Siete noches desérticas

Desierto / dossier / Mayo de 2022

Jorge Comensal

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Primera noche: el universo sobre mí


Dos cosas llenan el ánimo de admiración y veneración siempre nuevas y crecientes, cuan mayor es la frecuencia y persistencia con que reflexionamos en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica


Pasamos la última semana del 2021 en Baja California Sur. Fuimos en busca de la inmensidad al cubo: la noche en el desierto junto al mar. Mi pareja y yo queríamos estirar el alma, entumida por el confinamiento urbano y el bullicio de las redes sociales; necesitábamos encoger nuestras angustias a la luz del firmamento y remojar en el agua salada los ojos irritados por el brillo de las pantallas. María propuso que acampáramos en las playas meridionales de esa península que cada año se aleja unos cuantos centímetros del México continental (la placa tectónica del Pacífico se la está llevando hacia el noroeste). Aunque el plan significaba terminar el año defecando en cuclillas y enterrando nuestras heces, me entusiasmó el prospecto de revivir una experiencia cósmica que tuve en la infancia, cuando visitamos a un amigo de mi madre que vivía cerca de Los Cabos.

Angélica Escoto, de la serie _Tiburón ballena_, 2020 ©Angélica Escoto, de la serie Tiburón ballena, 2020. Cortesía de la artista

Este amigo era corredor, vivía con su esposa (una mujer islandesa) y sus hijas (tres vikingas tropicales de las que me enamoré con el candor secreto de un niño antisocial de siete años) en una casa sobre la costa despoblada del Pacífico. Para llegar había que recorrer un camino sinuoso de terracería entre los matorrales. Recuerdo muchas cosas de ese viaje: las piruetas de mis crushes —practicaban gimnasia olímpica—, el pescado al carbón, el murciélago atrapado en la cochera, las liebres fugitivas en la vereda, los burros silvestres, las olas picadas del océano, los atardeceres pintorescos y el milagro que se nos revelaba por la noche. Puesto que crecí bajo el domo de luz eléctrica y smog de la Ciudad de México, estaba acostumbrado a ver dos o tres luceros en el cielo. Allá eran tantos que me mareaba tratando de contarlos. No lo podía creer, tanta abundancia. Formaban manchones blancos. Fue la primera vez que contemplé esa franja del firmamento que los antiguos identificaron con una senda de leche o vía láctea —galaxia significa precisamente “láctea”—. A riesgo de ser cancelado por alburero y cursi, diré que en esa ocasión galáctica se me vino encima el universo y se quedó brillando para siempre dentro de mí.

Segunda noche: la ceguera


El mundo del ciego no es la noche que la gente supone. Jorge Luis Borges, Siete noches


Llegamos a Los Cabos el 25 de diciembre por la mañana. Mientras la gente decente digería el bacalao y los romeritos, nosotros acomodábamos nuestro equipo de campamento en la cajuela del Jeep que habíamos rentado. Llevábamos almohadas inflables, telescopio, bloqueador solar, pastillas para dormir (también había empacado una botella de plástico para orinar por la noche sin tener que bajar de la casa de campaña instalada en el techo del vehículo todoterreno, pero la botella terminaría teniendo otros usos). La primera jornada del viaje culminó en una playa virgen al oriente de La Paz. A pesar del resplandor eléctrico de la capital del estado, el cielo estaba despejado. Por desgracia no pude disfrutar del espectáculo cósmico porque había cometido la imprudencia de tallarme los párpados con las manos llenas de bloqueador solar, de tal suerte que sentía como si me hubieran echado jugo de limón en los ojos. Para calmar mi cegadora agonía, María me hizo un lavado ocular sobre la arena mientras yo gemía de forma bastante lastimera. Después de cenar quesadillas con los ojos cerrados —no soportaba abrirlos— subimos a la casa de campaña para dormirnos temprano. Tan pronto como nos acostamos me dieron ganas de orinar. Aprovechando mi discapacidad visual, María había llenado mi vejiga portátil de agua potable, por lo que tuve que salir de la casa de campaña para desahogarme. Al día siguiente descubrí que no habíamos pasado la noche a solas. Por un lado, en la cima de un cardonal (una densa comunidad de magníficas cactáceas columnares de la especie Pachycereus pringlei) descansaba un grupo de bultos negros. Poco a poco, conforme ascendía el sol y calentaba el desierto, se fueron desperezando. Eran buitres, mis aves predilectas.1 Asomaron las cabezas rojas y extendieron las alas para calentarlas al sol. Parecían ángeles crucificados sobre los cactos. Por otro lado, alguien había venido a orinar todas las llantas del vehículo, desafiando mi propio marcaje territorial. Nunca sabré si se trató de un perro feral, un coyote o algún otro mamífero del desierto.

