La inteligencia de las flores

Selección

Plantas / dossier / Junio de 2022

Maurice Maeterlinck

Traducción de: Juan Bautista Enseñat

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III

Esa necesidad de movimiento, ese apetito de espacio, en la mayor parte de las plantas, se manifiesta a la vez en la flor y en el fruto. Se explica fácilmente en el fruto o, en todo caso, no revela en él más que una experiencia, una previsión menos compleja. Al revés de lo que sucede en el reino animal, y a causa de la terrible ley de inmovilidad absoluta, el primero y peor enemigo de la semilla es el tronco paterno. Nos encontramos en un mundo extraño, en que los padres, incapaces de cambiar de sitio, saben que están condenados a matar de hambre o sencillamente a ahogar a sus vástagos. Toda semilla que cae al pie de un árbol o de una planta estará perdida o germinará en la miseria. De ahí ese inmenso esfuerzo para sacudir el yugo y conquistar el espacio. De ahí los maravillosos sistemas de diseminación, de propulsión, de aviación, que en todas partes encontramos en el bosque y en el llano, entre ellos, por no citar más que algunos de los más curiosos: la hélice aérea del arce, la bráctea del tilo, la máquina de cernirse del cardo, del diente de león y del salsifí; los resortes explosivos del euforbio; la extraordinaria surtidora de la momórdiga; y mil otros mecanismos inesperados y asombrosos, pues puede decirse que no hay semilla que no haya inventado algún procedimiento particular para evadirse de la sombra materna. El que no haya practicado un poco la botánica no puede creer el gasto de imaginación, de ingenio, que se hace en esa verdura que regocija nuestros ojos. Observemos, por ejemplo, la bonita olla de semilla de la anagálide roja, las cinco válvulas de la balsamina, las cinco cápsulas con disparador del geranio, etcétera. No dejen de examinar, si tenéis ocasión de hacerlo, la vulgar cabeza de adormidera que se encuentra en todas las herboristerías. Hay en esa buena cabeza una prudencia y una previsión dignas de los mayores elogios. Se sabe que encierra millares de semillas negras sumamente pequeñas. Se trata de diseminar esa semilla lo más hábilmente y lo más lejos posible. Si la cápsula que la contiene se agrietase, cayese o se abriese por debajo, el precioso polvo negro no formaría más que un montón inútil al pie del tallo. Pero no puede salir sino por aberturas practicadas encima de la cáscara. Esta, una vez madura, se inclina sobre su pedúnculo y, al menor soplo de aire siembra, literalmente, con el gesto mismo del agricultor, la semilla en el espacio.

¿Hablaré de las semillas que prevén su diseminación por los pájaros y que, para tentarlos, se acurrucan, como el muérdago, el enebro, el serbal, en el fondo de un envoltorio azucarado? Hay ahí tal razonamiento, tal inteligencia de las causas finales, que no se atreve uno a insistir por temor de renovar los cándidos errores de Bernardino de Saint-Pierre. Sin embargo, los hechos no se explican de otra manera. El envoltorio azucarado es tan inútil para la semilla como el néctar —que atrae a las abejas— lo es para la flor. El pájaro se come el fruto porque es dulce y se traga al mismo tiempo la semilla, que es indigestible. El pájaro vuela y devuelve poco después, tal como la recibió, la semilla desembarazada de su vaina y dispuesta a germinar lejos de los peligros del lugar natal.

