La infancia como jardín

Infancia / dossier / Octubre de 2019

Luigi Amara

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Érase una vez una época en que se creyó en la infancia como una cumbre de libertad imaginativa y de asociaciones espontáneas. Algunas de las vanguardias artísticas del siglo XX, como Dadá o el surrealismo, pero también de la segunda mitad del siglo, como Fluxus o la Internacional Situacionista, voltearon hacia los impulsos naturales de los niños e hicieron de sus formas de juego, de la elasticidad y audacia con que son capaces de manipular los materiales —incluido el lenguaje— una de sus fuentes de inspiración y una suerte de ideal para sacudirse las inercias de un pensamiento demasiado estructurado y rígido, que respondía a parámetros y registros anquilosados, excesivamente adultos. Para un autor como Walter Benjamin, que estudió a profundidad las expresiones dadaístas y surrealistas, los niños eran “representantes del paraíso”: tanto su poder de invención, vinculado estrechamente a sus procesos de aprendizaje, como la disposición receptiva que se corresponde con los impulsos creativos y al mismo tiempo los fomenta, pasando por esa improvisación mimética siempre dispuesta a probar nuevos cauces, a la transformación activa y se diría risueña y curiosa de las cosas, los entendía como una prueba de que el potencial revolucionario está presente desde el principio en todos nosotros y de que es precisamente en los juegos infantiles y su efervescencia verbal que palpita la posibilidad de un cambio social, de un “despertar del mundo de nuestros padres”.
Me acuerdo de la fascinación que me producían de niño los objetos desechados de los desvanes o los objetos inservibles que recogía de la calle. En general mis padres no veían con muy buenos ojos que llevara esos “cachivaches” y esos “montones de basura” a la casa, pero al final lo consentían y quién sabe si secretamente no lo alentaban o festejaban, pues recuerdo que experimentaba cierto orgullo y una satisfacción extraña en que me llamaran “el pequeño pepenador”. Más que los objetos sin valor en cuanto tales, más que sus formas rotas o deslavadas que parecían haber perdido toda intencionalidad anterior, me atraía la perspectiva de darles un nuevo uso y un nuevo significado, de integrarlos en relaciones intuitivas que daban lugar a armatostes complejos, a sistemas solares nunca vistos o a fuertes infranqueables de tribus desconocidas. Aunque no despreciaba en absoluto los juguetes comerciales, sentía predilección por los artesanales para armar, en particular por los cubos y ladrillos de madera sin instructivo determinado, y aun así recuerdo que eran muchas veces las cajas de esos juguetes, los residuos de su embalaje, los que me proporcionaban horas y horas de felicidad, toda vez que no estaban fijados a una función única, sino que eran maleables y cambiantes, y podían insertarse en nuevas relaciones y ser parte de distintas narrativas.
A contracorriente de aquella idealización de la infancia, de aquella confianza vanguardista, así fuera parcial, en las potencialidades creativas y liberadoras del niño que se extendió a lo largo del siglo XX, la sociedad de consumo consolidó, casi en forma de una mano invisible que le diera una bofetada en pleno rostro a ese mito surgiente, la figura del niño como un estrato aparte y bien definido del mercado, como un “nicho” especialmente atractivo que puede ser moldeable por las mecánicas del deseo y además continuarse a largo plazo. Antes que una suerte de edén o isla salvaje al margen de las fuerzas sociales, antes que una latencia primaria no contaminada por las normas morales y las inercias asociativas de los adultos, la infancia sería entendida como un paraíso de la codicia y el deseo sin trabas, como un blanco ideal para los reclamos pegajosos de la publicidad y el entretenimiento. Fácilmente excitables precisamente por las mismas razones que los volvían sujetos inmejorables de un cambio revolucionario o artístico —por esa capacidad única, subrayada por Benjamin, de “descubrir nuevamente lo nuevo”—, por su receptividad inventiva ligada al proceso natural de aprendizaje, por su apetencia espontánea de juegos del lenguaje y de patrones visuales llamativos que se confunden y entremezclan con los placeres primarios, los niños serían vistos cada vez más como ese continente recién descubierto, listo para ser explotado por la cultura comercial.