Tercera noche: latitudes transparentes

Debido a imprevistos logísticos que no caben en esta crónica, pernoctamos en un camping insalubre de surfistas en el pueblo de Dos Cerritos. Esa noche tampoco pude ver las estrellas debido a la contaminación lumínica de la zona. Ya que no tengo mucho que contar sobre esa velada, aprovecharé este espacio para hablar un poco sobre la geografía de los desiertos y su aptitud para la observación astronómica. Dado que nuestro planeta es tan húmedo —dos terceras partes de la superficie están cubiertas de agua—, resulta sorprendente que existan los desiertos, sobre todo tan cerca del mar como los de Baja California. Los factores responsables de la resequedad son atmosféricos y orográficos: las corrientes de aire y las barreras montañosas determinan la humedad de un territorio. En el mapamundi resulta fácil apreciar que Aridoamérica, el Sahara, la península Arábiga y el gran desierto de Thar en la India se encuentran en las mismas latitudes, entre los 23 y 35 grados al norte del ecuador, atravesados por el Trópico de Cáncer. En el hemisferio sur, los desiertos de Atacama, Namibia y Australia están en las mismas latitudes con respecto al ecuador, atravesados por el Trópico de Capricornio. Esta simetría no es una casualidad. La atmósfera terrestre está organizada en ciclos o células de circulación creadas por la convección del aire caliente y frío: las células de Hadley se forman alrededor del ecuador, donde la radiación solar hace que el aire caliente se eleve y llueva mucho, creando bosques tropicales; en los extremos sur y norte de las células, donde se encuentra la mayoría de los desiertos del mundo, pasa lo contrario: el aire frío cae de las alturas y disminuye la humedad relativa del ambiente. Algunos lugares como Cantón y Florida se salvan de este destino reseco gracias a que tienen grandes océanos al este, por lo que la rotación terrestre ayuda a hidratarlos, mientras que lugares como Baja California y el golfo Pérsico se encuentran a la sombra de grandes montañas. Los desiertos insulares o peninsulares son los lugares idóneos para mirar el cielo, gracias a la baja humedad atmosférica y a la oscuridad circundante. El Observatorio Astronómico Nacional San Pedro Mártir se encuentra en Baja California, treinta y un grados, dos minutos, treinta y ocho segundos al norte del ecuador (o sea: 31°02’38”N). Casi a la misma latitud (32°42’05”N) en el desierto de Arizona está el Mount Graham International Observatory, donde se encuentra el telescopio óptico más grande de EE. UU.; lo mismo pasa con el Indian Astronomical Observatory, en el desierto de altura de Ladakh (32°46’46”N) y el Gran Teles­copio de Canarias (28°45’24”N). Por supuesto hay observatorios en otras latitudes, pero casi siempre se ubican lejos del ecuador y en la cumbre de montañas continentales o submarinas (o sea, islas): el Observatorio Astrofísico Nacional de Tonantzintla, Puebla (19°01’53”N), está prácticamente a la misma latitud que los Observatorios del volcán Mauna Kea (19°49’20”N), en Hawái.

Cuarta noche: vaciarse sobre el vacío del mundo

Acampamos junto al edén submarino, en el Parque Nacional Cabo Pulmo. Después de cenar, María tuvo el buen tino de leer en voz alta Purgatorio del chileno Raúl Zurita, donde se encuentra una portentosa serie de poemas dedicados al desierto de Atacama, cuya aridez se convierte en una tierra prometida para la psique atormentada del poeta.

vii. Entonces sobre el vacío del mundo se abrirá completamente el verdor infinito del Desierto de Atacama

Aquella noche ignorábamos la afinidad geográfica entre Cabo Pulmo, que está 23 grados al norte del ecuador y el corazón salado de Atacama, que está 23 grados al sur. Baja California y Atacama son gemelos latitudinales.

