La historia desarbolada de un ahuehuete en Chapultepec
Leer pdfUn barco desarbolado es el que perdió las velas y el aparejo, el que no puede hacer ya nada frente al viento. Algo así le pasa a este tronco, que hace más de medio siglo no es propiamente un árbol. Ha perdido todas sus ramas y en su lugar quedan tan sólo muñones. Si hay hojas verdeando en ellos es porque una hierba encontró refugio ahí. Su corteza desapareció, dejando las fibras interiores a merced de los elementos. Lo llamaban El Sargento, también “ahuehuete de Moctezuma”. Se dice que lo sembró Nezahualcóyotl y la sombra que cubría su tierra era visita obligada en Chapultepec, en la Ciudad de México. Hoy queda apenas un despojo de su belleza y de su enorme sombra, nada.
Una placa sin fecha consigna que el señor de Texcoco, el rey poeta, lo sembró en torno a 1460 y que se secó en 1969 “a causa de la falta de agua y la contaminación”. La misma placa asegura que su circunferencia es de doce metros y medio y que llegó a tener cuarenta de altura. Salvo las dimensiones de la base del tronco, el resto de los datos son difíciles de verificar. Nezahualcóyotl no dejó constancia escrita de su excursión silvícola y los reportes sobre la muerte de El Sargento son contradictorios, aunque el árbol sí dejó rastro en diversos documentos en el último siglo y medio de su vida.
Siguiéndolo se descubre un proceso en el que se alternan asedio y abandono, un reflejo de la embestida de las autoridades de la Ciudad de México contra todo lo que de natural hubiera en sus dominios. Los registros en revistas, diarios y documentos oficiales recogen cómo se le dejó a merced de funcionarios más ocupados en mantenerse en la nómina pública que en cuidar los árboles de los capitalinos. Regentes, delegados y presidentes ignoraron las advertencias sobre su mala salud; incluso quienes debían cuidarlo lo dañaron con su soberbia y negligencia.
Se atribuye a fray Juan de Torquemada, que publicó su Monarquía indiana a principios del siglo XVII, la afirmación de que Nezahualcóyotl sembró varios ahuehuetes en Chapultepec, además de que don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl relató que el rey texcocano cercó el cerro que sobresale en ese bosque y construyó ahí palacios, por lo que seguramente sembró también ahuehuetes en el área. Hay fuentes que aseguran que esos árboles fueron un regalo al tlatoani mexica Moctezuma, pero esto es imposible de confirmar. En todo caso, desde que cayó Tenochtitlán y hasta hace poco más de cien años, se asoció a ese rey el ahuehuete que hoy se yergue, muerto, en la ladera al sur del castillo.
La asociación del árbol con el tlatoani está bien clara en las memorias de distintos viajeros que visitaron México en el siglo XIX. El embajador inglés H. G. Ward contó, en 1828, que al entrar a los jardines de Chapultepec lo primero que saltaba a la vista era “el magnífico ahuehuete llamado ciprés de Moctezuma” que, según le explicaron, “había alcanzado su pleno crecimiento cuando ese monarca estaba en el trono”, de forma que debía tener, “por lo menos, cuatrocientos años de edad” al momento de su visita.1 La escocesa Frances Erskine Inglis, esposa de Ángel Calderón de la Barca, embajador español en México entre 1839 y 1841, registró en sus cartas sobre la vida en México que “el ciprés de Moctezuma” le pareció “un árbol de lo más estupendo; sombrío, solemne y augusto”.2
Ambos cronistas, además, consignaron que los ahuehuetes del bosque —entonces todavía templado, ajeno a los calores que nos ha traído la crisis climática— estaban cubiertos de heno. Ella celebró a esa “planta trepadora, parecida al musgo gris”, que “como una cabellera larga y gris” daba a los enormes árboles “una apariencia de lo más venerable y druídica”. Ward, en cambio, lamentó la presencia de esa “planta parásita” a la que identificó como Tillandsia usneoides, aunque reconoció que embellecía los ahuehuetes, pues hacía resaltar “maravillosamente su follaje oscuro”.
