Bóvedas de acero

Fragmento

Robots / dossier / Febrero de 2023

Isaac Asimov

Traducción de: Luis G. Prado

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El interior de la tienda estaba más vacío que la calle. El gerente, con encomiable previsión, había activado la puerta de fuerza al comienzo del incidente, evitando así que entrasen alborotadores potenciales. También hacía que los intervinientes en la discusión no pudieran irse, pero eso era un problema menor.

​ Baley atravesó la puerta de fuerza usando su neutralizador de funcionario. Sorprendentemente, vio que R. Daneel lo seguía. El robot llevaba en el bolsillo su propio neutralizador, uno plano, más pequeño y elegante que el modelo estándar de policía.

©Eric Joyner, *Friday Night*, 2008©Eric Joyner, Friday Night, 2008

​ El gerente se acercó corriendo a ellos en cuanto entraron, hablando en voz muy alta.

​ —Agentes, los dependientes me han sido asignados por la Ciudad. Tengo todo el derecho a usarlos.

​ Había tres robots de pie, tiesos como estacas, en la parte de atrás de la tienda. Seis humanos se encontraban junto a la puerta de fuerza. Eran todas mujeres.

​ —De acuerdo —dijo Baley secamente—. ¿Qué pasa aquí? ¿Cuál es el problema?

​ —He venido a por zapatos —dijo una de las mujeres de forma estridente—. ¿Por qué no puede atenderme un dependiente de verdad? ¿Es que no soy respetable? —Su ropa, especialmente su sombrero, era lo bastante llamativa para convertir aquello en algo más que una pregunta retórica.

​ El rubor furioso que cubría su cara casi enmascaraba su excesivo maquillaje.

​ —La atenderé yo mismo, si es necesario —dijo el gerente—, pero no puedo atenderlas a todas al mismo tiempo, agente. Mis muchachos no tienen nada de malo. Son dependientes con licencia. Tengo sus cuadros de características y los resguardos de la garantía…

​ —¡Cuadros de características! —gritó la mujer. Se rio estridentemente y se volvió hacia las demás—. Escuchadle. ¡Les llama muchachos! ¿Qué es lo que lo que os pasa? ¡No son muchachos! ¡Son robots! —Estiró las sílabas—. Y os diré lo que hacen, por si no lo sabéis. Les roban el trabajo a los hombres. Por eso el gobierno siempre los protege. Trabajan sin recibir nada y, por su culpa, las familias tienen que vivir en barracones y comer gachas crudas de levadura. Familias honestas y trabajadoras. Si yo mandase, destruiría a todos los robots. ¡Vaya si lo haría!

​ Las otras comenzaron a hablar confusamente y por encima seguía sonando el creciente rumor de la multitud justo al otro lado de la puerta de fuerza.

​ Baley era consciente, brutalmente consciente, de que R. Daneel Olivaw estaba a su lado. Miró a los dependientes. La factura terrícola, e incluso para ese nivel eran modelos relativamente baratos. Solo eran robots fabricados para saber hacer unas pocas cosas sencillas: conocer los números de los modelos, sus precios, las tallas disponibles para cada uno y seguir las fluctuaciones de las existencias (probablemente mejor que los humanos, puesto que no tenían otros intereses), calcular los pedidos adecuados para la próxima semana, medir el pie del cliente.

​ En sí mismos, eran inofensivos. Como grupo, eran increíblemente peligrosos.

​ Baley podía simpatizar con la mujer más de lo que hubiera creído posible un día antes. No, dos horas antes. Podía sentir la cercanía de R. Daneel y se preguntaba si este no podría sustituir a un detective C-5 normal. Al pensar en ello, podía ver los barracones. Podía recordar el sabor de las gachas de levadura. Podía recordar a su padre.

