teatro por el INBA. 

  2. Escrito en la Franja de Gaza (Palestina ocupada), en el refugio del parque náutico de Al-Zahra (municipio de Gaza donde se encuentra aún la Universidad de Palestina), en compañía del poeta libanés Zaki Baydoun. A la memoria de los grupos de misión de paz de la Fundación Yasser Arafat. 

  3. Es estudiante de Ciencias Políticas en la UNAM e integrante de la UIP. 

  4. Es escritora; Lengua Madre es su primer libro. 

  5. Es investigador del Instituto de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad de la UNAM. 

  6. Es egresado de Filosofía por la UNAM, da clases y escribe. 

  7. Es historiador del delito, profesor y coordinador del Centro de Información Digital, ENES Juriquilla, UNAM. 

  8. Es estudiante de maestría en Letras Latinoamericanas, en la UNAM. 

  9. Es narrador, traductor, editor y ensayista. 

  10. Cursa Estudios Latinoamericanos en la UNAM. 

  11. Es estudiante de Diseño y Comunicación Visual en la UNAM; le interesan la fotografía deportiva y la gestión cultural. 

  12. Es estudiante de Literatura Dramática y Teatro, UNAM. 

  13. Es estudiante de Negocios Internacionales, ENES Juriquilla, UNAM. 

  14. Es estudiante de Letras Hispánicas, UNAM. 

  15. Es estudiante de matemáticas en la UNAM. 

  16. Es bibliófilo, lector caprichoso y estudiante de Letras Hispánicas en la UNAM. 

  17. Estudió Letras Españolas en la UACH y cursa la licenciatura de Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. 

  18. Es cuentacuentos, mediador de lectura y estudiante en la FFyL, UNAM. 

  19. Es ayudante de profesor en la Licenciatura de Bibliotecología y Estudios de la Información, UNAM. 

  20. Es pedagoga y maestrante en Estudios Latinoamericanos, UNAM. 

  21. Es director del CEIICH, UNAM. 

  22. Es poeta, ensayista y profesor.