Democracias a medias

Descolonización / dossier / Abril de 2021

Pamela Teutli Elizondo, Juan Jesús Garza Onofre

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1. “Si todos pensamos igual, todos pensamos poco”

El fin de la historia, la cúspide de la civilización occidental, la derrota definitiva del estado de naturaleza…, la democracia entendida como meta última entraña el riesgo de creer que no existen más opciones que las que este mismo modelo concibe. Así, a costa del pluralismo y la diversidad, se proclaman reglas homogéneas y respuestas absolutas que, supuestamente, dotan de certeza a los rígidos mecanismos que estructuran la toma colectiva de decisiones. Por lo que toda idea que rebase o cuestione los márgenes establecidos será vista con desconfianza, reducida a una ocurrencia; en todo caso, comprendida como un extravagante experimento para darle voz a los diferentes, a quienes las instituciones no tratan como iguales. El gobierno, en aras de sostener la democracia, muchas veces se sirve de elementos colonialistas, de prácticas despóticas que perpetúan opresiones y violencias, construyendo una tiranía de lo uniforme. Y es que si “todos pensamos igual, todos pensamos poco”. El abandono de las particularidades y el desprecio por imaginar otras alternativas encierran una arrogante concepción de quienes ostentan el monopolio del saber y del poder, del derecho y la moral, e incluso de aspectos más difusos como la propia “identidad nacional”; se trata de un peculiar fenómeno que incide de forma directa en la constitución de las estrategias, tecnologías y discursos que históricamente han hecho operativa a la democracia en occidente. Resulta un imperativo examinar algunas de las formas que han estructurado un rígido sistema electoral para sostener una frágil democracia en México, revaluando ciertos casos que en el corto plazo han intentado darle cabida a la participación política de los pueblos indígenas de manera institucionalizada, pero que al final son ejercicios que provocan un triunfo de y para los mismos de siempre. 

A las mujeres rebeldes, manta colgada durante el evento de Marichuy en Ciudad Universitaria, UNAM, 2017. Fotografía de Adrián Martínez A las mujeres rebeldes, manta colgada durante el evento de Marichuy en Ciudad Universitaria, UNAM, 2017. Fotografía de Adrián Martínez

2. Marginalizar los márgenes de la democracia

En tiempos en los que todo está en venta, mientras cualquier estrategia resulte redituable en términos económicos tal parece que existieran límites para contener las prácticas capitalistas; de ahí que los poderosos se obstinen en dominar a quienes más segregados están dentro del mismo territorio que comparten, alimentando un juego de nunca acabar en el que la noción de civilización se asemeja a la de colonización, a un colonialismo interno, ejercido en nombre de la propia democracia.  A esto precisamente se le ha llamado “efecto búmeran”, al sigiloso fenómeno de trasplante de modelos europeos a otros continentes que tiene también un considerable contragolpe en las instituciones en las que se implanta. Así, para el México de las instituciones democráticas la colonización se ha reflejado como una serie ininterrumpida de horizontes históricos que, aparentando un cambio, se superponen uno sobre el otro a través de los años. Porque si estos procesos comenzaron hace siglos por medio de la conquista, pasando por la colonia y luego por la óptica liberal de los Estados independientes, lo cierto es que el actual panorama neoliberal que se ha encargado de mercantilizar todos los aspectos de la vida en común pone en evidencia que el objetivo de quienes ostentan el poder nunca ha sido otro que la explotación. Sin embargo, al hablar específicamente de la dominación sobre comunidades indígenas, los efectos de la colonización implican una cuestión de supervivencia, pues para estos grupos las historias locales y globales, el presente, su cultura, lenguaje y demás prácticas sociales son todos espacios de marginalización, que excluyen su participación en el ámbito político. Si bien el asimilarse a los ideales occidentales ha sido en ocasiones una forma de sobrevivencia para las comunidades indígenas, esto ha tenido como consecuencia la pérdida de su identidad y, paradójicamente, su invisibilización. Por ello, las prácticas de resistencia frente a estos ejercicios de poder deben ser reconocidas no como una forma de “romantizar el pluralismo”, sino como el inicio de un diálogo en construcción permanente. Es así que la democracia y las prácticas coloniales no pueden coexistir sin poner en duda la falsedad de una o la otra, pues el colonialismo conlleva una negación de la sociedad diversa y de la heterogeneidad cultural de México, contraria a los supuestos ideales democráticos de pluralidad e igualdad política proclamados desde las instituciones democráticas.

