Las trabajadoras, de Mónica Nepote
Labor, trabajo y lo que está en medio
Leer pdfLa filósofa Hannah Arendt, en su trabajo La condición humana (1958), estudia tres procesos de la actividad humana: la labor, el trabajo y la acción. De estas tres operaciones, la labor y el trabajo sostienen la existencia, aunque sus efectos en el tejido social tienen dimensiones distintas. Para Arendt, la labor es todo lo que está asociado “al proceso biológico del cuerpo humano, cuyo espontáneo crecimiento, metabolismo y decadencia final están ligados a las necesidades vitales producidas y alimentadas por la labor en el proceso de la vida”.[^1] Por su parte, el trabajo “es la actividad que corresponde a lo no natural de la exigencia del hombre, que no está inmerso en el constantemente repetido ciclo vital de la especie, ni cuya mortalidad queda compensada por dicho ciclo”. Es decir, el trabajo trasciende el mero sostén de la vida, ya que produce “un mundo de hombres y de cosas realizadas por éstos”. De este mundo se desprenden las relaciones entre los individuos, los conflictos y los consensos. “La labor no sólo asegura la supervivencia individual”, dice la autora, “sino también la vida de la especie. El trabajo y su producto artificial, hecho por el hombre, concede una medida de permanencia y durabilidad a la futilidad de la vida mortal y al efímero carácter del tiempo humano”.
Arendt plantea que en la Antigüedad griega “laborar significaba estar esclavizado a la necesidad, y esta servidumbre era inherente a las condiciones de la vida humana”. Para que seres elegidos pudieran dedicarse a tareas libres como la contemplación y la política, era fundamental la labor de los esclavos: recoger la cosecha, mantener limpios los espacios domésticos y alimentar a los animales eran acciones que sostenían la vida, pero que no daban ninguna dignidad ni posibilidad de emancipación a quienes las realizaban.
Pero ¿sólo la esclavitud construyó, en Grecia, jerarquías sociales? ¿No acaso la modernidad determinó también quiénes ejercerían labores con las que pudieran socorrerse las necesidades más inmediatas y quiénes estarían favorecidos para ejecutar los trabajos más inventivos y “nobles”? La división sexo/género, propia de la modernidad, dividió igualmente las acciones laborales. En diversas novelas del siglo XIX puede rastrearse la presencia discreta de las tejedoras, madres o hijas que remiendan la ropa de los suyos o que ofrecen sus servicios a familias ajenas. Su pago, por supuesto, es precario. En cuanto a la mujer urbana del siglo XX, puede mencionarse la mujer que imaginó Chantal Akerman, directora de cine belga, en su imprescindible película Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 10180 Bruxelles (1975), que narra la historia de un ama de casa que mantiene el orden doméstico mediante el trabajo sexual. Las fronteras entre la ficción y la realidad, en el caso de las mujeres trabajadoras, rebasan los ejercicios de imaginación: podemos volver a la historia de las veintiún costureras de la calle Chimalpopoca que murieron sepultadas en el sismo de 2017. La misma infraestructura del taller donde laboraban no les permitió salir a tiempo para resguardarse.
Si retomamos la dicotomía propuesta por Arendt, las diferencias entre la labor y el trabajo se tornan más complejas al momento de aproximarse a las tareas feminizadas. El poemario Las trabajadoras (ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2024) contiene una reflexión sobre la imposibilidad de pensar a partir de estructuras rígidas la labor/trabajo realizado por mujeres. Las acciones mecánicas del trabajo femenino permiten que la vida, en un nivel meramente esencial, pueda seguir. Al mismo tiempo, posibilitan que los sistemas sociales y económicos continúen su marcha, a pesar de que sea trabajo ínfimamente pagado, o bien, no sea reconocido como tal. Es una labor que aparenta ser invisible, pero tan fundamental que trasciende su inmediatez al grado de ser una vía con la que pueden comunicarse distintas generaciones. Es un trabajo cuyas técnicas descansan en lo que pueden hacer las manos, aunque es explotado por las infraestructuras y la maquinaria industrial que moldean nuestras formas de consumo. Es una mercancía que da fe de la vida de las trabajadoras, aunque quien esté detrás de la manufactura no sea “algo” que importe a los patrones o a los compradores.
