Los derviches de mi orden se rehúsan a girar

Vidas al margen / dossier / Abril de 2018

Mario Bellatin

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Espero que estés bien. Agradezco que luego de mi renuncia hayas hecho caso a mi petición de ser eliminado de tu lista de autores. Te escribo ahora porque mis compañeros de orden están sumamente preocupados, pues tanto tú como tus empleados aparecen de manera recurrente en sus sueños. Sabes que practico el sufismo, el ala mística del Islam. Aparte de los jueves, los derviches solemos reunirnos los lunes para intercambiar los sueños experimentados durante la semana. Los importantes son los místicos, los colectivos, los que van ocurriendo al mismo tiempo en distintas épocas de la Historia. Los miembros de mi orden estamos convencidos de que representan la verdadera realidad. El tiempo y el espacio auténticos por el que transcurren nuestras vidas. Es por eso que, en muchas ocasiones, sin que hubiese un propósito específico, nos vemos envueltos en circunstancias insólitas, en lugares que dan la impresión de no existir, donde casi nunca tenemos una conciencia clara de si nos encontramos en un futuro lejano o en un pasado tan distante que ha sido olvidado incluso por la memoria de la especie humana. Nos movemos en tiempos alargados, suele decirnos siempre quien dirige la mezquita a la que pertenezco. El caso que ahora me preocupa es que hace más de un mes, tú y varios de tus empleados, como el empleado B. o la abogada C. aparecen en los sueños de mis hermanos derviches entremezclados con sucesos de barbaries, matanzas colectivas, niños asesinando a sus padres por idólatras. Los han visto en medio de cacerías de animales antediluvianos, dentro de las fosas clandestinas que aparecen cerca de mi mesa de trabajo. Han estado también involucrados activamente en procesos a los que fueron sometidos algunos mártires del misticismo, como el santo Mansur Al Hallaj, ejecutado por llevar hasta las últimas consecuencias su fe en la existencia de otro nivel de realidad. También pude escuchar, en un sueño propio, la voz del escritor Ryunosuke Akutagawa, una frase en especial que hace más de veinte años utilicé como epígrafe de mi libro Shiki Nagaoka: “En el hombre conviven dos sentimientos opuestos. No hay nadie, por ejemplo, que ante la desgracia del prójimo, no sienta compasión. Pero si esa misma persona consigue superar esa desgracia, ya no nos emociona mayormente. Exagerando, nos tienta a hacerla caer de nuevo a su anterior estado. Y sin darnos cuenta sentimos cierta hostilidad hacia ella”. Me sentí interpelado ante esa frase. Creo que sabes que soy un minusválido, que sólo cuento con un dedo, y que desde mi nacimiento todas las posibilidades laborales han estado cerradas para mí. En el mundo de los oficios no hay espacio para alguien como yo. Ignoro si te has puesto a pensar en eso. Sabes también, supongo, que provengo de una familia malvada, funesta, miserable. Mi padre solía encerrarnos en el sótano la jornada completa. Mi madre nos cocinaba cualquier cosa con tal de salir del paso. Mis hermanos también eran deformes. Algunos carecían de uno o de más dedos. Tenía una hermana que en lugar de boca poseía una trompa como la de un elefante. Otro era tan alto que siempre debía andar con la cabeza agachada, sobre todo cuando se encontraba en el sótano bajo las órdenes de nuestro progenitor. Oíamos desde temprano los sonidos guturales con los que mi padre anunciaba el día. Mi madre le hacía el coro. En realidad, daba gritos matutinos afirmando que ésa no podía ser su familia. Que sus verdaderos retoños eran bellos y completos, y no los monstruos que estaba obligada a alimentar. Acto seguido regaba azúcar en el patio con el fin de que se llenara de las hormigas que luego nos daría para desayunar. Por eso siempre he pensado, A. W., que no es malo comer insectos, siempre y cuando se los sepa cocinar. Con frecuencia me llegaba un susurro que podría identificar con la frase “Escápate”. En ese entonces no podía actuar en consecuencia. No contaba con ningún lugar adonde ir. Para darme algo de consuelo mi hermana hacía sonar de vez en cuando su trompa. Me encantaba escucharla. En otras ocasiones, le curaba a mi hermano las heridas