iv. Y cuando vengan a desplegarse los paisajes convergentes y divergentes del Desierto de Atacama Chile entero habrá sido el más allá de la vida porque a cambio de Atacama ya se están extendiendo como un sueño los desiertos de nuestra propia quimera allá en estos llanos del demonio

Esa noche volví a gozar, como cuando era niño, la plenitud del firmamento. Los habitantes de la Ciudad de México estamos acostumbrados a ver no más de cinco luceros: Marte, Venus, y el trío de “reyes magos” que forman el cinturón de Orión: Mintaka, Alnitak y Alnilam. Aquí podíamos ver al cazador completo, con todo y su perro Sirio, que titilaba con tantos colores que parecía una discoteca sideral. Pasamos varias horas viendo estrellas con el telescopio. Antes de subir a la casa de campaña para dormir, decidí asegurarme de que mi vejiga estuviera vacía, por lo que me dispuse a orinar de forma paciente y minuciosa. Mientras me vaciaba de mí mismo, el paisaje celeste me colmaba de mundos posibles, asteroides cristalinos, agujeros negros, estrellas de neutrones y planetas habitados por organismos cuya orina debe tener una composición química muy diferente de la nuestra.

Quinta noche: el desierto es bello

Leo de nuevo El principito de Antoine de Saint-Exupéry. No lo había hecho desde que era niño. De tanto pensar en desiertos y extraterrestres recordé este relato clásico ambientado en el Sahara, donde un piloto aviador (Saint-Exupéry murió en su avión durante la Segunda Guerra Mundial) pasa ocho días varado con el inmaduro monarca de un asteroide.

©Angélica Escoto, de la serie _Tiburón ballena_, 2020. Cortesía de la artista ©Angélica Escoto, de la serie Tiburón ballena, 2020. Cortesía de la artista

A lo largo de siete noches, el principito le platica al narrador de sus experiencias viajando por otros planetas, habitados por personajes extravagantes que desafían los estrechos límites del sentido común de los terrícolas. La última noche de su convivencia, el narrador y el principito emprenden una caminata en busca de un pozo.

El principito estaba cansado y se sentó; yo me senté a su lado y después de un silencio me dijo: —Las estrellas son hermosas, por una flor que no se ve… Respondí “seguramente” y miré sin hablar los pliegues que la arena formaba bajo la luna. —El desierto es bello —añadió el principito. Era verdad; siempre me ha gustado el desierto. Puede uno sentarse en una duna, nada se ve, nada se oye y sin embargo, algo resplandece en el silencio… —Lo que más embellece al desierto —dijo el principito— es el pozo que se oculta en algún sitio…

El libro está lleno de píldoras sapienciales como esta, que reelabora la enseñanza principal del cuento: para apreciar correctamente el valor de las cosas, hace falta sentimiento e imaginación, porque “solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos”. Por eso el desierto es tan bueno para la vida interior, su aridez permite concentrarse, imaginar, percibir el resplandor oculto de la existencia. Resulta fácil distraerse, agobiarse, olvidar que la vida consciente es un misterio fugaz e inexplicable. En el último dibujo del libro, un par de líneas curvas bastan para figurar las amplias dunas del Sahara. El narrador dice: “Este es para mí el paisaje más hermoso y el más triste del mundo”. Es el mismo paisaje de la página anterior, solo que le faltan el principito y su estrella. Lo ha repetido para que sepamos reconocerlo si alguna vez pasamos por ahí, para que nos detengamos y prestemos atención a las apariciones del desierto.

Sexta noche: las tentaciones

Podríamos ser realistas aguafiestas y afirmar que el alter ego de Saint-Exupéry sufrió alucinaciones persistentes la semana que estuvo perdido en el Sahara, deshidratado y anémico de estímulos sensoriales. Es sabido que el cóctel de privación nutricional y sensorial induce potentes alucinaciones (el expresidente uruguayo José Mujica ha contado que en el calabozo platicaba con las hormigas). Muchos ermitaños del cristianismo primitivo iban al desierto para entrar en contacto con seres sobrenaturales como Belzebú, el arcángel Gabriel o el principito del asteroide XXXX. De hecho, el “ermitaño” y la “eremita” provienen del griego eremon, que se tradujo como “desertum” al latín y como “desierto” al español. Aunque un desierto espiritual no tiene que ser un territorio árido (basta recordar que el “Desierto de los Leones” es un bosque exuberante lleno de ermitas), los desiertos de las tentaciones de Jesús y del ermitaño San Antonio Abad sí son lugares áridos, donde Jesús, después de ayunar cuarenta días, tuvo un encuentro con el diablo y san Antonio toda clase de visiones pecaminosas (representadas con ingenio por pintores como El Bosco y Dalí).