©Silvia Andrade, *Gysophilia paniculata*, 2018. Cortesía de la artista y Zopilote Rey©Silvia Andrade, Gysophilia paniculata, 2018. Cortesía de la artista y Zopilote Rey

IV

Pero volvamos a combinaciones más sencillas. Tomemos, al borde del camino, una brizna de cualquier mata de hierba, y nos sorprenderemos de una pequeña inteligencia independiente, incansable, imprevista. He aquí dos pobres plantas trepadoras que has encontrado mil veces en cualquier paseo, porque se las encuentra en todas partes y hasta en los rincones más ingratos en que se ha extraviado una mota de polvo. Son dos variedades de alfalfas silvestres, dos malas hierbas en el sentido más modesto de la palabra. La una tiene una flor rojiza, la otra una borlita amarilla del grueso de un chícharo. Al verlas escurrirse con disimulo por entre el césped y las orgullosas gramíneas, nadie sospecharía que muchos, antes que el ilustre geómetra y físico de Siracusa, descubrieron y trataron de aplicar no a la elevación de los líquidos, sino a la aviación, las asombrosas propiedades del tornillo de Arquímedes. Alojan, pues, sus semillas en ligeras espirales, de tres o cuatro revoluciones, admirablemente construidas, intentando con ello hacer más lenta su caída y, por consiguiente, prolongar con la ayuda del viento su viaje aéreo. Una de ellas, la amarilla, hasta ha perfeccionado el aparato de la roja guarneciendo los bordes de la espiral de una doble hilera de puntas, con la intención evidente de engancharla al paso, ya a la ropa de los transeúntes, ya a la lana de los animales. Claro es que espera unir las ventajas de la aerofilia, es decir, de la diseminación de las semillas por medio de los carneros, cabras, conejos, a las de la anemofilia o diseminación por medio del viento. Las pobres alfalfas rojas y amarillas se equivocaron. Sus notables tornillos no les sirven para nada. No podrían funcionar sino cayendo de cierta altura, de la cima de un árbol o de una alta gramínea; pero, construidas al nivel de una hierba, apenas han dado un cuarto de vuelta cuando ya tocan el suelo. Tenemos aquí un curioso ejemplo de los errores, de los tanteos, de las experiencias y de los pequeños desengaños, bastantes frecuentes, de la naturaleza: porque es preciso no haberla estudiado mucho para afirmar que la naturaleza no se equivoca nunca. Observemos, de paso, que otras variedades de alfalfas, sin hablar del trébol —otra leguminosa amariposada que casi se confunde con esta de la que nos ocupamos aquí— no han adoptado esos aparatos de aviación: se atienen al método primitivo de la vaina. En una variedad de la alfalfa, la Medicago aurantiaca, se observa claramente la transición de la vaina torcida a la hélice. Otra variedad, la Medicago scutellata, redondea esa hélice en forma de bola. Parece, pues, que asistimos al apasionante espectáculo de una especie en trabajo de invención, a los ensayos de una familia que aún no ha fijado su destino y busca la mejor manera de asegurar el porvenir. Debió ser en el curso de esa indagación cuando la alfalfa amarilla, desengañada de la espiral, le añadió las puntas, diciendo, no sin razón, que puesto que su follaje atrae a las ovejas, es inevitable y justo que estas asuman el cuidado de su descendencia. ¿Y no es gracias a ese nuevo esfuerzo y a esa buena idea como la alfalfa de flores amarillas se encuentra más diseminada que su robusta prima de flores rojas?

©Silvia Andrade, flor herbácea no identificada, 2018. Cortesía de la artista y Zopilote Rey ©Silvia Andrade, flor herbácea no identificada, 2018. Cortesía de la artista y Zopilote Rey

