Bibliotecas sin fronteras
Leer pdfParece que nuestras historias avanzan en ciclos que se expanden y se contraen en etapas alternadas: en ciertos momentos percibimos el mundo como una galaxia de iluminaciones interconectadas; en otros cada punto nos parece un universo autosuficiente. Nuestro lento aprendizaje a lo largo del tiempo cambia su alcance para incluir o excluir fragmentadas porciones del universo conocible. Si la Atenas de Pericles se veía a sí misma como un compendio de todas las artes y ciencias y el dominio legítimo de todos los ciudadanos, un siglo más tarde la Alejandría de los Ptolomeos decretaba que su célebre biblioteca serviría a eruditos singulares, cada uno especializado en un área diferente del conocimiento. El ecumenismo que Pablo propuso a los efesios se convirtió en el territorio dividido de las iglesias de Oriente y Occidente, fragmentadas a su vez siglos más tarde en las numerosas subdivisiones litigiosas de la Reforma y la Contrarreforma. El tan mentado hombre del Renacimiento, capaz de abarcar todas las áreas de la experiencia humana, se redujo al especialista exaltado por el Siglo de las Luces, cuando las nuevas herramientas tecnológicas exigieron artesanos singulares que pudieran manejarlas con autoridad y pericia. El omnívoro siglo XIX, con sus Bouvards y Pécuchets, no puso límites a la exploración y la investigación, y glorificó en sus gabinetes de curiosidades modelos del mundo multifacético, mientras que el siglo XX fue testigo no sólo de una subdivisión acelerada de las materias académicas, sino también de un aumento de las jergas especializadas, tanto en las ciencias como en las artes. Hoy en día, la información que proporciona la IA no es intelectual sino estadística, y nuestras máquinas están desarrollando sistemas de comunicación más allá de nuestro entendimiento. Construidos por nosotros, nuestros gólems están aprendiendo a actuar por sí mismos sin más instrucciones humanas, acumulando información más allá de nuestro alcance. Orgullosos por haber inventado Alejandrías casi infinitas, ignoramos la advertencia de Séneca: “La acumulación de conocimientos no es conocimiento”.
Jorge Méndez Blake, Amerika, 2019. Imágenes cortesía del artista.
Establecer secciones que impidan la mezcla de las artes y las ciencias, restringir el acceso a determinados libros a ciertos lectores privilegiados, prohibir la adquisición de títulos problemáticos y evitar material controvertido son formas de censura que, al final, nunca son eficaces, porque los lectores curiosos siempre encontrarán formas de desobedecer las divisiones, obtener acceso a textos prohibidos y volver a colocar en las estanterías títulos exiliados por las autoridades.
En este siglo XXI que nos ha tocado vivir, resulta imposible decidir si estamos en un periodo de inclusión o de exclusión. Por un lado, la red nos ha dado la ilusión de que todos somos atenienses y de que todo conocimiento imaginable, sobre cualquier tema, está a nuestra entera disposición, lo cual no es cierto: la IA sólo puede responder si sabemos hacerle las preguntas correctas. Por otro lado, el vertiginoso progreso en todos los ámbitos de la ciencia exige una especialización cada vez mayor y la creciente confidencialidad de las artes restringe la comprensión estética a un pequeño círculo de entendidos. Estas circunstancias restrictivas superan con creces cualquier medida de control adoptada por los bibliotecarios de Alejandría. Un observador objetivo y curioso se enfrenta hoy en día a la ilimitada extensión del campo de juego de la electrónica y también a la exclusividad de los ámbitos artísticos. Podemos navegar el ciberespacio, pero, a menos que seamos ases tecnológicos, estamos obligados a seguir programas establecidos y visitar tan sólo sitios autorizados. Podemos investigar cualquier problema científico, pero, a menos que nos formemos durante décadas en cierto campo restringido, la formulación de estos problemas, por no hablar de las soluciones, se nos escapará. Podemos visitar museos y bibliotecas tanto reales como virtuales, pero, a menos que conozcamos la jerga más reciente (en el caso de las artes) y tengamos la capacidad de leer con eficacia profunda (en el caso de la literatura), es como si fuéramos sordos y ciegos. Nosotros (me refiero a aquellos que carecemos de una formación especial) somos como el rey Midas, cuya capacidad para convertir en oro todo lo que tocaba lo condenó irremediablemente al hambre y la sed.