que se causaba en la cabeza por golpearse todo el tiempo contra el techo. Dentro de todo, era hasta cierto punto feliz, aunque sentía que algo me faltaba viviendo en aquellas condiciones. No era solamente la luz que se me negaba en forma constante. Tampoco la carencia de agua potable. Tomábamos agua de lluvia, un vaso al día, que mi padre recolectaba en un inmenso tanque de latón. Todo iba más o menos bien hasta el día que encontré, refundida en aquel sótano, una antigua máquina de escribir, una Underwood portátil modelo 1915. Yo, como la mayor parte de mis hermanos, no había nacido completo. Fue la razón por la que a los ocho años de edad empecé a teclear aquella máquina utilizando un único dedo. Me da la impresión de que con ese dedo lo he hecho todo. Desde aquel ruido descomunal de teclas que desesperaban profundamente a mis padres, hasta el diario donde he ido anotando los sucesos ocurridos a partir de que uno de tus empleados me solicitó formar parte de tu agencia. Ver en letra de molde lo producido por ese dedo, me da la sensación de tener una presencia real en este mundo. Aunque entiendo, luego de mis reuniones de los lunes con los demás derviches, que se trata sólo de una presencia ilusoria, ya que según la sheika que dirige nuestra orden sufí la verdadera realidad se encuentra en los sueños que vamos experimentando los hermanos de la orden. Es por eso que ignoro en qué plano de realidad nos encontrábamos cuando uno de mis hermanos derviches comenzó a relatar, el lunes pasado, haber sido testigo de la aparición de un personaje que, para efectos prácticos, podemos llamar señor Níspero, vestido como un beduino del desierto quien, impulsado por preceptos sagrados, se arrodillaba ante mí para rogarme que me afiliara a la agencia que lleva tu nombre: la famosa W. Agency. Acto seguido, otro de los hermanos reunidos, el joven Alí, añadió que debía aceptar, sin pensarlo dos veces, los ruegos de aquel sujeto. Ser miembro de W. Agency sería la prueba necesaria para saber qué tan verdaderos podían ser tanto mi temple místico como la sentencia de Akutagawa con respecto a la conducta de las personas ante alguien que en algún momento generó compasión. En efecto, ya para entonces con ese dedo, aparte de escribir los primeros cuentos había publicado decenas de libros y conseguido un número apreciable de lectores. Habían aparecido en mi vida, en la de aquel ser de un solo dedo, un cúmulo de editores, agentes, críticos, traductores, libreros, bibliotecarios, estudiantes de posgrado y especialistas abocados al estudio de mis propios libros. Incluso, en cierta ocasión, fui sentado en el banquillo de los acusados en un tribunal, bajo el cargo, imagino, de escribir con un dedo. Tuve que oír aquel lunes el sueño donde se me informaba de la repentina aparición del señor Níspero en el imaginario nocturno y sagrado de uno de los derviches, para entender lo que desde siempre se me quiso informar: que mi nacimiento nunca me sería perdonado. ¡Pensar que me vi obligado a transitar por tantas dificultades por culpa del dedo que poseo! De ese único dedo que repudiaron mis padres la primera vez que lo vieron. En cierta época de mi vida fue motivo de conmiseración y vergüenza, pero cuando ese dedo logró sobresalir, no sólo no fue perdonado sino que empezó a ser perseguido con el fin de lograr su total destrucción. Me rehúso a creer, a pesar de la opinión contraria de la sheika —líder espiritual de mi orden—, que tú, A. W., seas ahora quien encarna esa misión. El ente enviado para lograr tal objetivo. Eso resultaría inaceptable. Pondría en entredicho tu prestigio como aliado implacable e insobornable de los autores de fama mundial. ¿Quién podría pensar que buscas aniquilar al único autor minusválido que engalanaba tu lista de escritores? Debe haber un error al pensar que con engaños hiciste que ese único dedo firmara un papel donde se hacía cargo de una deuda que no le correspondía. Sí, es cierto, el papel firmado existe, pero no se conocen las maniobras utilizadas para obligar al autor a validarlo. Ha de haber un error de cálculo en el mensaje que les es revelado una y otra vez los lunes a los compañeros de mi orden. Los derviches no pueden equivocarse, por eso es que todos