La Acordada: biografía de una cárcel

EZLN / panóptico / Diciembre de 2023

Adrián Román

Crimen y castigo en la Colonia

Los caminos alrededor de la capital virreinal se encontraban infestados de bandas que asaltaban, quemaban, saqueaban haciendas y robaban recuas de mulas cargadas de oro o pulque. No había empleos; el Nuevo Mundo no resultó un paraíso de abundancia para todos. Los indios que fueron despojados de sus tierras erraban el rumbo por plazas, mercados y rastros. Muchos españoles también se dedicaban a vagar. Nadie les pidió que vinieran, solo escucharon que abundaban la riqueza y las mujeres. También había negros y orientales libres en esos escuadrones insumisos. Pero de poco sirve la libertad sin dinero. De la calle y de la frustración brotaban los integrantes de las bandas; eran tiempos de hambre, avaricia y ganas de justicia. Río Frío, San Martín, Santa Martha, Amilapa, Cerro Gordo y Tres Palos eran los caminos más frecuentados por las cuadrillas de delincuentes que acogían entre veinte y cincuenta miembros.

​ La estrategia de la Corona para solucionar el problema fue llegar al acuerdo de ceder poderes a una hermandad, un grupo de hombres de la sociedad civil. De ese acuerdo proviene el nombre del Tribunal de la Acordada que, al momento de fundarse, a finales de 1719, quedó encabezado por el temible Miguel Velázquez de Loera (1670-1732), quien fundó el primer cuerpo policial de la Ciudad de México. Sus efectivos tenían licencia para capturar, juzgar y, de ser necesario, ejecutar a cualquier maleante. Así salieron a los caminos ochenta hombres con armas y a caballo a perseguir a los salteadores.

Cárcel de la Acordada. Se ubicaba en los cruces actuales de las calles Juárez, Balderas y HumboldtCárcel de la Acordada. Se ubicaba en los cruces actuales de las calles Juárez, Balderas y Humboldt

​ El Juez de Hierro, como le llamaban a Velázquez, era un hombre duro, astuto e implacable. Vestía sombrero de paño negro con plumas blancas, casaca y puñeras; lo acompañaba un bastón con empuñadura de plata. Le gustaba usar chaleco de brocado y llevaba el pelo largo. Se hizo famoso en su tierra natal, Querétaro, por capturar a una banda que sembraba el terror en la zona; la integraban negros y mulatos que dirigía fray Juan de la Cueva. El fraile fue enviado a España, lo encerraron en un convento y ahí murió mientras que, tras un juicio sumario, negros y mulatos fueron ejecutados, ahorcados de las ramas de los árboles cercanos al sitio donde fueron emboscados.

​ El 17 de julio de 1757 Lorenzo Rodríguez, arquitecto barroco, autor del sagrario de la Catedral Metropolitana, comenzó la construcción de la prisión más temida durante la época colonial, la Cárcel del Tribunal Real de la Acordada. Quedaba a las afueras de la ciudad, entre lo que hoy son las calles de Humboldt, Juárez y Balderas, un poco más allá de donde se encontraba la hoguera de los dieguinos. La prisión, que fue inaugurada el 14 de febrero de 1759, cerró sus puertas en 1813 para ser remodelada y abrió otra vez en 1831. En 1862, debido al daño que causaron dos terremotos y el mal mantenimiento, hubo que mudar a los reos a la cárcel de Belén. Los gruesos muros de cantera y piedra roja de la Acordada fueron demolidos en 1905.

​ A lo largo de 93 años, seis meses y veinte días la Acordada albergó 62 900 presos, para ello tuvo diez jueces; el delito más frecuente en un siglo fue el robo. Desde que ingresaban, los reos eran tratados con dureza. Se les reunía en un patio como si fueran bestias en un corral. Los capataces gritaban órdenes y a punta de garrote dividían en grupos a los condenados, que eran trasladados a las mazmorras o a las galeras. Las mazmorras eran cuartuchos oscuros y húmedos que casi todo el año permanecían inundados. Las galeras se encontraban atiborradas de chinches, piojos y pulgas; eran calurosas, mal iluminadas y fétidas. Olían a patas, sudor, chaqueta, sexo y mierda. Se llenaban de petates por las noches. Los presidentes, reos elegidos por las autoridades para llevar el control de las celdas, cobraban un real por noche. A veces, en plena madrugada, le arrebataban a alguno su cobija y la alquilaban a alguien más. A los recién llegados les pasaban una alcancía para que cooperaran “de forma voluntaria” para una misa anual a la virgen de Dolores. No cumplir con la contribución era el único requisito para sufrir abusos. Solo se les condonaba la deuda a los que eran muy pobres. En la cárcel existían privilegios; los condenados que podían pagarla, tenían una celda individual con todas las comodidades.

​ Había guardias en la azotea y grupos de hombres realizaban rondas en la explanada y en las calles aledañas a la prisión. Perros feroces recorrían los patios y permanecían atentos a las puertas de los calabozos. Había tráfico de alcohol, apuestas y prostitución. El alcohol entraba, almacenado en odres de piel de cerdo, en las carretas que ingresaban otros víveres, porque su venta era ilegal. En los patios y las celdas se jugaban naipes, dados, bolillas.

​ Por las mañanas servían un desayuno que consistía en atole y pan bazo. Para comer había frijoles, unas veces con pan y otras sin él. La enfermería no tenía medicinas ni material para los auxilios más básicos. Comían una vez a la semana un trozo de carne mal cocida con habas. La prisión contaba con el servicio de dos intérpretes indígenas. Los empleados de la cárcel del Tribunal de la Acordada salían a las seis, para no tener que abrir las puertas de noche y así evitar fugas. Unas escaleras secretas llevaban al juzgado y a las viviendas de los jueces. Quienes dejaron testimonio de los interiores de ese infierno colonial dicen que estaba habitado por hombres demacrados, tristes, andrajosos, resignados y sucios.