Elecciones en Ocosingo, Chiapas, 2015. Fotografía de Dimitri dF Elecciones en Ocosingo, Chiapas, 2015. Fotografía de Dimitri dF

3. Democratizar la democracia

Las democracias occidentales suelen tomarse como referencia paradigmática de organización civil, como si fueran la única respuesta correcta ante cualquier problema. Tal parece que esta forma de gobierno tiende a replicar sus modelos por todo el mundo. Sin embargo, cuando los vínculos relacionales se descubren endebles y las desigualdades sociales son cada vez más profundas, el monolito democrático se empieza a desmoronar sin mayores alternativas para enfrentar una realidad más bien poco democrática. A finales del siglo pasado, la globalización y la apertura económica, así como la alternancia en el poder, trajeron un amplio proceso de institucionalización en México, cobijado bajo el discurso de acotar las actuaciones discrecionales de un gobierno con tintes autoritarios. Así que se procuró establecer algunas garantías mínimas, más allá de coyunturas e intereses partidistas. La creación de organismos administrativos y jurisdiccionales para la promoción y vigilancia de ciertos derechos, en específico y preponderantemente aquellos de corte civil y de participación política, resultaron ser maneras adecuadas de darle salida a los reclamos sociales que exigían una nueva realidad. Así, el entonces Instituto Federal Electoral (ahora Instituto Nacional Electoral) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) se empeñaron en erigir su rol como árbitros, ciudadanizando las elecciones, cuidando el voto y los resultados electorales, desarrollando mejores reglas y hasta fomentando por múltiples vías una cultura de mayor participación. Sin negar sus paulatinos pero enormes avances, la verdad es que, varias décadas después de su creación, tales instituciones —así como quienes las justifican— no han podido erradicar las relaciones asimétricas de poder en la democracia, donde parecería que un exacerbado liberalismo es la única forma específica de producción del conocimiento y de la verdad. Y es que sería imposible exigir a estas instituciones eliminar las estructuras de poder si al final ellas mismas se encuentran construidas bajo parámetros coloniales, heteropatriarcales y clasistas, por lo que una reconfiguración hacia dinámicas más abiertas y flexibles implica necesariamente la disolución del monopolio sobre las reglas de un juego que una minoría se rehúsa a ceder. Por esta razón, las limitadas acciones para pluralizar los ejercicios democráticos mediante instituciones electorales no dejan de tener, en su mayoría, un tinte paternalista y un síndrome de salvación occidental pues, en el fondo, no se busca garantizar una participación política igualitaria, sino una forma de conservar el poder bajo ejercicios aparentemente legítimos, pero no por ello menos coercitivos.  Por ejemplo, la adopción de criterios etnolingüísticos para la delimitación de distritos electorales no ha significado una mejora en la representación indígena, ni mucho menos ha asegurado que en los órganos legislativos se vean reflejados los intereses de los pueblos originarios, pues muchas de estas candidaturas se convierten en militancias partidistas que limitan su independencia y autonomía. Existen diversos ejemplos —como el reconocimiento al autogobierno de Cherán, Michoacán— de acciones afirmativas reforzadas para mujeres indígenas: la validación de candidaturas muxes con respeto a la autoadscripción de su género, la traducción de sentencias del Tribunal Electoral a diferentes lenguas originarias, entre algunos otros, que representan importantes avances en el reconocimiento y garantía de los derechos de las comunidades indígenas. No obstante, el impacto no ha sido el suficiente para cuestionar las arraigadas prácticas coloniales de nuestras instituciones ni para transitar de esta separación de la “otredad” a la construcción de un diálogo plural.  Un claro ejemplo de lo anterior es lo sucedido en el proceso electoral de 2018, con la participación en la contienda del Concejo Indígena de Gobierno (CIG) a través de su vocera María de Jesús Patricio Martínez, conocida como Marichuy, una médica tradicional y defensora de los derechos humanos de origen nahua; cuyo caso resulta crucial no sólo por su profundo simbolismo sino, y sobre todo, por evidenciar las distintas tensiones entre la democracia mexicana y el colonialismo.