V

No es solamente en la semilla o en la flor, sino en la planta entera, tallo, hojas y raíces, donde se descubren, si quiere uno inclinarse un instante sobre su humilde trabajo, numerosas huellas de una inteligencia perspicaz. Recordemos los magníficos esfuerzos hacia la luz de las ramas contrariadas, o la ingeniosa y valiente lucha de los árboles en peligro. Yo no olvidaré nunca el admirable ejemplo de heroísmo que me daba el otro día, en Provenza, en las agrestes y deliciosas gargantas del Loub, embalsamadas de violetas, un enorme laurel centenario. Se leía fácilmente en su tronco atormentado y, por decirlo así, convulsivo, todo el drama de su vida tenaz y difícil. Un pájaro o el viento, dueños de los destinos, habían llevado la semilla al flanco de una roca que caía perpendicularmente como una cortina de hierro; y el árbol había nacido allí, a doscientos metros sobre el torrente, inaccesible y solitario, entre las piedras ardientes y estériles. Desde las primeras horas, había enviado las ciegas raíces a la larga y penosa búsqueda del agua precaria y del humus. Pero eso no era más que el cuidado hereditario de una especie que conoce la aridez del Midi. El joven tronco tenía que resolver un problema mucho más grave y más inesperado: partía de un plano vertical, de modo que su cima, en vez de subir hacia el cielo, se inclinaba sobre el abismo. Había sido necesario, a pesar del creciente peso de las ramas, corregir el primer impulso, acodillar, tenazmente, ras con ras de la roca, el tronco desconcertado y mantener así —como un nadador que echa atrás la cabeza— con una voluntad, una tensión y una contracción incesantes, derecha y erguida en el aire, la pesada y frondosa corona de hojas. Desde entonces, en torno a ese nudo vital, se habían concentrado todas las preocupaciones, toda la energía consciente y libre de la planta. El codo, monstruoso, hipertrofiado, revelaba una por una las inquietudes sucesivas de una especie de pensamiento que sabía aprovecharse de los avisos que le daban las lluvias y las tempestades. De año en año, se hacía más pesada la copa de follaje, sin más cuidado que el de desarrollarse en la luz y el calor, mientras que un cancro obscuro roía profundamente el brazo trágico que la sostenía en el espacio. Entonces, obedeciendo a no se qué orden del instinto, dos sólidas raíces, dos cables cabelludos, salidos del tronco a más de dos pies por encima del codo, lo habían amarrado a la pared de granito. ¿Habían sido realmente evocados por el apuro, o esperaban, quizá previsores, desde los primeros días la hora crítica del peligro para redoblar su auxilio? ¿No era más que una feliz casualidad? ¿Qué ojo humano asistirá jamás a esos dramas mudos y demasiado largos para nuestra pequeña vida?

VI

Entre los vegetales que dan las pruebas más sorprendentes de iniciativa, las plantas que pudiéramos llamar “animadas” o “sensibles” tendrían derecho a un estudio detallado. Me contentaré con recordar los espantos de la sensitiva. Otras hierbas de movimientos espontáneos son más ignoradas, principalmente las hedisáreas, entre las cuales la Hedysarum gyrans, o esparcilla oscilante, se agita de una manera sorprendente. Esta pequeña leguminosa, oriunda de Bengala pero con frecuencia cultivada en nuestros invernaderos, ejecuta una especie de danza perpetua y complicada en honor de la luz. Sus hojas se dividen en tres folíolos: uno ancho y terminal y dos estrechos y plantados en el nacimiento del primero. Cada uno de estos folíolos está animado de un movimiento propio y diferente. Viven en una agitación rítmica, casi cronométrica e incesante. Son tan sensibles a la claridad que su danza se hace más lenta o se acelera según las nubes velan o descubren el pedazo de cielo que ellos contemplan. Son, como se ve, verdaderos fotómetros; y mucho antes de la invención de Crook, otoscopios naturales.

©Silvia Andrade, *Acalypha gaumeri*, 2018. Cortesía de la artista y Zopilote Rey©Silvia Andrade, Acalypha gaumeri, 2018. Cortesía de la artista y Zopilote Rey