Herman Saftleven, _Nopal en floración_, 1683. Rijksmuseum Herman Saftleven, Nopal en floración, 1683. Rijksmuseum

En el desierto nosotros no ayunamos (de hecho calculamos mal las compras para una semana y terminamos regalando cervezas y jitomates) pero sí tuve una experiencia onírica peculiar. No sé si fue culpa de la almohada inflable o las pastillas que tomaba para poder dormir en ella, pero una noche tuve uno de los sueños más vívidos y conmovedores de mi existencia. Soñé que me encontraba con mi abuela en el vestíbulo de su departamento, y aunque ya sabía que ella había muerto a los 96 años de edad, le pedía que se quedara cuatro años más para cumplir el siglo. Ella no se atrevía a desairarme, pero ambos sabíamos que no iba a darme ese gusto que tanta falta me hacía. Entonces la abracé con mucha fuerza, consciente de que estábamos viviendo una excepción fugaz y maravillosa, abracé ese cuerpo pequeño que, además de parir a mi madre, bebió como un cosaco chiapaneco y cuidó de mí con un cariño fresco. Esta experiencia de magnitud telúrica me despertó y me hizo llorar en la luz verdosa del amanecer dentro de la casa de campaña. Me quedé temblando en la bolsa de dormir. Fue un encuentro tan intenso que me costaba trabajo creer que hubiera sucedido nada más en mi corteza cerebral, tan lejos en el tiempo y el espacio del departamento donde viví con ella. Me asomé al desierto y sentí que el sueño había purificado la tentación de la inmortalidad.

Séptima noche: camellos y narcóticos

Al final de nuestro recorrido recalamos en un hotel all inclusive de Cabo San Lucas. Nunca habíamos estado en un tugurio así. Yo tenía curiosidad “antropológica”: quería ver qué se sentía vacacionar con “todo” incluido, a pesar de que hacerlo sea un atentado contra la sostenibilidad (en el desierto no debería haber hoteles con cinco albercas) y el buen gusto (en las albercas no debería haber bares donde el único mezcal que sirven es Oro de Oaxaca, junto a bocinas que emiten reggaetón a un volumen que apaga el oleaje del mar). Para cenar en el más concurrido de los cinco restaurantes del hotel había que formarse una hora antes de que abriera, justo durante el atardecer. Lo hicimos, movidos por la gula, el masoquismo y el deseo de “vivir para contarlo”. Dos parejas de estadounidenses conversaban detrás de nosotros en la fila. Una de ellas contó que esa mañana habían ido a pasear en camello por el desierto. Primero creí haber oído mal, pero repitieron la palabra camels varias veces. Una rápida pesquisa digital confirmó que cerca de Los Cabos existen tours de paseo en camello: “What is the most unique & unusual thing you can do in Cabo? A camel ride on the beach of course!”2 Claro que es “único e inusual”, porque los camellos americanos se extinguieron hace unos diez mil años. Sin embargo, algún visionario del entretenimiento decidió importar dromedarios a la península y combinar la experiencia de montar ungulados arábigos con una sesión de “Mezcal & Tequila Tasting” y una clase de “Tortilla-making”. Después de la cena bajamos a la playa para despedirnos de la península. El desarrollo urbano ha iluminado tanto el cielo de Los Cabos que casi no se veían estrellas. Si supiera dibujar, pondría aquí el paisaje nocturno de Baja California sin las albercas azul turquesa, los cruceros, las palmeras, los camellos, los turistas borrachos y los narcomenudistas que fingen vender lentes y pulseras. Dibujaría el desierto con estrellas y personas que contemplan el firmamento para recordar que el cosmos es mucho más grande que nosotros.

Imagen de portada: Edvard Munch, Luz de luna sobre la playa, 1904

  1. Para más información sobre mi gusto por las aves carroñeras, véase “La hora de los buitres”, en La sociedad de científicos anónimos, Andrés Cota Hiriart y Natalia Jardón (eds.), Festina, CDMX, 2018. 

  2. Fun Cabo, disponible aquí