Manta del Concejo Indígena de Gobierno colgada durante el evento de Marichuy en Ciudad Universitaria, UNAM, 2017. Fotografía de Adrián Martínez Manta del Concejo Indígena de Gobierno colgada durante el evento de Marichuy en Ciudad Universitaria, UNAM, 2017. Fotografía de Adrián Martínez

4. “Que retiemble en sus centros la Tierra”

Cuando en octubre del 2016, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el Congreso Nacional Indígena (CNI) anunciaron que llevarían a cabo una consulta pública con los pueblos originarios del país para nombrar a una mujer indígena como candidata independiente a la presidencia de la república, quedó claro que su lucha no era por el cargo sino para fortalecer las resistencias y rebeldías de los pueblos indígenas y buscar una nueva forma de construir poder desde abajo. En marzo de 2017 se formó el Concejo Indígena de Gobierno (CIG) con dos representantes, un hombre y una mujer, de cada uno de los 43 pueblos indígenas que lo integran. Meses después se nombró por unanimidad de voces a Marichuy. De tal forma que en octubre de ese mismo año se comenzó una campaña a lo largo y ancho del país para visibilizar la continua discriminación a las que se ven enfrentadas estas comunidades. Si bien el proceso electoral de 2018 fue un hito en la historia contemporánea de México por diversas razones, estos eventos trascendentales se dieron en un contexto no muy distinto al que se vive cada seis años en este país: uso excesivo de fondos públicos, corrupción, alianzas que manifiestan lo endeble de las ideologías partidistas, y candidaturas de las que trascendieron más las burlas en redes sociales que la relevancia de las propuestas.  Por ello la postulación de una mujer indígena como candidata implicó un verdadero desafío al imaginario colectivo construido sobre la estigmatización de lo femenino e indígena como dos categorías de subordinación, y puso en evidencia las sospechosas prácticas de tintes coloniales arraigadas en las instituciones electorales, cumpliendo así el propósito principal de su participación: exponer las incongruencias de una democracia plural donde las voces escuchadas no son más que una cámara de eco del privilegio.  Durante cuatro meses, Marichuy visitó diversos rincones de México para escuchar a más de sesenta etnias que históricamente han carecido de representación en la política mexi­cana y a las que se trata como un bloque uniforme. Sin embargo, como vocera, escuchó y dio voz a estas comunidades. Con ello, reinvindicó una forma de hacer política a través de la escucha y la construcción de un diálogo colectivo. Habrá que mencionar que, desde su arranque, la campaña se vio limitada por los mecanismos institucionales y las conductas sociales que perpetúan la discriminación en contra de las personas indígenas, especialmente de las mujeres, bajo prácticas modernas de colonización; pues tal como lo mencionó la vocera: “la estructura está diseñada para ellos, no para la gente de abajo”.  En uno de los primeros pasos para buscar su registro como candidata enfrentó el rechazo por parte del banco HSBC para abrir la cuenta que necesitaba para cumplir uno de los requisitos legales del registro de aspirantes a una candidatura independiente. Una vez alcanzada esta meta, debía recaudar 866 mil 593 firmas de ciudadanas y ciudadanos en edad de votar en al menos 17 de las 32 entidades federativas del país, en un plazo de 120 días. Y en un inicio las firmas sólo se podían recaudar con una aplicación para celulares inteligentes, un lujo inalcanzable para gran parte de la población que carece de recursos, internet y luz eléctrica.  Ante ello Marichuy solicitó al INE, entre otras cosas, que se autorizara recabar el apoyo ciudadano mediante cédula en papel en las zonas de alta marginación. Si bien esta autorización se hizo sobre un catálogo de 283 municipios, la concejala del CIG-CNI alegó posteriormente ante el Tribunal Electoral que en el país existen numerosas comunidades con carencias sociales y servicios básicos no incluidas en dicho catálogo. El Tribunal Electoral, bajo un argumento de igualdad en la contienda, resolvió que todas las candidaturas podían solicitar apoyo en otras comunidades marginadas, pero que deberían aportar elementos suficientes para acreditar la imposibilidad del uso de la aplicación móvil como consecuencia de esta situación de vulnerabilidad. En ambas instituciones, el argumento de igualdad sólo hizo evidente la falta de una percepción más amplia, al ignorar las desigualdades estructurales a las que se enfrentan las comunidades indígenas.  Después del plazo de 120 días, Marichuy sólo logró recolectar el 30 por ciento de las firmas que necesitaba; sin embargo, el INE reconoció que fue la aspirante con el mayor número de firmas legítimas, en comparación con otras precandidaturas, que presentaron miles de rúbricas apócrifas y credenciales falsas.  Los retos que enfrentó la vocera durante su corto tiempo en la contienda reflejaron que la democracia en México está hecha por y para los privilegiados. La discriminación de este sistema y la visión limitada de las formas de opresión estructural sólo hicieron más evidente la necesidad de figurar, aunque fuera por poco tiempo, en la vida democrática del país, pues permitió visibilizar la opresión que viven las comunidades indígenas. 