©Eric Joyner, *Worker Bot*, 2008©Eric Joyner, Worker Bot, 2008

​ Su padre fue físico nuclear, con una cualificación que le había situado en el percentil más alto de la Ciudad. Había sucedido un accidente en la central eléctrica y su padre fue responsabilizado. Se le retiró la cualificación. Baley no conocía los detalles, pues sucedió cuando tenía un año.

​ Pero recordaba los barracones de su infancia; la miserable existencia comunal a duras penas soportable. No recordaba a su madre en absoluto; no había sobrevivido mucho tiempo. De su padre se acordaba bien, un hombre alcoholizado, taciturno y perdido, que a veces hablaba del pasado con frases roncas y entrecortadas.

​ Su padre había muerto, aún sin cualificación, cuando Lije tenía 8 años. El joven Baley y sus dos hermanas mayores se mudaron al orfanato de la Sección. El Nivel Infantil, lo llamaban. El hermano de su madre, el tío Boris, era demasiado pobre para evitarlo.

​ Así que siguió siendo duro. Fue duro pasar por la escuela, sin privilegios derivados del estatus de su padre para facilitarle el camino.

​ Y ahora tenía que estar en una revuelta a punto de producirse y debía detener a unos hombres y mujeres que, después de todo, solo temían perder sus propias cualificaciones y las de sus seres queridos, como le sucedía a él.

​ —No tengamos problemas, señora —le dijo con una voz sin entonación a la mujer que había hablado—. Los dependientes no le están haciendo ningún daño.

​ —Claro que no me han hecho daño —respondió la mujer con tono de soprano—. Y no me lo van a hacer. ¿Cree que dejaría que me tocasen con esos dedos fríos y grasientos? Vine aquí esperando que me trataran como a un ser humano. Soy una ciudadana. Tengo derecho a que me atiendan seres humanos. Y oiga, tengo dos niños esperando la cena. No pueden ir a la Cocina de la Sección sin mí, como si fueran huérfanos. Tengo que salir de aquí.

​ —Bueno —dijo Baley, sintiendo que su temperamento se encrespaba—, si hubiera permitido que la atendieran, ya habría salido usted de aquí. Está causando problemas sin motivo. Tranquilícese.

​ —¡Vaya! —la mujer pareció sacudida—. Quizá piense que puede hablarme como si fuera una basura. Quizá es hora de que el gobierno se dé cuenta de que los robots no son lo único que hay en la Tierra. Yo me gano la vida trabajando duramente y tengo derechos. —Siguió así interminablemente.

​ Baley se sintió acosado y atrapado. La situación estaba fuera de control. Incluso si las mujeres accedían a ser atendidas, la multitud que esperaba afuera podía estar dispuesta a cualquier cosa.

​ Debía de haber ya un centenar de personas apelotonadas ante el escaparate. En los pocos minutos transcurridos desde la entrada de los detectives, la multitud se había duplicado.

​ —¿Cuál es el procedimiento habitual en un caso como este? —preguntó de pronto R. Daneel.

​ Baley casi dio un salto.

​ —Para empezar, es un caso poco habitual.

​ —¿Qué dice la ley?

​ —Los R han sido asignados aquí correctamente. Son dependientes con licencia. No tienen nada de ilegal.

​ Estaban hablando en susurros. Baley intentaba ofrecer un aspecto oficial y amenazante. La expresión de Olivaw, como siempre, no significaba nada en absoluto.

​ —En ese caso —dijo R. Daneel—, ordena a la mujer que permita que la atiendan o se marche.

​ Baley levantó levemente una comisura de su boca.

​ —Nos las vemos con una turba, no con una mujer. No hay nada que podamos hacer salvo llamar a los antidisturbios.

​ —Los ciudadanos no deberían necesitar más de un agente de la ley para ordenarles lo que deben hacer —dijo Daneel. Volvió su ancho rostro hacia el gerente de la tienda—. Abra la puerta de fuerza, señor.

