Los juegos olímpicos de Juan Emar
Leer pdfEn un pasaje de su diario de juventud, Juan Emar dice que si hubiera nacido en la antigua Grecia habría dedicado su vida por entero al arte, en una soledad perpetua y deliciosa solamente interrumpida por “los antipáticos Juegos Olímpicos”. Ya se ve que fantaseaba desde siempre con una vida dedicada a la creación, pero no quería ser escritor, o más bien no quería comportarse como un escritor, sino entregarse al ocio puro, a la verdadera búsqueda; a sintonizar sin miedo el misterio, la incertidumbre. Esta vida consagrada al arte y a la introspección es la que adivinamos en el narrador de Ayer, que deambula por la ciudad ficticia de San Agustín de Tango (el Macondo o el Yoknapatawpha de Emar) en busca de una “conclusión” o iluminación que siempre se le escurre entre los dedos.
Nacido Álvaro Yáñez Bianchi —“Pilo” para los amigos, y luego, durante sus años como crítico de arte, Jean Emar, es decir, J’en ai marre, que en francés significa “estoy harto”—, Juan Emar no fue contemporáneo de Píndaro sino de André Breton, y no nació en el país de Homero sino en el de Vicente Huidobro y de Pablo Neruda, por nombrar a dos poetas enemigos entre sí que fueron amigos suyos, sobre todo Huidobro, a quien sin embargo se le atribuye esta frase tan amistosa como una puñalada por la espalda: “Pilo escribe con las patas”. Neruda, en cambio, escribió en 1971 un generoso prólogo salpimentado de elogios que empezaba así: “Conocí íntimamente a Juan Emar sin conocerlo nunca. Él tuvo grandes amigos que nunca fueron sus amigos”.
Juan Emar publicó poco y tardía y extrañamente: en junio de 1935, a los cuarenta y un años, autoeditó de un paraguazo tres novelas geniales (Miltín 1934, Un año y Ayer, tal vez la mejor de las tres) y casi enseguida, en 1937, Ediciones Ercilla publicó Diez, que para mí es uno de los mejores libros de cuentos de la literatura hispanoamericana, aunque lo digo desde Chile y desde el futuro, claro, porque en el presente de Emar el libro apenas encontró unos pocos lectores; fue un costalazo apenas más decoroso que el de sus novelas, que fueron fracasos absolutos de crítica y de público. Hoy parece enigmático que un aristócrata y millonario, hijo de un director de diario y exsenador, fracasara de forma tan estrepitosa, sin siquiera el espaldarazo piadoso de algunos influyentes amigotes. Una explicación obvia pero insuficiente sería su intransigencia de vanguardista acérrimo, y seguro que también ayudó la aversión de Emar a la crítica literaria, o más bien a los críticos literarios, que lo llevó a incluir, por ejemplo, en su novela Miltín 1934 una diatriba directa contra Alone, el crítico que podría haberlo encumbrado ante la opinión pública (Alone, sí, ése era el seudónimo absurdo que usaba Hernán Díaz Arrieta, el mayor taste maker de la literatura chilena, ficcionalizado luego graciosamente por Bolaño en Nocturno de Chile con el seudónimo Farewell). Su desdén por los reseñistas era legendario (“no quiero oír los comentarios de críticos y más críticos, no quiero saber la opinión de seres que hacen de lo que leen una profesión para ganarse la vida”) y se extendía también al mundo del arte. De hecho, en sus propios textos sobre arte Emar solía arremeter contra buena parte de sus colegas (recuerdo una pieza muy divertida en la que cita el caso de un crítico sumido en la angustia porque era incapaz de discernir si las frutas que había visto en una naturaleza muerta eran manzanas o ciruelas).
Juan Emar, Umbral [manuscrito], ca. 1941, pp. 1, 9 y 15. Archivo de Álvaro Yáñez Bianchi (Juan Emar) de la Biblioteca Nacional de Chile. Cortesía de la Fundación Juan Emar.
Tal vez los libros que publicó en vida fueron los juegos olímpicos de Juan Emar, que en adelante prometió no competir nunca más, no publicar nada más, y de hecho transformó la no-publicación en una especie de misión o religión (“Mi escondite consistía en no publicar, no, no publicar jamás hasta que otros, que yo no conociera, me publicaran sentados en las gradas de mi sepultura”). Ya está dicho: no quería ser escritor sino escribir, y eso es lo que hizo durante los últimos veinte años de su vida, que dedicó íntegramente a Umbral, su proyecto mayor.
“Sigo escribiendo todos los días”, dice en una carta de 1959, “ya voy en la página 3 332. Cuando ello se publique dará una enormidad de tomos. ¿Cuándo? ¡¡Después de mi muerte!!”. El manuscrito llegó a superar las cinco mil planas y, consecuentemente, el primer tomo de Umbral apareció de forma póstuma, en 1977, en la editorial argentina Carlos Lohlé. Luego, en 1996, treinta y dos años después de su muerte, se publicó por fin íntegramente la obra monumental de Emar, en cinco tomos que sumaron 4 135 apretadas páginas (que con una letra tamaño normal podrían fácilmente ser 6 000 o 7 000).