Recolección de firmas electrónicas en apoyo a Marichuy. Fotograma de Luciana Kaplan, La Vocera, 2020 Recolección de firmas electrónicas en apoyo a Marichuy. Fotograma de Luciana Kaplan, La Vocera, 2020

5. Triunfos dudosos

Teun van Dijk menciona que quienes investigan deberían ser, ante todo, críticos de sí mismos, por eso es importante reconocer que el resultado de muchas de estas reflexiones se ha construido desde una perspectiva occidental y, aunque no aspiramos a sortear un problema tan complejo como el de la representatividad, escribimos siendo conscientes de la deuda tan grande que tenemos respecto a quienes históricamente hemos marginalizado de forma directa o indirecta, y reconociendo la necesidad de continuar construyendo puentes de diálogo.  Por ello, los estudios descoloniales no sólo tienen como fin reconocer estas estructuras de poder desde un plano académico, sino también cuestionarlas y combatirlas en las prácticas diarias pues, a pesar de su poder de expansión y de dominio, el sistema colonial se enfrenta día a día a formas de contestación y resistencia, como la candidatura de María de Jesús Patricio Martínez. Anhelar un sistema político más incluyente y plural, más democrático, pasa por reconocer las estrategias institucionales de dominación y en particular las sutiles vías de las que nos hemos valido para cimentar nuestros modelos de Estado-nación. Habrá que recordar que la democracia no se limita a la mera representación, al ostentar un cargo de elección popular. En todo caso, bien vale la pena evaluar los mecanismos institucionales que tradicionalmente han servido para tender puentes entre ciudadanía y gobierno. Es momento de asumir que existe una democracia a medias, confeccionada bajo parámetros canónicos y occidentales que, sin duda, han podido expresarse a través de diversos contextos, generando una falsa noción de cambio, de evolución; pero que, en el largo plazo, ya no resultan tan valiosos, pues las buenas intenciones rayan en el servilismo y la condescendencia, y los escasos triunfos de nuestra democracia se tornan más bien dudosos. Mientras tanto, los movimientos alternativos resisten, se organizan, se hacen escuchar a través del silencio, continúan su lucha, e insisten en que se les deje de tratar como incapaces y diferentes, como personas extrañas que no pertenecen a un país en donde el reconocimiento a la diferencia cultural de los pueblos indígenas es la base del principio de pluriculturalidad de ese territorio que por costumbre llamamos México.

Imagen de portada: Fotograma de Luciana Kaplan, La Vocera, 2020