​ El brazo de Baley se disparó hacia delante para atrapar el hombro de R. Daneel y darle la vuelta. Detuvo su acción. Si en ese momento dos agentes discutían abiertamente, significaría el final de cualquier oportunidad de alcanzar una solución pacífica.

©Eric Joyner, *Market Street*, 2022©Eric Joyner, Market Street, 2022

​ El gerente protestó y miró a Baley, quien evitó su mirada.

​ —Se lo ordeno con la autoridad de la ley —dijo R. Daneel, impasible.

​ —Consideraré a la Ciudad responsable por cualquier daño que sufra el género o la tienda —gimió el gerente—. Que quede constancia de que hago esto por orden suya.

​ La barrera descendió; los hombres y las mujeres entraron hasta llenar la tienda. Emitían un rugido de felicidad. Presentían la victoria.

​ Baley había oído hablar de revueltas similares. Incluso había presenciado una. Había visto cómo una decena de manos levantaban a los robots, y cómo un mar de brazos transportaban sus cuerpos pesados que no ofrecían resistencia. Los hombres tiraron y retorcieron los miembros de los simulacros metálicos de hombres. Usaron martillos, cuchillos de fuerza, pistolas de agujas. Finalmente, redujeron a los pobres objetos a metal y cables desgarrados. Los caros cerebros positrónicos, la creación más sofisticada de la mente humana, pasaron de mano en mano como pelotas, y en un momento quedaron reducidos a masas inútiles.

​ Luego, una vez que el genio de la destrucción hubo salido tan alegremente de la botella, la turba se volvió contra cualquier otra cosa que pudiera ser destrozada.

​ Los dependientes robot no podían saber nada de esto, pero emitieron chillidos cuando la multitud inundó la tienda y levantaron los brazos ante sus rostros como en un esfuerzo primitivo por esconderse. La mujer que había comenzado el lío, asustada al ver cómo crecía mucho más allá de lo que había esperado, balbució.

​ Su sombrero había cubierto su cara, y su voz se volvió una mera estridencia sin sentido.

​ —¡Deténgalos, agente! ¡Deténgalos! —gritaba el gerente.

​ R. Daneel habló. Sin mucho esfuerzo, su voz se hizo repentinamente varios decibeles más alta de lo que era posible para una voz humana. Por supuesto, pensó Baley por décima vez, no es…

​ —La primera persona que se mueva recibirá un tiro —dijo R. Daneel.

​ —¡A por él! —gritó alguien muy hacia atrás en la multitud.

​ Pero durante un momento, nadie se movió.

​ R. Daneel se subió ágilmente a una silla y de ahí a lo alto de un expositor de transtex. La fluorescencia coloreada que brillaba a través de las ranuras de película molecular polarizada convirtieron su cara fría y suave en algo que no era de este mundo.

​ No es de este mundo, pensó Baley.

​ Nadie se movió mientras R. Daneel esperaba, una persona discretamente formidable.

​ —Os estáis diciendo: Este hombre lleva un látigo neurónico, o un atontador. Si avanzamos todos a la vez, lo avasallaremos y como máximo uno o dos de nosotros resultarán heridos, y de todas formas se recuperarán. Mientras tanto, haremos lo que queramos, y al espacio con la ley y el orden. —Su voz no era dura ni iracunda, pero denotaba autoridad. Tenía el tono de las órdenes seguras de su cumplimiento. Continuó—: Estáis equivocados. Lo que llevo no es un látigo neurónico, ni es un atontador. Es un desintegrador, y es mortal. Lo usaré y no apuntaré por encima de vuestras cabezas. Mataré a muchos antes de que podáis cogerme, quizá a la mayoría. Lo digo muy en serio. ¿No os parezco serio?

​ Había movimiento en las márgenes de la multitud, pero esta ya no crecía. Si los recién llegados seguían deteniéndose por curiosidad, otros se apresuraban a irse. Los que estaban más cerca de R. Daneel contenían el aliento, mientras intentaban desesperadamente no avanzar en respuesta a la presión de la masa de cuerpos tras ellos.