estamos tan alarmados con esos sueños donde aparecen genocidios, el subagente B. desastres naturales, la abogada C. plagas naturales, tu propia persona. Debo confesarte, A. W., que en un principio esta práctica de intercambio de sueños me parecía absurda. Este último mensaje, donde los derviches me hablan de la súbita presencia nocturna de todas esas personas que trabajan para ti me lo corrobora. No creo que tú también seas parte de ese ejército de verdugos, enviado por el destino, que buscan la desaparición del único dedo del que dispongo. De esa fila de asesinos en potencia que comenzó con mis propios padres, quienes en más de una ocasión trataron de destruir la máquina de escribir hallada en el sótano, seguida luego por mis compañeros de escuela, quienes se burlaban de forma sistemática de mi dedicación a un ejercicio tan fuera de lo normal como escribir. Siguieron luego varios editores malintencionados, que publicaron decenas de ejemplares sin mi consentimiento. No, es imposible que A. W. forme parte de esa caterva. Me gustaría saber, entonces, para ascender a otros niveles más sublimes de realidad, cuáles son las razones por las que tu agencia actúa de esa manera conmigo. Acepto convivir con cientos de aves transparentes, con hombres provenientes de la antigüedad luciendo largas y bruñidas barbas, con seres degollados —en mi orden la aparición de decapitados se considera una bendición—, en un mundo donde los padres o los hijos de mis conocidos pueden ser asesinados en cualquier momento a mansalva. Sobre los cuerpos de las víctimas, luego de los crímenes y en señal de advertencia, acostumbran dejar carteles intimidatorios. Habito, A. W., en un universo donde algunos hijos cortan de tajo los pies de sus madres por seguir siendo politeístas. En un planeta donde el amor verdadero se presenta de las formas más perversas. Nunca llegaré a entender del todo esta fe que profeso, milenaria por lo visto. Y tampoco la razón por la cual tengo una deuda con tu agencia. Quizá no fui engañado por ti sino por tu demiurgo: el señor Níspero. Antes de esa aparición, mis compañeros de orden habían descubierto otros mensajeros del odio al dedo. Por ejemplo, el dueño de una editorial europea, quien había comenzado a publicar mis libros, recibiendo un importante subsidio estatal por hacerlo, sin pagarme nada: “nos tienta hacerla caer a su estado anterior…”, afirma el maestro Akutagawa. Cuando el señor Níspero y los demás miembros de tu agencia se lo reclamaron, aquel editor pagó, pero tus empleados no sólo le devolvieron ese dinero sino que hicieron circular una carta en el mercado del libro europeo donde fue acusado de malas prácticas. ¿Quién iba a pensar, A. W., que los encargados por el destino para la destrucción del dedo no actúan solos? El editor europeo estaba casado con una abogada, la misma que redactó el contrato original, con la cláusula donde se estipulaba que en caso de no cumplir con el pago, el editor tenía el plazo de un mes para pagar a partir del momento en que esto fuera detectado. La abogada elaboró un expediente con tu devolución inapropiada acompañada de la carta donde los acusabas de malos manejos, e interpuso una demanda contra la W. Agency de muchos miles de dólares en los tribunales de Nueva York. ¿Será eso cierto? Al menos eso fue lo que informó el lunes siguiente en la mezquita el joven Alí al relatar el sueño que había experimentado la noche anterior. Había visto, vestido esta vez con una burka, al señor Níspero, quien le relató cómo, por una impericia tanto propia como de los abogados de la W. Agency, no se había leído el contrato antes de devolver el dinero y mandar la carta acusatoria. En aquel sueño, el señor Níspero le confesó que la W. Agency se encontraba en un grave aprieto tanto económico como moral. Existía el peligro —esto lo dijo una de mis hermanas de orden cuya familia había sido asesinada el año anterior por un comando militar— de que la reputación tuya, la de A. W., el infalible agente que siempre hace jugadas maestras, quedaría en entredicho al hacerse pública una torpeza elemental de parte de sus empleados. ¡Inescrutable Allah, Mohammed —la paz divina sea con él— que manda cada vez emisarios más sofisticados para desaparecer mi