Compuesto por diez secciones, Las trabajadoras combina poemas en verso y prosa. Los versos suelen ser libres, aunque hay algunos que se delimitan entre los pentasílabos y heptasílabos. Tal es el caso del texto “Refugianas”: “Faldas azules/ y los listones/ las pieles y sus surcos/ la imagen de la virgen/ pendiendo de sus cintas./ Sus cantos, su gozo por estar ahí”. El mismo esquema se encuentra en el poema que abre la cuarta sección, titulada “Dejar las marcas dejar mensajes”: “Las pequeñas ventanas/ son pasadizos,/ lenguaje en clave/ hilos que aluden”. En un libro donde las imágenes albergan una simultaneidad de significados —el lenguaje es el trabajo manual y el cuerpo es una máquina—, la utilización ocasional de una métrica regular marca un ritmo repetitivo, semejante a las maniobras fabriles que no permiten las variaciones. Igualmente, las prosas contienen reiteraciones. En los textos que abren “Conjuros” y “Materiales” puede rastrearse esta estrategia. Así se lee en “Conjuros”: “Es decir, noto cada vez más que buscamos en su origen, su etimología y su composición una especie de fábrica posible. Es decir, esto no es sólo invocar”. Por su parte, la primera línea de “Materiales” plantea: “Me gustan las cosas concretas. Es decir, lo que existe, es decir, lo palpable”.
Quisiera hacer énfasis en que estas decisiones formales no constituyen pobreza de lenguaje, pues el poemario alberga posibilidades de lectura que enriquecen la estructura textual. La inclusión de ilustraciones, por ejemplo, complejiza las imágenes poéticas: el libro abre con la fotografía de un juego de agujas para tejer; más adelante se recoge el registro de una acción llevada a cabo por un colectivo de trabajadorxs de una empresa textil turca, quienes colocaron “en los bolsillos de las prendas ya colgadas” etiquetas con las que informaban a los visitantes de una tienda que su labor no estaba siendo remunerada. Más bien, las reiteraciones o los versos bordados con una métrica específica imprimen a todo el libro una respiración subyacente y casi monótona, una suerte de golpeteo insistente que, pienso, da forma a la materia poética de Mónica Nepote: el trabajo de las mujeres obreras, tejedoras y escritoras. Entre las repeticiones y la flexibilidad se plantea un problema: ¿cómo nombrar el trabajo femenino?
Si las sociedades han distinguido entre labor y trabajo, ¿no habitan acaso las mujeres ambos polos? Esta doble ciudadanía, ¿da más margen para la acción o constriñe a la incertidumbre? La labor del tejido es mecánica, pero ¿de verdad no hay cabida para la imaginación y la construcción de una subjetividad en los gestos maquinales? Y, todavía más grave, sabemos que las trabajadoras existieron y existen. Sin embargo, ¿sabemos quiénes fueron y quiénes son?
En Las trabajadoras, su autora se aproxima a las dificultades de representar literariamente el trabajo de las mujeres. La tensión construye, entre la invisibilidad y la presencia, entre las posibilidades del cuerpo para crear y su anulación por el trabajo alienante, una visión en conflicto. Por un lado, pareciera que el posicionamiento se resuelve mediante consignas políticas. En “Materiales” se habla de los significados sociales que activan las prendas confeccionadas en tejido y costura, oficios proverbialmente femeninos: “La vestimenta es política, la vestimenta dice de la procedencia, habla economía, habla ostentación, habla pobreza, habla en género de quien la porta, se desdice o agrada”. En el poema “En círculo”, se reconoce la vitalidad corporal de las tejedoras que producen aquellas prendas, pese al extremo cansancio físico al que son sometidas: “Mujeres sostuvieron durante décadas/ la vida con alfileres y espaldas encorvadas/ ojos sometidos a un desgaste./ Aún así, cantaban/ mientras cosían/ sin soltarse de las manos”.
No obstante, el lenguaje comienza a dudar de su función de dar nombre y forma a los cuerpos y las cosas. “Has vuelto a dejar las máquinas opacas”, dice un poema de la sección “Dejar las marcas dejar mensajes”. Y esa opacidad se refiere al anonimato de las trabajadoras, así como a la obsolescencia de los objetos que producen. Hablando sobre un establecimiento de materias primas para la costura, se lee en el poema “Botones”: “Colores, formas, perforaciones, botones, brillantes dormidos/ los restos/ arqueologías de una tienda”. Más adelante, la voz afirma que aquellas mercancías son desperdicios: “Hoy esta caja y sus cientos de botones son herencia inútil/ una muestra apenas, un gesto”. Y si el lenguaje eventualmente rescata de “la borradura/ los mínimos hilos, las cuentas,/ las formas secretas de componer”, esa pátina permanece sobre la figura de mujeres siempre desconocidas: “Detengámonos en el detalle de un rostro movido/ El de una niña de la familia cuya rebelión es no fijarse a la imagen”. Este anonimato equivale a confundir a las mujeres con las máquinas. El cuerpo de las trabajadoras es un “ser servicio/ ensambladora/ ser objeto sordo”. En otra parte se lee una probable enunciación de una obrera, quien dice: “Mi cuerpo muere/ no descansa/ un breve punto llamado/ auxilio/ un ven rescátame/ me vuelven máquina”.