​ La mujer del sombrero rompió el hechizo. En un repentino torbellino de llanto, chilló:

​ —Nos va a matar. Yo no he hecho nada. Oh, déjenme salir de aquí.

​ Se volvió, pero se vio enfrentada a un muro inamovible de hombres y mujeres. Cayó de rodillas. El movimiento hacia atrás de la multitud silenciosa se acrecentó.

​ R. Daneel bajó de un salto del expositor y dijo:

​ —Ahora voy a caminar hasta la puerta. Dispararé a cualquier hombre o mujer que me toque. Cuando alcance la puerta, dispararé a cualquier hombre o mujer que no se vaya para ocuparse de sus propios asuntos. Y esta mujer…

​ —¡No, no! —chilló la mujer del sombrero— Le digo que no he hecho nada. No quería causar problemas. Ya no quiero los zapatos. Solo quiero irme a casa.

​ —Esta mujer —continuó R. Daneel— se quedará aquí. Va a ser atendida.

​ Dio un paso adelante.

​ La turba lo miró inexpresivamente. Baley cerró los ojos. No era culpa suya. Habría asesinatos y un lío de narices, pero habían sido ellos los que le habían obligado a llevar un robot como compañero. Ellos le habían dado el mismo rango.

​ No podía ser. Él mismo no lo creía. Podría haber detenido a R. Daneel al principio. En cualquier momento podría haber llamado a un coche patrulla. En lugar de eso, había dejado que R. Daneel asumiera la responsabilidad, y había sentido un alivio culpable. Cuando intentó decirse que la personalidad de R. Daneel sencillamente dominaba la situación, se sintió embargado por un repentino autodesprecio. Un robot que dominaba…

​ No oía ninguno de los ruidos habituales, ni gritos, ni maldiciones, ni gruñidos, ni chillidos. Abrió los ojos.

​ Estaban dispersándose.

​ El gerente de la tienda estaba tranquilizándose, mientras se colocaba bien la chaqueta arrugada, se alisaba el pelo y murmuraba amenazas furiosas contra la multitud que desaparecía.

​ El suave silbido decreciente de un coche patrulla se detuvo justo enfrente. Baley pensó: Claro, cuando todo ha terminado.

​ —No tengamos más problemas, agente —dijo el gerente, tirándole de la manga.

​ —No habrá más problemas —dijo Baley.

​ Fue fácil librarse de la policía del coche patrulla. Habían venido en respuesta a los avisos sobre una multitud en la calle. No sabían más detalles, y podían ver por sí mismos que la calle estaba despejada. R. Daneel se mantuvo aparte y no mostró ningún signo de interés mientras Baley explicaba los hechos a los policías, minimizándolos y enterrando completamente el papel de R. Daneel en ellos.

​ Después se llevó a su compañero a un lado, contra el acero y el cemento de una de las columnas.

​ —Escucha —dijo—, no es que intente robarte los reflectores, ¿entiendes?

​ —¿Robarme los reflectores? ¿Es una de vuestras expresiones terrestres?

​ —No he informado de tu papel en esto.

​ —No conozco todas vuestras costumbres. En mi mundo, un informe completo es lo habitual, pero quizá no sea así en tu mundo. En todo caso, una rebelión civil ha sido evitada. Eso es lo importante, ¿no?

​ —¿Lo es? Oye, mira —Baley intentó sonar lo más enérgico que pudo dada la necesidad de hablar en susurros—. No vuelvas a hacerlo nunca más.

​ —¿No debo volver a insistir en que se respete la ley? Si no hago eso, entonces, ¿cuál es mi utilidad?

​ —Nunca vuelvas a amenazar a un ser humano con un desintegrador.