dedo maldito! Esa noche, en mis propios sueños se me presentó el dichoso señor Níspero —al fin lo conocí en el mundo onírico al que le tengo tanta devoción— pero esta vez aparecía vestido de odalisca. Parecía querer pasar inadvertido, sin embargo su físico lo delataba sin piedad. Me susurró, aunque no lo puedo asegurar, que la agencia iba a arreglar el asunto fuera de los tribunales, que le pagarían al editor europeo una cifra menor pero igualmente suculenta, y que le hiciera el favor —me divertía la forma en que movía el vientre desnudo mientras hablaba— de firmar un pequeño papel, una insignificancia, donde me comprometía a permitir que me fueran reteniendo de los inmensos ingresos futuros que conseguiría W. Agency, casi la mitad del dinero acordado. Fue tan gracioso ese sueño si lo comparo con el que había experimentado la noche anterior. Imagínate que veinticuatro horas antes había soñado nada menos que con el patíbulo de Mansur Al Hallaj, el santo sufí por excelencia. Había estado inmerso en aquel asesinato, en el crimen de un mártir, condenado por los mismos musulmanes por haber hecho la afirmación de que Él era la Verdad y, por consiguiente, Dios. Todo eso ocurría mientras grupos fanatizados protestaban —muchos de ellos inmolándose públicamente— contra la invasión extranjera. Transcurría en un tiempo donde las mujeres transportaban explosivos en los pechos. Cuando los muchachos del desierto, acompañados de sus perros de colas enroscadas, buscaban en las dunas los valiosos fragmentos de aerolitos que aún parecían abundar en la región. Se hablaba en ese entonces también del Antiguo Testamento, pues se habrían encontrado nuevos pergaminos que formaban parte de su génesis. Ese sueño, A. W., el del patíbulo de Mansur Al Hallaj, no se lo deseo a nadie. El santo fue torturado cruelmente por la multitud. Cercenaron sus miembros hasta dejar únicamente el tronco con vida. Fue conmovedor apreciar el empecinamiento del santo sufí al proclamar, a pesar de las torturas, que él era la Verdad y, por consiguiente, Dios. Sólo el pétalo de una rosa que cayó repentinamente justo en el centro de su pecho lo llevó a sentir de pronto todo su dolor y aceptar con humildad su destino. Frente a una experiencia de tal orden, que al día siguiente se me apareciese el señor Níspero vestido de manera indecorosa para hacerme una proposición semejante me pareció casi una broma. Recuerdo, entre sueños, que me dijo que sólo debía firmar y que ya estaban en marcha una fila de contratos futuros —dijo que tú ya los habías conseguido— que harían de este suceso un tropiezo sin importancia. Más tarde, creo que ya hacia el amanecer, lo oí de nuevo. Me repetía que necesitaba la firma con urgencia para que la aventura emprendida juntos —ser parte del equipo de la W. Agency— siguiera adelante. Quizá no lo sepas, pero vivo de manera austera. Han sido ya tantos los emisarios que han aparecido con la misión de desactivar el dedo, que no cuento ni siquiera con una impresora para apreciar en papel los textos que voy escribiendo. Tuve que esperar a que fuera el día declarado para dirigirme a un mercado cercano, donde suelo ordenar mis impresiones en un puesto callejero. Era tal la urgencia que mostraba el señor Níspero y tantos sus ofrecimientos, que mandé a imprimir el compromiso como pude, lo firmé y envié la imagen por correo electrónico de regreso. Ya cuando estaba despierto del todo —había ido al mercado medio dormido— recapacité en que no debí haberlo hecho. ¿Quién me garantizaba que un anciano vestido de odalisca, aparecido de la nada en mitad de la noche, estuviera diciendo la verdad? Yo no era el demandado. A quien acusaban era a Mansur Al-Hallaj por considerarse Dios. El otro acusado era mi dedo, especialmente por mi madre cuando se empeñaba en no darnos sino insectos como alimento. Pensé en todo eso y, sin embargo, no me arrepentí de haberlo hecho a pesar de que la demanda iba dirigida únicamente a la agencia que lleva tu nombre. Yo soy sufí, recuérdalo, A. W. Sufí y discapacitado. No puedo sino confiar en la voluntad divina y, por ende, en la de los hombres. Tengo el deseo sagrado de comprobar que el bien puede encarnarse en el hombre de una manera plena. Seguiré en esa búsqueda en lo