Antonio García Cubas, el Árbol del Tule en la “VIII. Carta agrícola”, México, Debray Sucesores, 1885. Library of Congress, dominio público.
A principios del siglo XX, cuando el enorme ahuehuete ya había sido rebautizado como El Sargento por los alumnos del Colegio Militar —que tuvo su sede durante algunos años en el castillo de Chapultepec—, Guillermo Kahlo lo fotografió en una imagen recogida en su libro Mexiko (1904). En ella se ve a seis niños con los brazos estirados que, con todo y alargarlos para tocarse los dedos entre sí, apenas abarcan una de sus caras.
Al fondo de la imagen se distingue la Tribuna Monumental, inaugurada en 1902, según reportó el Semanario literario ilustrado el 15 de septiembre de ese año, y que hoy sigue en pie. Se trata de uno de los monumentos construidos en el marco de las profundas reformas que realizó en Chapultepec el principal de los científicos y delfín de Porfirio Díaz, José Yves Limantour, y con las que empezó el fin del centenario árbol: en sus memorias, Apuntes sobre mi vida pública, publicadas en 1911, después del triunfo de la Revolución, Limantour se dijo orgulloso de que gracias a su intervención el bosque pasó “del estado absolutamente salvaje en el que se hallaba” a ser “uno de los más hermosos parques que existen”. Todo indica que la pérdida de lo salvaje en favor de las estatuas y los adoquines, primero, y del pavimento y los fraccionamientos, después, fue lo que acabó con El Sargento.
Como afirmaba el propio Limantour, ese trabajo en Chapultepec iba dirigido a domesticar el ecosistema para convertirlo en un entorno verde, pero urbano, tal como en el resto del valle se pretendía convertir los pantanos en terrenos agrícolas productivos. Para lograrlo debían domeñar la naturaleza, facilitar paseos “civilizados” y no a campo través; es decir, ordenar el mundo para conseguir lo mismo con la muchedumbre. Por eso en una ciudad que desecaba sus humedales se abrieron lagos artificiales a la sombra del cerro y del castillo y, en lugar de restaurar el ecosistema existente, se sembraron, junto a los ahuehuetes, especies exóticas —casuarinas, eucaliptos— y se construyeron fuentes y plazoletas.
Después de la Revolución de 1910 los científicos porfiristas huyeron al exilio y casi ninguno volvió, pero su afán por domesticar Chapultepec se mantuvo en marcha. Esto pudo ocurrir gracias a la vocación modernista y urbanizante de los sonorenses que se impusieron tras el Constituyente de Querétaro, pero también por el impulso del único representante del antiguo régimen que regresó a México para forjarse un nombre en el gobierno del país posrevolucionario: Miguel Ángel de Quevedo.
Dice mucho que se le conociera como “apóstol del árbol” y no “de los bosques”, pues es un título preciso: a De Quevedo las complejidades ambientales no le importaban demasiado y, en cambio, se desvivía por las especies leñosas, sobre todo las maderables, y por encima de todo por aquellas a las que él atribuía —más o menos con razón, aunque con una visión que ya en su tiempo era demasiado simplista— servicios hidrológicos.
En pocos casos como en el suyo ha sido tan cierto aquello de que “los árboles impiden ver el bosque”, pues en los años treinta De Quevedo recomendó, con éxito, que se le afeitara la druídica melena al ahuehuete de Moctezuma y a todos sus congéneres de Chapultepec. Hoy sabemos que la bromelia epífita cortada —que Ward denunciara cien años antes como un parásito— presta servicios ambientales muy importantes, ya que retiene la humedad del ecosistema, protege del viento y regula las temperaturas, pero para De Quevedo y sus ingenieros era una carga impuesta al árbol. Se la condenó sin matices —aunque tras varias consultas— a desaparecer de Chapultepec y, con ello, el árbol de Moctezuma agonizó un poco más.