No es éste, sin embargo, un biopic hollywoodense, ni siquiera una miniserie de Netflix. O quizás sí, pero no ha terminado, vamos recién por la mitad: aún hoy es casi absurdo presentar a Emar como un escritor olvidado, pues su obra nunca ha sido, por así decirlo, suficientemente recordada. A pesar de unas cuantas toneladas de tesis doctorales y del acceso ahora expedito a versiones digitales de sus libros (la Biblioteca Nacional de Chile ha subido casi la totalidad de su obra en unos neblinosos pero gratuitos PDF), Juan Emar está todavía lejos de ocupar el lugar que merece en la literatura chilena y el asunto es aún más grave en el concierto hispanoamericano, pues aunque ha habido publicaciones en Argentina, España y ahora en México, su obra es aún un fenómeno o epifenómeno fundamentalmente chileno, lo que supone una capa adicional de ironía, pues hay pocos escritores en la literatura chilena de formación tan internacional como Juan Emar, que conoció al dedillo y de primera mano, por ejemplo, las vanguardias francesas del siglo XX.
Ya somos muchos, sin embargo, los lectores que crecimos leyéndolo y admirándolo. La primera vez que leí “El pájaro verde”, el más conocido de sus relatos, a los catorce años, no podía parar de reír, pero recién en la universidad lo leí en serio y entonces sí que me enamoré de Emar, aunque debería más bien hablar de poliamor, porque éramos seis o siete los enamorados de Juan Emar y del hecho inesperado de descubrirlo todos juntos, cada viernes, en las clases largas e intensas de un profesor sólo un poco menos joven que nosotros que amaba a Emar con amplia y razonada locura. La de Juan Emar era, por supuesto, vanguardia antigua, tradicional, y así la leíamos, en parte, aunque su fidelidad a los procedimientos y trucos y lemas vanguardistas no explicaba entonces ni explica ahora nuestro amor por su obra, que no nos sonaba antigua sino rabiosa y prematuramente contemporánea, como tal vez el propio Emar esperaba o presuponía, a juzgar por las permanentes y amargas reflexiones en torno a la posteridad y la fama literaria presentes, por ejemplo, en Miltín 1934 (“¿Por qué dar tanta importancia a los señores del año 2000 y siguientes? ¿Y si resultan una sarta de cretinos?”).
Quienes crecimos copiando y pegando fragmentos de texto en el computador, asumimos con naturalidad el uso del montaje como procedimiento constructivo; la brillante y famosa definición de belleza de Lautréamont (“el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”) es, para nosotros, una herencia vanguardista que ha formado y deformado nuestra idea de lo clásico. Es probable, por lo tanto, que leamos las primeras páginas de Ayer en clave más bien “realista”, es decir, como una denuncia paródica del conservadurismo nacional, con el que por desgracia los chilenos estamos tan familiarizados. Quizás sea su indescriptible sentido del humor lo que más nos atrae de Emar, un humor perfectamente reconocible, si bien, como sucede con todos los grandes humoristas, a menudo ignoramos si sus narradores hablan en serio o en broma. En este sentido, Emar es a la prosa lo que Nicanor Parra es a la poesía chilena, y acaso la combinación de sus influencias explique muchas particularidades de nuestra tan a menudo antiliteraria literatura.
En su prólogo de 1971, Neruda compara medio al tuntún a Emar con Kafka, generando un blurb instantáneo y algo injusto, porque Emar no era el Kafka chileno, del mismo modo que Neruda no era el Whitman chileno. Los chilenos de mi edad tuvimos la suerte de leer a Emar sin necesidad de recurrir a esas comparaciones, aunque recuerdo una clase en que nos dedicamos a discutir si Emar era superior a Cortázar, que por entonces, a mediados de los noventa, era el escritor unánime, el paradigma del superescritor, valorado tanto por esteticistas como por contenidistas, vitalistas y especuladores. No llegamos a ninguna conclusión, pero recuerdo que alguien —no fue el profesor, que esa tarde actuó con infrecuente cautela, limitándose a disfrutar en relativo silencio su triunfo, porque en cosa de semanas había conseguido convertirnos en fanáticos de Juan Emar— afirmó que en el futuro ya nadie leería a Cortázar y que la obra de Emar habría de convertirse en el centro del canon, y todos estuvimos más o menos de acuerdo. Era una idea temeraria y por supuesto nacionalista (o antiargentina, que en mi país a veces viene a ser lo mismo), además de estúpida, porque qué necesidad había de hacer competir a dos escritores que adorábamos. Pero eran los años noventa, un tiempo horrible en que al menos podíamos darnos el lujo de jugar al Harold Bloom en discusiones que solían terminar en explosiones de risas lisérgicas.
El adelantado Juan Emar sin duda escribía para lectores del futuro y es tan arrogante como emocionante suponer que esos lectores somos nosotros, los que nacimos quince o veinte años después de su muerte, en un país muy distinto y en varios sentidos peor que el que él conoció. Pero quizás no somos nosotros sus destinatarios. Al releer, por ejemplo, algunos pasajes de Umbral o el alucinante y alucinado y hermoso desenlace “cuántico” de Ayer, me gana la impresión de que Juan Emar ni siquiera escribía para nosotros. Sí: podemos leerlo y disfrutarlo y creer que los entendemos, pero en el fondo sabemos que sus libros serán más y mejor leídos y disfrutados y comprendidos por los lectores de un futuro que todavía no llega.
Esta introducción pertenece al libro Juan Emar, Ayer / Un año, Debolsillo, 2025 y se reproduce con permiso de los editores y del autor.
Imagen de portada: Juan Emar, Umbral [manuscrito], ca. 1941, pp. 15. Archivo de Álvaro Yáñez Bianchi (Juan Emar) de la Biblioteca Nacional de Chile. Cortesía de la Fundación Juan Emar.