Cartel de la película de Anatoly Belsky, Trubka Kommunara, 1929

Más allá de ciertas sensaciones casi del todo epidérmicas relativas sobre todo al reino de los colores y del tacto, me cuesta trabajo recordar escenas completas de mi infancia temprana. Sin embargo, hay eslóganes y jingles de aquella época que tengo tatuados en alguna parte del cerebro, y que regresan incluso sin invocarlos, como una especie de perturbador fondo mental. “Chocolates Turín: ricos de principio a fin.” Cada intento de pensar en mi infancia, cada esfuerzo por remontarme más allá de la mera nostalgia y hacer un ejercicio semejante al que hace Walter Benjamin en su libro Infancia en Berlín, se ve atravesado por las cancioncitas fáciles de la publicidad. “Llora, llora, mueve sus manitas, sólo se contenta llevándola a pasear.” Mientras que Benjamin quería evocar “Aquello que el niño (y el adulto en su difusa memoria) encuentra en los viejos pliegues del vestido en los que se apoyaba cuando se aferraba a las faldas en el regazo de su madre”, yo invariablemente termino perdiéndome en los pliegues de los anuncios comerciales, con sus fantasías ópticas y sus aliteraciones insistentes, como si el único regazo al que pudiera aferrarme fuera el de la falda de la publicidad, “Recuéeerdame”, como si de alguna manera mi madre hubiera sido suplantada por la televisión, por su desbordada y enfática atención en mi (en nuestra) comunión temprana con los mecanismos del consumo. “¡A que no puedes comer sólo una!”

Una vez que la infancia es reinventada como un vasto territorio virgen de límites difusos, la maquinaria del deseo comienza a engrasarse y a ponerse a punto desde muy temprana edad, dirigida hacia una comunión precoz con las prácticas del consumo y la lógica de la insaciabilidad, que cuenta con el berrinche como un poderoso aliado. La cultura comercial imperante no sólo empieza a concebir los parques de diversiones infantiles bajo la estructura del mall y los supermercados, sino que los propios supermercados ofrecen la experiencia del consumo como una variedad del juego infantil, a veces explícitamente como un “entrenamiento”, facilitando carritos para la compra hechos a la medida de los niños y convirtiendo determinados pasillos en auténticos pasadizos hacia un reino mágico abundante en azúcar y diversión. Es así que la perpetuación de la infancia, la era de un infantilismo generalizado en que las responsabilidades tienden a evadirse para favorecer un hedonismo incondicional, no sólo deriva de un desequilibrio psicológico individual identificable bajo la forma del célebre síndrome de Peter Pan, sino que es promovido y en cierta medida instaurado por la cultura comercial misma, que busca sacar dividendos de aquella idea fundacional según la cual el niño se sitúa al margen de las normas sociales, en una burbuja extraña de libertad y dependencia en la que puede dar rienda suelta a sus impulsos creativos y al juego, pero también a la arrogancia, el narcisismo, la cólera y el capricho triunfante.
Ya desde muy pequeño yo quería ser grande. Asociaba la idea de “crecer” con dos privilegios que me parecían incomparables: salir a la calle solo y contar con una cámara fotográfica. En ese entonces, la cámara fotográfica no estaba tan extendida como hoy, y los procesos que involucraba, todavía analógicos, eran demasiado costosos, de modo que mis padres respondieron a mis constantes súplicas con un vago y condescendiente “cuando crezcas”. Años más tarde, mientras ya disfrutaba de los atractivos de la vagancia y había heredado una cámara Canon de lentes intercambiables, empecé a cobrar conciencia de que, como en un juego de pistones desconcertante, muchos adultos añoraban su infancia y querían acercarse —o al menos “sintonizar”— con esa edad de la que yo había querido alejarme demasiado pronto. Incluso los poetas malditos que comenzaba a leer por entonces defendían la mirada y la sensibilidad del niño, como por ejemplo Baudelaire, y no sin estupefacción descubría que tipos en apariencia duros como Bukowski encaraban el advenimiento de la vejez con el ensueño de conservar la disposición de jugar de sus años imberbes. Así que ciertas tardes solitarias me entregaba al ritual de desempolvar los cachivaches relegados y los juegos para armar que hasta hacía poco habían sido mis tesoros, dejando que cantaran para mí una versión de la tonada de Josefina, la ratona cantante de Kafka, como si quisiera despertar ante ellos —por ellos— del sueño tal vez inescapable de haber crecido.

Algo de nuestra pobre, breve infancia está en su canción, algo de la felicidad perdida, que nunca habrá de redescubrirse, pero también algo de nuestra vida cotidiana presente, con sus pequeñas, inexplicables y sin embargo existentes, indestructibles alegrías.