que me quede de vida terrenal: en el hallazgo del prototipo del ser de bien. Y yo creo que tú lo eres. Imagino que el mal está en otra parte. Presente en un padre que impide que sus hijos salgan de un sótano para que los demás no se enteren de que su familia está compuesta sólo de lisiados. En un editor europeo que trató de aprovecharse de una serie de beneficios públicos en detrimento del único dedo que escribió más de treinta libros, que fue traducido a más de veinte idiomas, que ha aparecido en las portadas de los diarios más importantes del mundo, que fue bautizado por el New Yorker como el literary prankster. Tú no, A. W. Aquel personaje que aparece semidesnudo junto a sus compañeros de The Factory en una foto colgada en el umbral de tu agencia, ¿haría algo así tu amigo Warhol? Por lo que sé sus maldades eran de una sofisticación mayor. No creo que tu buen amigo Bowie, a quien te vi llorar tanto cuando murió, esté muy de acuerdo con una acción como la que estás ejerciendo. Menos Patti Smith, quien con frecuencia viene a un bar cercano a quejarse a viva voz de las injusticias del mundo. Mientras giro junto a los demás derviches durante la ceremonia de los jueves en remembranza de Rumí, una voz aparecida seguramente del mismo movimiento me dice que llegará el momento en que comprendas lo que estás haciendo y dejes sin efecto tus acciones en mi contra. Es lo que me comentan los derviches, a quienes te les apareces cada noche, que no es bueno, bajo ningún punto de vista, quedarse de manera injusta con el total de las ganancias de un minusválido que no tiene otra manera de ganarse la vida. Quedarse con todo el producto de libros cuyos editores consiguió el propio minusválido, y que, por ética, permitió que tus empleados gestionaran los contratos. ¿Qué pretendes? Es lo que muchos de mis hermanos de orden intentan saber. No necesitan esa información para velar por mi beneficio, sino porque sueñan con la situación una y otra vez. Ignoro si te lo he informado antes, pero mi orden está basada en el principio de Sueño y Revelación. Los derviches sólo desean desentrañar de manera mística esta conducta que consideran abusiva. ¿Se trata de una nueva forma de entender lo empresarial? ¿Un retroceso en el tiempo? Eso quizá pueda ser interesante para que los sufís entiendan el posible significado de tu presencia, la de B., la de C. y la del señor Níspero en sus sueños místicos. Igual puede ser la señal de un retroceso a etapas primitivas, donde la conducta de los primeros hombres se confundía con la de los animales primarios. Alguien de la orden, versado en asuntos de economía, aventuró que tu acción puede estar relacionada con eso que se conoce como el Capitalismo Salvaje. ¿Los tiempos de la Revolución Industrial tal vez? ¿Por qué no asumes la responsabilidad de tu empresa? ¿Los daños causados por tus empleados? ¿Por qué no sancionas a los responsables de los actos torpes que han cometido? La respuesta no la solicito yo, que estoy más que acostumbrado a este tipo de atropellos. La piden los derviches, que no pueden avanzar de manera sana por el sendero claro por el que los suelen guiar sus sueños. Y no lo pueden hacer porque no comprenden la empecinada irrupción, en las imágenes que tanto anhelan disfrutar, de ciertos miembros de la W. Agency en medio de sus rutinas sagradas e impecables. Los derviches quieren volver a girar sobre su eje en alabanza a lo divino y transparente. El empeño desmedido en cobrar hasta el último centavo de una deuda injusta, me dicen en la mezquita, es sólo producto de la tozudez de no querer aceptar que se cometió un grave error que se debe subsanar. “Es algo inaudito”, eso es lo que imagino repite en voz alta mi madre al constatar, mostrando una oscura alegría, que este mundo no está hecho para alguien de un solo dedo —salvo que decida pedir limosna en las esquinas—. Mi madre que, mostrando una amplia sonrisa de triunfo, afirma que con tu ayuda, A. W., este universo no va a soportar no sólo contenerme, sino menos aún que ese único dedo —ya lo dijo Akutagawa— se convierta en uno mejor que aquel que lo acusa.

Ilustración de Fernando Monroy (Estudio Herrera), 2018

Imagen de portada: Ilustración de Fernando Monroy (Estudio Herrera), 2018.