Claudia Masin: la solidez en la fragilidad
Leer pdfNo busco la memoria del deseo sino la paz del origen, esa luz que sostiene a la niña en sus infiernos y traza el puente por el que pasará, sonriente, sobre los escombros. CHANTAL MAILLARD
Abrimos un libro, lo hojeamos, paseamos los ojos en apurado trote por las líneas que dan forma a sus páginas, damos un veloz vistazo al breve texto de sus forros… Aunque muchos lectores esperamos engancharnos como con un anzuelo en esos gestos, la verdad es que pocas veces pasa, pero cuando ocurre, algo muy adentro de nosotros se sacude y busca seguir en contacto con aquello que lo arrancó de la corriente de lo cotidiano, con esa fuerza que halló fuera y que, sin embargo, siente tan adentro… Llegar a un libro de Claudia Masin es internarse en territorios de perturbaciones, de transformaciones, de estremecimientos.
Dejando a un lado su primer libro, Bizarría (1997), las primeras impresiones que puede dejarnos la lectura de los versos de Masin son acaso la sencillez, la claridad, el coloquialismo; en general, sensaciones de un estilo atípico en un universo como el de la poesía argentina reciente, interesada en hacer de su objeto de trabajo (la palabra) estilización, ironización: sofisticación, es decir, un cúmulo de valores campeantes en la postemporaneidad (ojo, no descalifico: intento describir). Sin embargo, la poesía de la autora de La vista (2002), en esta escena, destaca por su vitalidad, por su autenticidad, por su potencia y profundidad. Por su contundencia. Frente a propuestas que cifran su valor en elementos o formas de “ruptura” con lo lírico (y, por tanto, con la emotividad), Claudia Masin prefiere un derrotero más interiorista, lo cual responde a una toma de posición frente al sufrimiento del individuo, frente a un padecer común, a un compadecer.
Algunas posturas contemporáneas pareciera que se han dado a la tarea de proscribir ciertos conceptos por considerarlos demodé. Términos de calce metafísico como inspiración, alma, misterio, entre otros, son vistos con sospecha ya que resultan remisos a la demostración científica, amén de representar un cosmos que, aparentemente, ha entrado en inoperancia desde hace tiempo. En tal contexto, la manifestación de la inspiración en un poema se cree cada vez más innecesaria; cada vez con mayor frecuencia da la impresión de que el alma se encuentra en las antípodas (o “en los testículos”, como dijera aquel poeta que además invitaba a sacudirse lo “misterioso y lo pendejo”) de la materialidad, lo que de algún modo deja fuera al misterio. En este panorama, resulta, pues, necesario preguntarse dónde estamos situados al hablar de poesía o, quizá mejor, qué nos propone Claudia Masin con su idea de poesía, ya que, me parece, las nociones de misterio e inspiración se abren un espacio importante en su discurso.
Estimo que la obra de los poetas memorables nunca permanece estática, que ostenta un movimiento que no puede llamarse progreso o evolución (no en términos positivistas), pero sí exploración: la de Masin es una poesía que, tras casi treinta años de ser pública, ha indagado diversas preocupaciones, desde existenciales o parentales hasta sociales o políticas, entre otras. No obstante, considero que el trabajo de la argentina se ha desarrollado siguiendo tres ejes: la infancia como revelación, como consciencia de un daño y como posterior búsqueda de reparación. Esta trinidad, si no vertebra, por lo menos atraviesa la obra en determinados momentos, dotándola de continuidad pese a ciertos cambios de perspectiva.
Me gustaría que pensáramos en el poema “Geología”, de su libro homónimo (2001). Allí aparecen elementos que nos permiten contemplar sus motivos: “Yo voy a ser geóloga / cuando sea grande […] / voy a clasificar todos los géneros / de dolor que conozco como si fueran piedras”.1 Atestiguamos un situarse en la infancia que se deduce por la proyección, así como una noción del daño que requiere ser nombrado. De este modo, se nos presenta la consciencia infantil como un deseo de comprender a través de una particular manera de mirar (en el caso del poema citado, por medio de la disciplina geológica, que funciona como una máscara). La mirada, pues, es definitoria en la poesía de Masin, ya que en diferentes momentos se nos presenta al infante como un ser con un mirar especial: “Los niños, como los gatos, podemos ver en la oscuridad”.2 Pero no sólo eso, el niño también es el despierto, el que ve lo que los otros no porque están dormidos: Todo pasa a la hora de la siesta, afirma; todo pasa en un mundo que ha sufrido una transformación: los adultos, esos agentes del adelgazamiento de la realidad, están ausentes. Por tanto, el niño-poeta puede leer su entorno en términos de su inconmensurabilidad: “Hay un ligero, sutil desasosiego en las largas horas / de la siesta, que hace que todos prefieran dormir. Aún así, / resistías despierta. Es extraño pensar en una vigilia en pleno día, / cuando nada escapa a la visión y cada sonido resuena / amplificado en el silencio”.3 El resistirse al sueño le garantiza al infante un botín ambiguo; por una parte, hablamos del don de una visión más minuciosa, que le permite encontrar numerosos tesoros; por otra, el despierto es capaz de advertir cierto matiz que reviste la hora de la siesta: una suerte de desazón, motivo por el cual se pensaría que los adultos se agazapan en el sueño vespertino, “En esa hora en que son intensas niñez y desdicha”.4 Entonces, el que ve es apto para notar lo sutil y lo monstruoso, el prodigio y el daño. La infancia se nos presenta como el reino del relámpago: su luz muestra maravillas, pero deja una honda quemadura indeleble. La niñez como el sustrato de los mitos personales y asimismo de las más profundas escisiones: la consciencia de que poseemos un soplo con el que es posible embellecer el mundo, pero también la noción de que somos un cuerpo en el que el otro puede grabar el texto permanente del dolor: “La memoria del daño, como la memoria del placer, / nunca termina”.5
Edward Weston, Desnudo, 1925. MoMA, dominio público.