VII

Pero esas plantas, a las cuales habría que añadir la hierba de la gota, las dioneas y muchas otras, son ya seres nerviosos que pasan un poco la cresta misteriosa y probablemente imaginaria que separa el reino vegetal del animal. No es necesario remontarse tanto para encontrar tanta inteligencia y casi tanta espontaneidad visible en el otro extremo del mundo que nos ocupa, en las profundidades en que la planta se distingue apenas del limo o de la piedra: me refiero a la fabulosa tribu de las criptógamas, que no se pueden estudiar sin ayuda del microscopio. Por esto haremos caso omiso de ella, aunque el juego de las esporas del hongo, del helecho y sobre todo de la asperuela sea de una delicadeza, de una ingeniosidad incomparables. Pero entre las plantas acuáticas, que habitan en limos y fangos originales, se operan no menos secretas maravillas. Como la fecundación de sus flores no puede hacerse debajo del agua, cada una de ellas ha imaginado un sistema diferente para que el polen pueda diseminarse en seco. Así es que las zosteras, es decir, el vulgar varece con que se hacen colchones, encierran cuidadosamente su flor en una verdadera campana de buzo. Los nenúfares envían la suya a que se abra en la superficie del estanque, donde la mantienen y nutren sobre un interminable pedúnculo que se alarga tan pronto como se eleva el nivel del agua. El falso nenúfar (Villarsia nymphoides), al no poseer un pedúnculo alargable, suelta simplemente las suyas, que suben y estallan como burbujas. El tríbulo acuático o castaña de agua (Trapa natans), las provee de una especie de vejiga llena de aire; suben, se abren y, verificada la fecundación, el aire de la vejiga es reemplazado por un líquido mucilaginoso más pesado que el agua y todo el aparato vuelve a bajar al limo donde madurarán los frutos. El sistema de las utricularias es aún más complicado. He aquí como lo describe M. H. Bocquillon en La vida de las plantas: “Esas plantas, comunes en los estanques, fosos, pantanos y charcas de fondo cenagoso, no son visibles en invierno, pues descansan sobre el lodo. Su tallo prolongado, endeble, rastrero, se halla provisto de hojas reducidas a filamentos ramificados. En la axila de las hojas así transformadas se nota una especie de bolsita piriforme cuyo extremo superior y agudo se halla provisto de una abertura. Esta abertura lleva una válvula que no puede abrirse sino de fuera hacia dentro; los bordes se hallan guarnecidos de pelos ramificados; el interior de la bolsita está tapizado de otros pelitos secretores que le dan el aspecto del terciopelo. Cuando ha llegado el momento de la floración, los utrículos axilares se llenan de aire; cuanto más tienda ese aire a escaparse, mejor cierra la válvula. En definitiva, da a la planta una gran ligereza que la hace subir a la superficie del agua. Solo entonces es cuando se abren esas encantadoras florecitas amarillas que simulan caprichosas bocas de labios más o menos hinchados y cuyo paladar aparece estriado de líneas anaranjadas o ferruginosas. Durante los meses de junio, julio y agosto, muestran sus frescos colores en medio de restos vegetales, elevándose graciosamente sobre el agua fangosa. Pero la fecundación se ha efectuado, el fruto se desarrolla y los papeles cambian; el agua ambiente pesa sobre la válvula de los utrículos, la abre, se precipita en la cavidad, aumenta el peso de la planta y la obliga a bajar nuevamente al cieno”. ¿No es curioso ver reunidas en ese pequeño aparato inmemorial algunas de las más fecundas y recientes invenciones humanas: el juego de las válvulas, la presión de los líquidos y el aire, ese principio estudiado y utilizado por Arquímedes? Como lo hace observar el autor que acabamos de citar, “el ingeniero que por primera vez amarró al buque sumergido un aparato de flotación, no sospechaba que un procedimiento análogo estaba en uso desde hacía millares de años”. En un mundo que creemos inconsciente y desprovisto de inteligencia, nos imaginamos que la menor de nuestras ideas crea combinaciones y relaciones nuevas. Examinando las cosas desde más cerca, parece probable que nos es imposible crear nada. Venidos los últimos sobre el planeta, encontramos simplemente lo que siempre ha existido, y repetimos como niños maravillados la ruta que la vida había hecho antes que nosotros. Y es muy natural que así sea. Pero volveremos sobre este punto.