Amerika [detalle], 2019.
Si la biblioteca ha de ser no sólo depositaria de la memoria de la sociedad y emblema de su identidad, sino también la médula de centros sociales más amplios donde los ciudadanos consigan aprender a orientarse en los laberintos de la burocracia y obtener atención a sus problemas, instrucción y refugio, debe transformarse, de forma consciente, en una institución intelectualmente poderosa que reconozca su papel ejemplar y muestre lo que los libros son capaces de ofrecernos. En estos tiempos de fascismo enceguecedor y esclavista, como ciudadanos libres tenemos que volver a aprender que las bibliotecas pueden mostrarnos nuestras responsabilidades hacia los demás, pueden ayudarnos a cuestionar nuestros valores y socavar nuestros prejuicios, pueden darnos valor e ingenio para seguir conviviendo y pueden proporcionarnos palabras iluminadoras que nos permitan imaginar tiempos mejores. Pero con el paso de los años y frente a la política mundial, cada vez tengo menos esperanzas de que estos deseos puedan realizarse.
Los tesoros de nuestras bibliotecas son concebidos por los tiranos como símbolos de culturas aniquiladas y de logrados genocidios. Un ejemplo: cuando las tropas israelíes comenzaron a ocupar los territorios palestinos después de 1948, los soldados se dedicaron a saquear las casas particulares y las bibliotecas públicas. Los intentos de los propietarios exiliados por recuperar sus libros fueron sistemáticamente frustrados, aun cuando los funcionarios de la Biblioteca Nacional de Jerusalén reconocieron que muchos de los volúmenes hurtados se encuentran hoy en día en sus estanterías.
Tanto ahora como en el pasado, estas visiones de lo que las bibliotecas deberían ser —lugares poderosamente concebidos que nos ofrecen la posibilidad de ser mejores y más sabios— son ignoradas, ridiculizadas o rechazadas, incluso por aquellos que deberían saberlo. En los últimos cien años, las ruinas de las bibliotecas de Varsovia, Nankai, Lovaina, Dresde, Belgrado, Bagdad, Sarajevo y cientos más son ejemplos vergonzosos de nuestra negativa a aceptar la idea de la biblioteca como un lugar de aprendizaje y consuelo. Menos lugares de evidencia que sitios de rapiña, las bibliotecas se han convertido en botines para los vencedores, sea en Bagdad, en Ucrania o en Palestina. Los tesoros de nuestras bibliotecas son concebidos por los tiranos como símbolos de culturas aniquiladas y de logrados genocidios. Un ejemplo: cuando las tropas israelíes comenzaron a ocupar los territorios palestinos después de 1948, los soldados se dedicaron a saquear las casas particulares y las bibliotecas públicas. Los intentos de los propietarios exiliados por recuperar sus libros fueron sistemáticamente frustrados, aun cuando los funcionarios de la Biblioteca Nacional de Jerusalén reconocieron que muchos de los volúmenes hurtados se encuentran hoy en día en sus estanterías.
Giovanni Battista Piranesi, Carceri d’invenzione I, 1761. Princeton University Art Museum, dominio público.