​ —No habría disparado bajo ninguna circunstancia, Elijah, como sabes bien. Soy incapaz de hacer daño a un humano. Pero, como ves, no tuve que disparar. No esperaba tener que hacerlo.

​ —Tuviste muchísima suerte de no tener que disparar. No vuelvas a arriesgarte de esa forma. Yo también podría haber hecho un numerito parecido…

​ —¿Un numerito? ¿Qué es eso?

​ —No importa. Interpreta lo que estoy diciendo. Yo mismo podría haber amenazado con el desintegrador a la multitud. Tenía un desintegrador para hacerlo. Pero ese no es el tipo de apuesta que se me permite asumir, y a ti tampoco. Era más seguro avisar a los coches patrulla que intentar ser un héroe.

​ R. Daneel reflexionó. Negó con la cabeza.

​ —Creo que te equivocas, compañero Elijah. La información que me dieron sobre las características humanas de la gente de la Tierra incluye el dato de que, a diferencia de los hombres de los Mundos Exteriores, está educada desde el nacimiento para aceptar la autoridad. Al parecer, es resultado de vuestra forma de vida. Un solo hombre que represente a la autoridad con la firmeza suficiente suele bastar, como acabo de probar. En realidad, tu propio deseo de que acudiese un coche patrulla era solo la expresión de tu deseo casi instintivo de una autoridad superior que se hiciera cargo de la responsabilidad, liberándote a ti. En mi propio mundo, admito que lo que hice habría sido completamente injustificado.

​ El largo rostro de Baley estaba rojo de ira.

​ —Si hubieran descubierto que eres un robot…

​ —Estaba seguro de que no lo harían.

​ —En todo caso, recuerda que sí eres un robot. Nada más que un robot. Solo un robot, como los dependientes de la tienda.

​ —Pero eso es obvio.

​ —Y no eres humano —Baley sintió que se dejaba llevar por la crueldad contra su voluntad.

​ R. Daneel pareció reflexionar sobre eso.

​ —La división entre humano y robot no es quizá tan significativa como la división entre inteligencia y falta de ella —dijo.

​ —Quizá en tu mundo —dijo Baley—, pero no aquí.

​ Miró su reloj y apenas pudo descifrar que llevaba un retraso de una hora y cuarto. Su garganta estaba seca y áspera de pensar que R. Daneel había ganado el primer asalto, que había ganado mientras él había quedado inerme.

​ Pensó en el muchacho, Vince Barrett, el adolescente a quien R. Sammy había reemplazado. Y en sí mismo, Elijah Baley, a quien R. Daneel podría reemplazar. Jehoshaphat,1 al menos a su padre lo echaron por un accidente que había causado daños, que había matado a gente. Quizá había sido culpa suya. Baley no lo sabía. Imaginaba que se había forzado su salida para dejar sitio a un físico mecánico. Solo por eso. Por ninguna otra razón. No había nada que pudiera hacer al respecto.

©Eric Joyner, *Lawn Mower*, 2021©Eric Joyner, Lawn Mower, 2021

​ —Vámonos —dijo secamente—. Tengo que llevarte a casa.

​ —Verás —dijo R. Daneel—, no es adecuado realizar ninguna distinción que repose sobre un valor menor que el hecho de la intel…

​ —Ya está bien —la voz de Baley se elevó—. El tema está cerrado. Jessie nos espera —Caminó en dirección al comunotubo intrasección más cercano—. Será mejor que la llame y le diga que estamos en camino.

​ —¿Jessie?

​ —Mi mujer.

​ Jehoshaphat, pensó Baley, vaya humor que llevo para vérmelas con Jessie.

Tomado de Isaac Asimov, “3. Incidente en una zapatería”, Bóvedas de acero, Luis G. Prado (trad.), Penguin Random House, Barcelona, 2011.

Imagen de portada: ©Eric Joyner, Lawn Mower, 2021

  1. Expresión equivalente a “¡Jesús!” [N. de los E.]