VIII

No podemos dejar las plantas acuáticas sin recordar brevemente la vida de la más romántica de ellas: la legendaria valisneria, cuyas bodas forman el episodio más trágico de la historia amorosa de las flores. La valisneria es una hierba bastante insignificante que no tiene nada de la gracia extraña del nenúfar o de ciertas cabelleras submarinas. Pero se diría que la naturaleza se ha complacido en poner en ella una hermosa idea. Toda la existencia de la pequeña planta transcurre en el fondo del agua, en una especie de semisueño, hasta la hora nupcial en que aspira a una vida nueva. Entonces la flor hembra desarrolla lentamente la larga espiral de su pedúnculo, sube, emerge, domina y se abre en la superficie del estanque. De un tronco vecino, las flores masculinas que la vislumbran a través del agua iluminada por el sol se elevan a su vez, llenas de esperanza, hacia la que se balancea, las espera y las llama en un mundo mágico. Pero a medio camino se sienten bruscamente retenidas; su tallo, manantial de su vida, es demasiado corto; no alcanzarán jamás la mansión de luz, la única en que pueda realizarse la unión de los estambres y del pistilo. ¿Hay en la naturaleza una inadvertencia o prueba más cruel? ¡Imaginaos el drama de ese deseo, lo inaccesible que se toca, la fatalidad transparente, lo imposible sin obstáculo visible!… Es como nuestro propio drama en esta tierra, aunque interviene un elemento inesperado. ¿Tenían los machos el presentimiento de su decepción? Lo cierto es que han encerrado en su corazón una burbuja de aire, como se encierra en el alma un pensamiento de liberación desesperada. Se diría que vacilan un instante, luego, con un esfuerzo magnífico —el más sobrenatural que yo sepa en los mundos de los insectos y de las flores—, para elevarse hasta la felicidad, rompen deliberadamente el lazo que los une a la existencia. Se arrancan de su pedúnculo, y con un incomparable impulso, entre perlas de alegría, sus pétalos rompen la superficie del agua. Heridos de muerte, pero radiantes, flotan un momento al lado de sus indolentes prometidas; se verifica la unión, después de lo cual los sacrificados perecen a merced de la corriente, mientras que la esposa, ya madre, cierra su corola en que vive su último soplo, arrolla su espiral y vuelve a bajar a las profundidades para madurar el fruto del beso heroico. ¿Hemos de empañar este hermoso cuadro, rigurosamente exacto pero visto por el lado de la luz, mirándolo igualmente por el lado de la sombra? ¿Por qué no? A veces hay por el lado de la sombra verdades tan interesantes como por el lado de la luz. Esa deliciosa tragedia no es perfecta sino cuando se considera la inteligencia y las aspiraciones de la especie. Pero si se observa a los individuos, se los verá a menudo agitarse torpemente y en contrasentido en ese plan ideal. Ahora las flores masculinas subirán a la superficie cuando todavía no hay flores pistiladas en la vecindad. Cuando el agua baja les permitiría unirse cómodamente a sus compañeras; no por eso dejarán de romper maquinal e inútilmente su tallo. Observamos aquí una vez más que todo el genio reside en la especie, la vida o la naturaleza; y que el individuo es más o menos torpe. Solo en el hombre hay emulación real entre las dos inteligencias, tendencia cada vez más precisa, cada vez más dirigida a una especie de equilibrio que es el gran secreto de nuestro porvenir.

©Silvia Andrade, *Capsicum annuum*, 2018. Cortesía de la artista y Zopilote Rey©Silvia Andrade, Capsicum annuum, 2018. Cortesía de la artista y Zopilote Rey

Maurice Maeterlinck, La inteligencia de las flores, Zopilote Rey, Oaxaca, 2019, pp. 9-29. Se reproduce con autorización.

Imagen de portada:©Silvia Andrade, Acalypha gaumeri, 2018. Cortesía de la artista y Zopilote Rey.
Todas las imágenes fueron tomadas empleando un microscopio electrónico de barrido del Centro de Investigación Científica de Yucatán