Una vez atestiguado el daño, la herida resplandece por siempre. El que es dañado sube la piedra del dolor pendiente arriba, como Sísifo, pero la deja caer sobre los que están a su alrededor, pues es inevitable continuar con una especie de rito lesivo que obliga al doliente a transferir ese sufrimiento como un santo y seña que irá perpetuándose de cuerpo en cuerpo; de tal forma encuentra a su igual. El prójimo del afligido es ese ser que ha sido lastimado, por él o por otro, pero en esa herida se reconocen porque notan que ahí está su semejanza. “Quien fue dañado lleva consigo ese daño, / como si su tarea fuera propagarlo, hacerlo impactar / sobre aquel que se acerque demasiado.”6 Así, en el otro vejado se da el encuentro con el prójimo, pues, ¿quién, por el simple hecho de venir al mundo, no está herido? Es esta aproximación la que permite mensurar el propio dolor y el propio daño, a través de otro cuerpo que ha sufrido y se ha roto. Esas rupturas, esas lesiones se descubrirán irrenunciables en cuanto constitutivas de su ser, pero empezarán a asimilarse y a conocerse, se comenzará a lidiar con ellas, a ser transmutadas mediante una mirada compartida. Mirarse en el espejo del prójimo prepara el advenimiento de la compasión y de un horizonte de alivio.
Como hemos visto, la figura del infante-vidente es esencial en la poética de Masin. Si el niño es un individuo vulnerable y a merced del agente del daño, también es el imaginante por antonomasia. Por eso cobran sentido las ideas de Gaston Bachelard, pensador caro para nuestra poeta. El filósofo francés propone imaginar de nuevo toda nuestra infancia. Así, el niño se nos presenta como garante máximo de esta proposición, como su natural portavoz y depositario de ese poder. Y estas cualidades, ¿no lo convierten en un taumaturgo, en una suerte de chamán? Por eso es que, de algún modo, adentrarse en los poemas de Claudia Masin es dejarse conducir de la mano por una consciencia adulta poseída por la inocencia infantil, por la imaginería infantil, por la sencillez y la pureza de la niña de Resistencia que sigue resistiendo, que nos comparte que “aquello que esperábamos / ya de niños en el jardín del fondo de la casa, / sin saber que se trataba de una espera esa curiosidad honda / y atenta a cada ruido de la siesta”,7 es aún lo intacto que puede quedar a pesar del daño, y que dicha pureza es capaz de propiciar esa confrontación que sea capaz de curación (“que lo hermoso se convierta / en horrible, / que lo horrible amanezca / belleza”8).
Pero si la poesía cura, ¿cómo lo hace? Masin nos dirá que no es mediante el conocimiento sistemático, pues éste nos induce al error de creer que se actúa para algo: en este caso, poesía terapéutica, poesía hecha estrictamente para curar; y no es así, ya que el poema no existe con un fin determinado; más bien, la poesía, explica Masin, si alivia lo hace a la manera de las curanderas y las chamanas: desde el misterio de unas fuerzas que ni ellas mismas entienden del todo, pero que tiene efectos: afectan. Dice la poeta: “Lejos de dar cuenta de lo que hemos vivido, la poesía transforma los hechos, los subvierte, los embellece. No con un mero fin estético, sino en el sentido —nuevamente— en que Bachelard lo piensa cuando dice: hay que embellecer para restituir. No estetizar, embellecer. No adornar, sino enaltecer. Al hablar de la poesía como aquel discurso donde todo lo sucedido en la realidad puede ser transformado, aparece una idea que para mí es central en relación a la escritura poética: su potencial reparatorio”.9
Reparar es la palabra que prefiere Claudia Masin para el proceso de imaginar nuevamente la infancia. Reparar en el sentido de remediar, pero también en el de notar, de advertir. Advertir al otro que sufre y compartir el peso de su fardo de dolor: compadecer, padecer en compañía para alivianar la carga, que aunque no desaparece, se hace más soportable. Y para reparar el daño es menester visualizarlo, darle nombre; nombrarlo facilita la aceptación, y ésta, la restitución. Si unas palabras lesionaron, que otras resarzan. Si una dicción afectó negativamente, que otro fraseo propicie lo contrario, dando lugar a una nueva narrativa de hechos que restituya lo quebrado. Que remedie el poema a través de una línea discursiva que se anteponga a la factualidad antropofágica del mundo, que la palabra libre libere de su lastre de dolor al que está herido.
Así pues, para Masin, la poesía es capaz de sanar, pero no desde la razón, sino desde raptos de iluminación en los cuales somos capaces de vibrar al unísono con el otro, de resonar con el prójimo, de sentir en carne propia lo que siente el otro. La palabra y el cuerpo como los entes aptos para curar lo dañado. La palabra y el cuerpo, pues, como los lugares propicios para la compasión y la poesía, para la iluminación y para el misterio.
Imagen de portada: Edward Weston, un desnudo, 1925. Metropolitan Museum of Art, dominio público.
Claudia Masin, “Geología”, en La materia sensible, UNAM, México, 2019, p. 15. ↩
“Cría cuervos”, Ibid., p. 24. ↩
“Poligrafía”, Ibid., p. 16. ↩
Idem. ↩
“Daño”, en La vista, Visor, Madrid, 2002, p. 46. ↩
“La helada”, en La materia sensible, op. cit., p. 48. ↩
“La estela”, Ibid., p. 46. ↩
“El tiempo”, en Respiro, núm. 18, 17 de enero de 2016. Disponible aquí. ↩