Un posible marido viejo

Risa / dossier / Octubre de 2020

Hebe Uhart

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Hace poco tiempo, se me ocurrió que me tenía que casar con un viejo. Fue por unos días nomás. Yo me imaginaba un viejo redondo, sólido, de más de sesenta años, no un hombre medio viejo. El viejo tendría lo que se llama experiencia de la vida y yo haría lo que se me antojara. Él me querría, me protegería, me acompañaría cuando yo lo precisara y se iría enseguida cuando viera que importunaba. Y en los momentos en que no supiera qué hacer, recurriría a la experiencia del viejo para que me distrajera, para que inventara en qué pasar el tiempo, etc. Es decir, en la experiencia de la vida nunca creí demasiado, más bien esperaba del viejo la falta de ansiedad y la eficacia. No se me ocurría ni por un momento que yo podría ser malísima con él y rencorosa, tan mala como para hacerlo enfermar o morir; o que el viejo fuera maniático y yo tuviera que decirle siempre qué hora era o si hacía buen o mal tiempo. Ya casi me había olvidado de todo eso cuando una tarde, en un bar, nos encontrábamos un grupo de gente conocida. Ya hacía mucho tiempo que estábamos allí, medio cansados, sin decirnos nada, pero una vaga esperanza flotaba sobre la mesa. Apareció entonces un viejo de unos sesenta años. Aunque yo no lo conocía, era conocido de la gente de la mesa. Empecé a alegrarme y a examinarlo. No era en realidad el viejo que yo imaginaba; éste era un viejo pintor, con corbata negra de moño y el pelo bastante largo y ondeado a lo poeta. Noté que el viejo se encontraba lúcido, lo cual era conveniente. Yo le dije: —Siéntese. El pintor se sentó a mi lado y con eficacia y falta de ansiedad me preguntó: —¿Cómo te llamás? —Catalina —dije yo, y era mentira. Un hombre joven hubiera puesto reserva, ironía o timidez en la pregunta; él preguntaba como un viejo maestro que ha tenido muchísimos alumnos y que, con cansancio y renovado interés, aprende el nombre de un alumno más. Su voz era agauchada y buscó en “Catalina” un antecedente mitológico o de santoral, no me acuerdo, porque me estaba divirtiendo con el equívoco del nombre. Era curiosa esa mezcla de Martín Fierro e historias de Juana de Arco. Como yo me sonreía, suspendió sus disquisiciones y me preguntó: —¿Pero en serio te llamás Catalina, che? —Sí —dije yo. Y era mentira. —Entonces ni que hablar: Catalina —dijo el viejo, y ya se aferraba a esa realidad y estaba dispuesto a utilizarla. Los de la mesa miraban, medio curiosos, medio fatigados. El viejo seguía hablando y yo me aburría un poco. Ya casi me contagiaba del cansancio de los demás, cuando él empezó a escribir cosas en un papel y me las mostraba; yo escribía otras y se las mostraba; eran pavadas sin ningún sentido y no pude adivinar si el viejo pretendía atribuirles alguno más allá de lo escrito. Escribía con prolijidad y aclaraba las letras para que se entendieran bien.

Ilustración de Irene Mendoza

Después de pasarnos tres o cuatro papeles con pavadas, la gente se tenía que ir y él me dijo: —Vení, vamos a tomar un café a otro lado. Fuimos a tomar un café cerca, nada parecido a ese café antiguo donde habíamos estado. Era una especie de bar americano con mesitas de colores y tacitas también de colores. Se ve que él conocía a los mozos del lugar y los llamaba por el nombre. “Está bien”, me dije, “eso corre por cuenta de la eficacia”. Pero me asombró que tomara café en su tacita de plástico colorado. “Y bueno”, pensé, “debe ser normal. Si no la gente vieja no aprendería a decir ‘plastiloza’ ni ‘nylon’”, que es como yo hubiera preferido. Empezamos a hablar del mundo y de la vida. Yo hablé sobre todo de la Biblia. A mí me gusta hablar de la Biblia, sobre todo del Libro de Job, y no sabía si no le estaría echando margaritas a los chanchos, porque el viejo tenía una gran capacidad de adaptación a las circunstancias, y yo principios definidos. Cuando le decía que algo no era así, él decía: —Yo no digo así, sino aproximadamente así, lo que es muy distinto —subrayando el “distinto” con prescindencia de mí y volviéndose rápidamente al mozo para que le trajera otro café en la taza de plastiloza. Descubrí entonces que hablar de la Biblia en ese momento era una muestra de mi capacidad de histrionismo. Yo quería ver a dónde iba a llegar y noté que mi voz se ponía tozuda e infantil, y el viejo sonreía. “Ahí está la falta de ansiedad”, pensaba yo. Y entonces lo miré bien a los ojos, pero desvié enseguida la mirada. Hablando de la Biblia, el viejo empezó a contarme la muerte de su padre, que, según yo imaginaba, debía haber sucedido como cuarenta años atrás, pero había sucedido hacía sólo dos años, y él me dijo: —No te imaginás cómo me quebrantó, che. Yo pensé: “El padre debía tener noventa y ocho años”. Y me contó cómo le quería prolongar la vida a toda costa. Me contó que el padre se quería morir porque sufría mucho y él le prolongaba la vida con inyecciones, con consejos, etc. Y el padre le decía: —Dejame morir, por favor.