Theo van Doesburg y Kurt Schwitters, Kleine Dada Soirée, 1922

Cuando André Breton definió al surrealismo como un automatismo psíquico “en ausencia de todo control ejercido por la razón y al margen de toda preocupación estética y moral”, estaba pensando también en la infancia, en un tipo de arte que supiera volver y hundir sus raíces en aquella “estación de la maldad” que es a la vez “la edad de la inocencia”. La intuición detrás de ese manifiesto, que ponía en el centro de la actividad artística el juego infantil y continuaba el deslumbramiento dadaísta por el balbuceo prelingüístico, se basaba, entre otras muchas fuentes, en las aventuras subterráneas de Alicia y en la utopía de Fourier, esto es, en la subversión de la lógica y el sentido común, y en una concepción distinta y revolucionaria del trabajo, más imantada por la pasión lúdica que por la explotación y la plusvalía. Si hoy, a casi un siglo de distancia, forzando apenas un poco las cosas, leemos el programa surrealista a través del cristal del capitalismo tardío, si al potencial desestabilizador y crítico de las vanguardias lo volteamos de revés como si se tratara de un calcetín viejo para llevarlo a los dominios del consumismo, aquella ausencia de control racional, aquella permisividad y aquella disposición para redescubrir lo nuevo cambia por completo de signo y se presenta como una variedad de Kindergarten distópico y sin fronteras, en un jardín de juegos para la manipulación y la pataleta, en un arenero de irresponsabilidad y poca resistencia a la frustración, en un salón de fiestas de la glotonería y la obesidad infantil.

Fotograma de Alicia en el País de las Maravillas, Disney, 1951


Tal vez todos los jardines de niños lo sean un poco a su manera, pero mi paso por la educación elemental me lo figuro como una versión a escala del paraíso, un horizonte de juego y descubrimiento inabarcables en que aprendíamos a partir de nuestros propios intereses y además de las asignaturas acostumbradas, contábamos también con un huerto, una granja, un arenero para retozar libremente, así como clases de ajedrez y un espacio para asambleas. Mi primaria formaba parte de la oleada de escuelas activas que proliferaron entre los años sesenta y setenta en México, como una alternativa crítica a las pedagogías tradicionales. Desde luego mi recuerdo está sesgado por la idealización nostálgica (quizás una forma potenciada de mistificación); pero aun incorporada al rancio sistema escolarizado mexicano, con todo lo que implicaba en cuanto a institucionalización y trabas burocráticas, quiero creer que mi escuela habría sido un experimento del agrado del movimiento Fluxus y acaso también de Walter Benjamin, una forma de ensayar y de llevar a la práctica, así fuera en los años maravillosos anteriores a la pubertad, en la burbuja autoconstruida del pequeño huerto, aquel despertar del mundo convencional de nuestros padres, a través del cual algo de la utopía de Fourier se alcanzaría a construir, en donde el juego —los juegos que nosotros mismos elegíamos o inventábamos— podía ser el canon de una forma de estudio no instrumental, y en el que nuestro entorno podía ser cuidado, cultivado y embellecido por nuestras manos como una redefinición del hogar.
A propósito de la idea de “jardín” que subyace a la noción de jardín de niños, a veces me pregunto qué tipo de sociedades se habrían gestado si el modelo histórico para las escuelas y universidades hubiera sido el del Jardín de Epicuro y no el de la Academia de Platón o el Liceo de Aristóteles. ¿Cómo sería nuestro ejercicio de la libertad, nuestra concepción del placer y del trabajo si las instituciones escolares hubieran sido levantadas como un huerto colectivo en el que al lado de las matemáticas y la retórica también importan el cultivo de la tierra y el cuidado de sí, la atención por igual a la ética y a la dietética? Ignoro hasta qué punto el proyecto inicial del Kindergarten deba algo al viejo hedonismo griego, pero me parece muy revelador que el término jardín sólo se utilice para los primeros años de formación, para esa etapa todavía no del todo escolarizada en que pueden regir el juego y la curiosidad del grupo. A partir de ese punto, se le pone freno a la descarga de fantasía infantil, e incluso, como en los experimentos de Piaget, el juego fantástico se considera una suerte de “error cognitivo” dentro del esquema de racionalidad formal/abstracta entronizado. Es como si se estipulara que la edad del juego ha llegado a su fin, que las puertas del jardín deben cerrarse porque ha llegado el tiempo de la respuesta correcta, de la resolución de problemas abstractos y de aprender a permanecer sentados. A fin de cuentas, en las sociedades de consumo la perpetuación de la infancia sólo es aceptable en forma de infantilismo, esto es, como una tiranía hipertrófica de la codicia, como un desarreglo en los mecanismos del deseo.

Imagen de portada: Objetos del Fondo Melquiades Herrera, Centro de Documentación Arkheia, MUAC, UNAM. Fotografía de Cristina Reyes