​ Cada noche sonaba una campana que avisaba que todos debían ir a dormir. Enseguida se oían los silbatos y las voces de los custodios; gritos de alerta, burlas y chiflidos de los reos. Cada noche lo mismo. La vida era un recuento de pleitos, torturas, azotes, cadenas, esposas, fistones, robos, cuchilladas, horadaciones y vicios. Algunos de los condenados eran sentenciados en el patio mismo de la cárcel.


Mujeres en la cárcel

Cerca de 1781 se abrió la sección de mujeres. Las presas provenían de distintas clases sociales. En los primeros once años se observó un aumento considerable del número de prisioneras, de 158 a 1 379. Sus sentencias no solían ser tan largas como las de los varones. Los crímenes más comunes eran estupro, falsificación, bigamia, sodomía, incesto, infanticidio, abuso de confianza, compañía en rapto y sospechas de plagio.

​ Muchas se encontraban encerradas por prostitución, pero también eran obligadas a seguir ejerciéndola tras los muros de la Acordada. Todas estaban sometidas más o menos a las mismas reglas. Su jornada comenzaba a las cinco de la mañana. Resultaba obligatorio ir a misa; tenían dos opciones: a las siete o a las nueve de la mañana. Algunas reas recibían comida de familiares o amigos. Lo último que hacían antes de dormir, alrededor de las veintiún horas, era rezar una oración. Las presidentas repartían los dormitorios y otros privilegios y se quedaban con una parte de lo que las presas ricas pagaban por su celda individual. También solucionaban conflictos entre las reclusas a punta de golpes.

​ Cocinar, limpiar o coser eran actividades que podían realizar para mantenerse lejos de las agresiones. Había trabajo para tortilleras, cocineras, atoleras; lavaban ropa, la cosían o vareaban el algodón. Todos los empleos eran remunerados, pues el trabajo era la única herramienta que se le ocurría al virreinato para reintegrar a esas personas a la sociedad. Se les pagaba un real a la semana. La cocina de la Acordada no tenía azulejo, las hornillas no funcionaban bien y en época de lluvias se mojaban las cocineras y la comida porque había un hueco gigante en el techo.


El asalto al Parián

En agosto de 1838 México tuvo sus primeras elecciones presidenciales en busca del sucesor de Guadalupe Victoria. Los dos candidatos representaban a una logia de masones distinta. Vicente Guerrero era de la corriente yorkina, tenía la piel de color quebrado, no había ido a la escuela y su oficio de niño fue el de arriero. Manuel Gómez Pedraza era representante de la logia de los escoceses, el ala conservadora que prefería el dominio español. El resultado no fue favorable para Guerrero, quien se inconformó junto con sus partidarios, que se mostraron dispuestos a apoyarlo hasta las últimas consecuencias. Santa Anna tomó Perote y desde allá desconoció el triunfo de Gómez Pedraza. Los simpatizantes de Guerrero se levantaron por varias zonas del país.

​ Santiago García y José María de la Cadena tomaron la prisión de la Acordada y ahí se atrincheraron. La cárcel también servía como resguardo de armas y municiones, por lo que resultaba un punto estratégico para tener el poder de la ciudad. García y De la Cadena hablaron con los reos y les prometieron que si se unían a la causa de Guerrero, además de obtener la libertad, podrían llevarse lo que quisieran del famoso y exclusivo mercado del Parián, ubicado en la zona poniente de la plancha del Zócalo.

Vincent Van Gogh, *La ronda de los prisioneros*, Museo PouchkineVincent Van Gogh, La ronda de los prisioneros, Museo Pouchkine

​ El 4 de diciembre a las cinco de la tarde comenzaron a movilizarse todos los sublevados, que para entonces ya incluían a la policía que cuidaba la Acordada, a los presos y una buena parte del pueblo que se iba sumando. Llegaron al mercado rapaces, veloces, famélicos, por todos lados. Unos cayeron, otros tropezaron con los cuerpos caídos y otros más pasaban con trote salvaje encima de ellos. Había gritos de ayuda, de ira, de miedo. No había nada que se salvara de las manos de aquella turba. Los relojes cucú, las rejas y toda la herrería, las campanas, las herramientas. Unos robaban pero enseguida eran asaltados por alguno más bravo y astuto. Las manos se les llenaron de oro a los que nunca lo habían soñado, el suelo se llenó de pequeños trozos de cristal y piedras preciosas. Algunos corrían excitados por las calles y ofrecían a gritos lo que habían robado. Y luego los mismos hombres regresaban por más mercancía y la volvían a vender, así hasta que solo quedaron cenizas y escombros. Hubo quienes vivieron durante semanas de lo que hurtaron. Tomaban por montones los rebozos finos. Por el suelo había medias y pedazos de vestidos finos, sombreros, casacas. Algunos atracaron las cajas de dinero, otros se vistieron con prendas de telas jamás soñadas y lo celebraban y reían perversamente, con algo de triunfo y revancha en los ojos.

​ Alguien prendió fuego al mercado y las llamas no tardaron en reproducirse, avanzar y comerse lo que quedaba del lujo del mercado que se surtía con las cosas más elegantes y curiosas del mundo entero. Los comerciantes miraban cómo las sedas se encendían y eran efímeras en las manos de la lumbre. Se consumían tan rápido como sus sueños y sus negocios y no había nada que pudieran hacer ante esa muchedumbre que salió de la cárcel de la Acordada.

Imagen de portada: Vincent Van Gogh, La ronda de los prisioneros, Museo Pouchkine