Toda tecnología, sea la imprenta o la electrónica, tiene sus aspectos negativos y positivos, dependiendo del uso que hacemos de ella. En este caso, quizás la tecnología pueda ayudarnos. Ya sea en forma física o virtual, lo importante es que la biblioteca siga existiendo. Un ejemplo tomado del ámbito de la burocracia religiosa podría ser útil. En 1995, el obispo de Évreux, Jacques Gaillot, fue convocado a Roma por el papa Juan Pablo II. Allí, debido al activismo de Gaillot en defensa de pueblos oprimidos, incluyendo el pueblo palestino, el Santo Padre le comunicó que, al día siguiente, viernes 13 de enero a las doce en punto, dejaría de ser obispo de Évreux y que, en su lugar, se le asignaría el mondo senza gente (como llama Dante al hemisferio sur) del obispado de Partenia, en las tierras altas de Sétif, en Argelia, donde Gaillot había hecho su servicio militar. Aunque la sede de Partenia había desaparecido en el siglo V, lo que significaba que Gaillot se quedaba sin una diócesis física, sus seguidores decidieron que, en la era de la tecnología electrónica, era posible crear un obispado en el ciberespacio. Unos meses más tarde, a principios de 1996, se estableció electrónicamente la sede virtual de Partenia, gestionada desde Zúrich y accesible en siete idiomas. Quizás esto era lo que Cristo (que no previó el internet) quiso decir cuando dijo: “Mi reino no es de este mundo”.
En términos bibliotecarios, las palabras de Cristo tienen un significado tanto espacial como temporal. Las bibliotecas existen materialmente en un lugar, en edificios sólidos de ladrillo o mármol, pero sus fondos se remontan en el tiempo para dar testimonio de lo que ocurrió en pasados cercanos y lejanos, con la esperanza de servir de lección para el futuro. La mayoría de los lectores intuyen que lo que llamamos realidad, más allá de los conceptos restringidos de sangre y nacionalidad, se encuentra entre esas páginas almacenado para ellos, para dar palabras a las experiencias que han vivido o que tal vez algún día vivirán. Esta virtud extiende el espacio concreto de una biblioteca a todos los lugares imaginables descritos en alguna página de sus fondos, lugares concretos o imaginarios, traídos a la mente dondequiera que se encuentre un lector. Para volver a recordar Alejandría, sus reyes quisieron acumular bajo un mismo techo todos los libros hallados dentro de las fronteras de su reino; no sabían que la ambición de una biblioteca (ya sea la de Alejandría o la más pobre de un pueblo remoto) es siempre más vasta que la de los reyes y no se limita a las fronteras políticas.
Giovanni Battista Piranesi, Carceri d’invenzione XVI, 1761. Princeton University Art Museum, dominio público.
Los continuos intentos de cruzar y borrar fronteras, como en el caso del obispo Gaillot, son posibles en el mundo de las bibliotecas porque, por su propia naturaleza, una biblioteca no tiene límites. Establecer secciones que impidan la mezcla de las artes y las ciencias, restringir el acceso a determinados libros a ciertos lectores privilegiados, prohibir la adquisición de títulos problemáticos y evitar material controvertido son formas de censura que, al final, nunca son eficaces, porque los lectores curiosos siempre encontrarán formas de desobedecer las divisiones, obtener acceso a textos prohibidos y volver a colocar en las estanterías títulos exiliados por las autoridades. La lectura, como sabemos desde hace mucho tiempo, es una actividad subversiva y no cree en la convención de las fronteras. En el siglo IX, el poeta sirio Abu Tammam, compilador de una de las colecciones de poesía árabe más queridas, el Kitab al-Hamasah, escribió estas líneas:
Puede que faltemos de lazos de sangre, pero la literatura es nuestra madre adoptiva.
El universo es caótico; la injusticia y la miseria de este mundo son casi imposibles de soportar y ningún número de libros reducirá ni en una gota el sufrimiento infligido deliberadamente a otros seres humanos. Sin embargo, las bibliotecas, que desde los albores de los tiempos comenzaron a albergar nuestra experiencia contra la ruina del tiempo, pueden ayudarnos a recordar quiénes somos en nuestra esencia y las muchas cosas que hicimos mal y las pocas que hicimos bien. “Coleccionar: afirmar el control sobre lo insoportable”, escribió la poeta inglesa Ruth Padel. Quizás éste sea el significado último de una biblioteca, y también su modesta justificación.
Imagen de portada: Giovanni Battista Piranesi, Carceri d’invenzione XIV, 1761. Princeton University Art Museum, dominio público.