El Sargento, 1904. Fotografía de Guillermo Kahlo en Mexiko 1904, Universidad Iberoamericana, México, 2002. Cortesía del Archivo Histórico de la Biblioteca Francisco Xavier Clavijero, UIA, A.C.
El Sargento y sus congéneres en Chapultepec no acusarían los daños padecidos por las medidas porfiristas y quevedianas sino hasta mediados del siglo XX, pero lo harían entonces con mucha severidad. El 20 de abril de 1944, en su columna “Gajos de Historia”, que aparecía en Excélsior, Vito Alessio Robles advertía que “el ahuehuete más grande y más viejo de Chapultepec, el llamado ‘Sargento’”, corría gran peligro “por la desecación de los manantiales y la fuga del agua del subsuelo”. Algunas semanas antes, el 20 de marzo de ese mismo año, una nota de El Universal alertaba que “en la enorme calzada que rodea el cerro” de Chapultepec “se pueden ver cuando menos cuatro enormes ahuehuetes derribados”. Sabemos que El Sargento no era —todavía— uno de ellos, pero donde morían algunos podían morir todos.
Las advertencias sobre el riesgo que corrían los gigantes del bosque de Chapultepec se sucedieron en la prensa y en México forestal, la revista de la Sociedad Forestal Mexicana que recogía propuestas, análisis e información sobre el universo arbóreo. También abundaban los diagnósticos. En 1941 la revista reprodujo una nota de El Universal que sostenía que Chapultepec “agonizaba de sed” y sufría desde tiempo atrás una “prolongada sequía y corría grave riesgo de perderse”. Un informe aparecido en la misma publicación en 1948, firmado por José Solórzano Pliego, señalaba otras posibles causas y advertía que el parque, “la joya más preciada” de la capital, estaba “plagado de muérdago y otros parásitos”.3
En 1958, en respuesta al mal estado general del bosque y con el afán de dejar huellas monumentales como sus antecesores, Adolfo López Mateos, recién llegado a la Presidencia de la República, anunció la renovación de Chapultepec. De poco sirvió y las obras en esos terrenos y en los alrededores resultaron una estocada final para El Sargento y muchos de los otros árboles que habían sobrevivido a guerras y científicos, pues rompieron los flujos de agua subterráneos de los que bebían y terminaron de convertir lo que hasta entonces era un bosque en un parque.
En 1964, justo después de que se inaugurara la segunda sección de Chapultepec, se abriera el segundo tramo del Anillo Periférico, se renovara el zoológico y Tláloc fuera trasladado al nuevo Museo Nacional de Antropología, el ingeniero Julio Riquelme Inda advertía en Excélsior de “la muerte de los árboles”. Según el presidente vitalicio de la Sociedad Forestal Mexicana, un gusano los dejaba sin corteza y acababa con ellos a puñados. Dos años más tarde, de acuerdo con una nota de El Nacional, Alfonso Corona del Rosal, regente del entonces Distrito Federal, instruyó al personal de su dependencia, y sobre todo a “técnicos y especialistas”, a que prestaran más atención “a los milenarios ahuehuetes, que están en malas condiciones”.
Todo fue en balde. En 1973, la cronista Cristina Pacheco, invitada a las páginas de México forestal, lamentaba que ese año hubieran “desaparecido cientos de viejos árboles”; que, “en vez de conservarlos, se los talaba” y que “a alguien se le ocurrió la idea de dejar el bosque sembrado con sus despojos” cuando morían. Si la placa que hoy se encuentra frente a El Sargento es correcta, entre esos despojos estarían los del árbol que perteneció a Moctezuma. Sin embargo, unos meses después de que apareciera el texto de Pacheco, y en esa misma revista, José Natividad Rosales afirmaba que quedaban en el bosque todavía “algunos supervivientes melancólicos, más amarillentos que nunca por el smog” y que entre ellos estaba “el gran ahuehuete de Moctezuma”. De cualquier modo, si el legendario ahuehuete perseveró hasta ese momento, no vivió mucho más.