Ilustración de Irene Mendoza

Además el padre quería recibir los sacramentos antes de morir, y él, entre los consejos que le daba para vivir, le decía a ese reviejo postrado que recibir los sacramentos era una cobardía en ese momento y una serie de cosas por el estilo. La conducta del pintor me pareció poco eficaz y llena de ansiedad, lo que me preocupó y me hizo cavilar. Yo había pensado que como se sentaba conmigo y tomaba café, el viejo estaba de vuelta de todo. Pero yo no le dije nada de eso y ahora él quería invitarme a cenar. Me dijo: —Vamos a cenar, Catalina. —No tengo ganas de cenar —le dije. Insistió varias veces y yo no quise. Cuando ya era tarde y los bares estaban desolados o cerrados, dije: —Bueno, me voy. —Te acompaño —dijo el viejo—. ¿Adónde vas? —A mi casa —dije. Pero antes pasamos por los bares, caminando silenciosos, y le dije: —Voy a mirar por los bares a ver si está la gente. —¿Qué gente? —preguntó el viejo, y noté por el tono que se consideraba excluido, pero la posibilidad de quedar excluido no lo anonadaba ni lo convertía en un trapo; era natural que quedara excluido porque era un conocido reciente. Yo, caminando por la calle y buscando a la gente, que con seguridad a esa hora ya se habría ido, y el viejo estábamos los dos, por distintas razones, tan desolados y ansiosos como los chicos. Yo porque buscaba a la gente que no estaba —y miré bien en varios cafés vacíos—, él porque me acompañaba a mí, buscando a una gente que no conocía, con su corbata de moño y su pelo a lo poeta. —No busques a la gente —dijo con su capacidad de rápida adaptación—. ¿No ves que la gente no está? —No está —dije yo, y me puse triste y casi no dije más nada. El viejo lo observó y me dijo: —Estás triste, Catalina. Estás triste por algo —y en un tono que era más mundano y agauchado—: ¿Y Cupido? ¿Cómo te trata Cupido, che? “Faltaba eso”, pensé. “Lo único que faltaba era que el viejo me preguntara eso”, pero me sorprendí contestándole sin ninguna ironía, con una sonrisa triste: —Más o menos. Entonces él, con vacilación, me dijo: —Un día de estos podés venir a ver mis cuadros. Queda al tanto y tanto. Me di cuenta que era un modo que pretendía ser eficaz para encubrir un fracaso, que tenía ganas y esperanzas de que fuera y que también sabía con un costado que yo no iba a ir, pero su índole le llevaba a pensar que a lo mejor quién sabe. Que yo fuera o no fuera no alteraba demasiado sus planes. Pero alguna tarde, cuando pensara en lo bien que había hecho en no darle los sacramentos a su padre, se acordaría de alguien que se llamaba Catalina, muy vagamente, y después pintaría un cuadro, seguramente informalista y abstracto. Yo sabía con seguridad que no iba a ir, por eso le dije: —Sí, una tarde de éstas voy a ir. Nos dimos un apretón muy fuerte de manos. Yo no quería que él se fuera triste porque era muy tarde y hacía frío. No quería que se fuera a acostar con una bolsa de agua caliente. Quería que siguiera caminando por las calles de Buenos Aires y que la gente al verlo dijera: —Ése debe ser un gran pintor. Y que él se reconociera en la mirada de la gente y que, al fin, entrara en alguna fiesta donde hubiera buen jazz, por ejemplo, y donde él llamara por los nombres a su gente amiga o enemiga. Creo además que no quería que estuviera triste porque, egoístamente, quería reservarme toda la tristeza para mí. Lo dejé sin mirarlo y emprendí una búsqueda desesperada de la gente por todos los bares de Buenos Aires. No la encontré.

© “Un posible marido viejo”, en Cuentos completos, de Hebe Uhart. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2019, pp. 135-139.

Imagen de portada: Ilustración de Irene Mendoza