Pese a la innegable contundencia del cuerpo de las trabajadoras y su labor, su historia y su presencia no pueden asirse mediante el lenguaje. En la sección “Una máquina puede ser una casa”, una de las más afortunadas del poemario, la voz autoral reflexiona sobre la condición de una obra poética cuyo tema insiste en su fuga hacia la invisibilidad: “Un texto que no cierra, que se trasmina —algunas veces de madres a hijas, de trabajadora suspendida cuyo espacio es usado por otra trabajadora sin una palabra de tránsito […]. Un espacio vacío que se queda con un olor sin codificar”. Es en este mismo apartado en el que la poeta habla sobre la escritura como una labor física y mecánica: escribir implica dominar una máquina. Intuyo que los poemas parten de los recuerdos que tiene la autora de su madre en un taller escolar de taquimecanografía, tomando en cuenta el subtítulo “Mi madre y Graham Bell”. Los poemas en primera persona confunden el yo de la poeta con el yo de la madre, cimentando la idea de la escritura como una labor/trabajo que expresa la relación existente entre lo enajenante y lo emancipatorio. “El día siguiente es igual al día anterior. La vida en el/ teclado se repite y se juega en la limpieza y pulcritud”. Sin embargo, la taquimecanógrafa/poeta se demanda a sí misma: “Escribe Escribe Escribe”, y esa reiteración, a la luz del trabajo, es más una mecanicidad que un impulso artístico. No obstante, entre la madre y la niña se establece una comunicación que sólo permite el ejercicio de teclear, la transmisión de una herencia que no es inútil: “Esa niña hablando lenguas fantasmales, en esa comunicación sensorial, haciendo viajar la voz por la espiral metal y plástico, hasta un oído, en el estupor de las nuevas máquinas”.
Las trabajadoras es un poemario singular en la obra de Mónica Nepote, dado que se editó y publicó bajo el soporte de un libro tan breve como complejo. Las producciones literarias de la escritora y editora se han difundido a través de otros formatos. Mi voz es mi pastor (2014) es un performance que indaga sobre la escritura como un proceso plenamente corporal que otorga, más que especificidades estilísticas, la posibilidad de hablar de aspectos más tangibles como los pulmones o el sexo/género de quien escribe, una idea que igualmente acompaña al poemario que aquí comento. Asimismo, Nepote ha desmontado la noción de “autor” como la única figura creadora en su trabajo dentro del proyecto E-Literatura, donde ha sido gestora, editora o coordinadora de piezas de literatura electrónica. La materialidad de Las trabajadoras corre a cargo del sello Heredad, una editorial que opera bajo el modelo de cooperativa, aspecto que redondea los significados que alberga la propuesta y que hace que el libro sea una vía lógica de circulación.
Por supuesto, este poemario forma parte de una tradición de literatura feminista. Algunos referentes posibles son el cuento “Lección de cocina” (1971) de Rosario Castellanos, donde el ama de casa transforma el trabajo de cocinar en una acción que permite experimentar una subjetividad en disputa. La novela de María Luisa Puga, Pánico o peligro (1983), obra también ganadora del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores, narra las vidas interiores de un conjunto de muchachas dedicadas a trabajos en apariencia inanes como el secretariado; entre la vida en las oficinas y el tránsito por la ciudad se forja su conciencia social. Pero considero que el poemario igualmente dialoga con otra tradición de la literatura: la poesía política. Pienso en José Emilio Pacheco y sus obras No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969) o Irás y no volverás (1973). Ahí, el célebre autor se cuestionó sobre la naturaleza de la poesía ante la capacidad de las guerras para destruir con eficiencia todas las formas de vida, o ante el hecho de que lo único trascendente de la labor humana son los desperdicios tóxicos en las playas. Con ese mismo desencanto irónico, Pacheco defendió, más que a la poesía, la existencia del lenguaje para posicionarnos ante la catástrofe.
De igual manera, Mónica Nepote no sucumbe a la resignación. Las trabajadoras finaliza con una suerte de ficción especulativa que narra un mundo cuyas mercancías terminan siendo “chatarra enmohecida”. En esa ecología contaminada, un conjunto de mujeres enuncia su pervivencia y vitalidad: “Nos habían dicho deshecho, nos habían dicho basura, nos habían catalogado como esclavas, mano de obra barata”. Pero esas mujeres que fueron reducidas a máquinas vuelven a respirar, a pesar de la destrucción.
Mónica Nepote, Las trabajadoras, Heredad, Ciudad de México, 2024.
Imagen de portada: Mujeres trabajando en un taller de sastrería del ejército suizo, ca. 1914-1918. Swiss Federal Archives, dominio público.