José María Velasco, El ahuehuete de la Noche Triste, 1885. Museo Nacional de Historia, INAH, dominio público.
Medio siglo o quizá un poco más después de la muerte del ahuehuete de Moctezuma, las causas siguen sin estar claras. Sí sabemos de cierto, por lo pronto, que a él tampoco le bastó la sacralización para salvarse.
Es algo que ha documentado el historiador Jared Farmer en Elderflora (2022), su libro sobre los árboles más viejos del mundo. En él revela cómo los cedros sagrados de Líbano, lo mismo que los baobabs de distintos países africanos o los tejos británicos, se salvan cuando se les prestan cuidados constantes, sobre todo de parte de las comunidades que viven con ellos, y que los relatos grandilocuentes y la carga que representan como símbolos muchas veces resultan más una amenaza que una garantía. Los turistas que arrancan ramas y trozos como souvenirs, los visitantes que los abrazan, los políticos que se cuelgan de ellos resultan muy dañinos. En cambio, la visita sistemática y el cariño de los vecinos alargan sus vidas. Eso parece ser, justamente, lo que le faltó a El Sargento.
Desde los años cuarenta y por varias décadas se dijo que Chapultepec sufría una terrible sequía, pero hace tiempo se demostró que esto no era cierto y los registros del Servicio Meteorológico Nacional indican que los patrones de lluvia se mantuvieron más o menos constantes —sí hubo, en cambio, un aumento de las temperaturas—. Lo que sí ocurrió fue la pavimentación de la ladera que se encuentra arriba del bosque para la urbanización de lo que hoy son las Lomas de Chapultepec, que, al momento de ofertarse, fueron llamadas Chapultepec Heights; también se construyó el segundo tramo del Periférico, que divide la primera sección de Chapultepec y la segunda. Todas estas obras en su conjunto cortaron el flujo de agua subterránea que probablemente alimentaba al árbol.
Esto se pudo haber contrarrestado, como pasó con plagas y parásitos que atacaron a los árboles durante el siglo XX, atendiendo a los árboles y cuidando el bosque, pero nadie cumplió con esa tarea. En 1943, una nota de El Universal señalaba que se regaba sin cuidado y se dejaba a los ahuehuetes sin agua, además de que los jardineros les arrancaban grandes ramas con las que encendían comales para calentar tortillas y guisados para el almuerzo o la cena. A juzgar por otros reportes de prensa, el problema persistía incluso un cuarto de siglo después. En 1969, en el mismo diario, José de Alba decía que los árboles de Chapultepec estaban “muriendo por falta de cuidados”.
Presidentes, delegados y regentes, al escuchar tales denuncias y advertencias, prefirieron defender lo sagrado, sacralizándose a sí mismos, en lugar de conservar los árboles e invertir para ello en el trabajo anodino y cotidiano de regarlos y cuidarlos. Entonces, como ahora, se gastaron millones en calzadas, pero se escatimaron algunos miles para los jardineros.
Imagen de portada: José María Velasco, El ahuehuete de la Noche Triste, 1885. Museo Nacional de Historia, INAH, dominio público.
Henry George Ward, Mexico in 1827, H. Colbum, Londres, 1828. Traducción del autor. ↩
Frances Erskine Inglis, “madame Calderón de la Barca”, Life in Mexico, 1843, libro electrónico, Project Gutenberg, 2005. Traducción del autor. ↩
La información periodística de este artículo se recabó en los Fondos económicos de la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada y contiene notas de El Universal, Novedades, Excélsior, El Sol de México y El Nacional. ↩