dossier Nacionalismos DIC.2025

Pedro Derrant

En contra del poeta nacional (o cómo el PRI secuestró a Ramón López Velarde)

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Las figuras del Quijote […] habían adquirido vida propia, autónoma, como pasa en todas las grandes obras de arte. Y entonces los comentaristas se apoderan vorazmente de ellas, las manipulan a su antojo, les hacen hablar y decir lo que ellos quieren y empieza a escribirse un poco un nuevo Quijote, no ya más allá de Cervantes, sino a veces casi contra Cervantes. JOSÉ MARÍA PEMÁN

Siempre fieles a nuestra sensibilidad televisiva, en México nos hemos contado la historia de la literatura como un extenso melodrama. Nos molestan los personajes enmarañados, los claroscuros, las fallas de carácter. De ahí que a veces confundamos la simpatía ideológica con la validación estética —es de buen gusto declararse de izquierda y hablar mal de Octavio Paz— o que selectivamente omitamos los detalles que ensucian la memoria de nuestros mejores escritores —la gente frunce el ceño si uno menciona a Elena Garro y el movimiento del 68—. Queremos que nuestros artistas sean también modelos de virtud. Y, entonces, empezamos a inventar. Me interesa contar aquí una de esas ficciones del sentimentalismo patrio: la que ha hecho de Ramón López Velarde el poeta nacional de México.

​ El año es 1921. Ramón López Velarde tiene 33 y está en la cima de su fama literaria. Luego de publicar Zozobra (1919), un libro rarísimo con el que creó un estilo que no se parece a nada que se hubiera publicado antes en México, finalmente cumple el vaticinio que Julio Torri había hecho años atrás en una reseña a su primer poemario: “López Velarde es nuestro poeta de mañana”.1 La originalidad que vislumbró el crítico emanaba de las violentas contradicciones morales que López Velarde había traducido a no menos violentas contorsiones poéticas: Ramón, dividido entre los mandamientos de su educación católica y las pulsiones de su cuerpo, había empezado a escribir con un lenguaje hermético que tenía el propósito paradójico de revelar y, al mismo tiempo, ocultar el sentido de sus palabras. Como la confesión de un pecador que no se arrepiente del todo (o que sabe, de antemano, que pretende reincidir), los poemas de López Velarde dicen, pero se retractan; enseñan, pero al instante esconden. Son barrocos no sólo por desafiantes, sino porque sus dificultades brotan de una sensibilidad llena de culpa. En una de sus mejores páginas, por ejemplo, revela opacamente su afición por los burdeles y el miedo de haberse contagiado de sífilis:

Una vez y otra vez envenenado en el jardín de los deleites, no asomaron ni la desesperación, ni la venganza, ni siquiera un inicial disgusto. Antes bien, germinó la solemne complacencia de los señalados por la diosa […]. El furor de gozar gotea su plomo derretido sobre nuestra hombría; inútil y cobarde querer salvarnos de la crapulosa angustia.2

​ Éstos eran el tono y los temas de López Velarde: el sexo, la culpa, la enfermedad, la muerte. Sin embargo, en 1921 algo cambió.

​ Nadie sabe con certeza si lo sedujeron las celebraciones por el Centenario de la Independencia, si José Vasconcelos —rector de la Universidad y jefe de facto de El maestro. Revista de cultura nacional— lo persuadió de escribir al respecto o si se trató de una evolución natural de sus intereses, pero entre abril y junio de ese año López Velarde dio un golpe de timón y publicó en aquella revista dos textos que ensayan un tema inesperado para una literatura que, hasta entonces, parecía preocuparse sólo por el desasosiego personal: la patria.

Saturnino Herrán, retrato de Ramón López Velarde, 1916. Cortesía de Galerías Castillo.

​ “Novedad de la Patria”, el primero, no necesita más que las tres páginas que ocupa en el primer número de El maestro, de abril de 1921, para poner en jaque el orgullo nacionalista que circulaba en México por entonces. En un inicio, vuelve su mirada hacia el pasado inmediato del país, el del régimen de Díaz, y lo juzga por su pomposidad, su falta de modestia y su vocación a lo exterior. Ni siquiera los treinta años de paz lo persuaden de ser más amable con la dictadura, culpable del “vicio supremo de la superficialidad”.3 Luego, mira hacia el presente y observa el contraste de un país desolado por la guerra y la pobreza, que, en su radical destrucción, al menos le parece verdadero. El ensayo aterriza en una conclusión inusitada: tal vez han sido necesarios “los años del sufrimiento para concebir una Patria menos externa, más modesta y probablemente más preciosa […], no histórica ni política, sino íntima”.

​ El movimiento conceptual —que desplaza la valoración de la patria de sus elementos exteriores (es decir, de lo ligado a la historia y la política) a los interiores (lo que caprichosamente ama de ella cada uno de nosotros)— no es poca cosa. En lugar de doblar la rodilla a los mandatos de una sensibilidad colectiva, López Velarde propone que es suficiente adorar lo particular, lo intransferible, lo íntimo: no la plaza pública, sino las habitaciones más oscuras de la propia casa. López Velarde, tan amigo de las paradojas, nos regaló aquí una más: lo único que puede ligarnos como nación es que cada uno le sea fiel a aquello que nos distingue de los otros. Una patria en primera persona del singular: soy (y no somos); amo (y no amamos).

​ Tal vez el único que entendió a cabalidad la invitación fue José Emilio Pacheco, uno de sus mejores lectores, cuando escribió:

No amo mi patria. Su fulgor abstracto es inasible. Pero (aunque suene mal) daría la vida por diez lugares suyos, cierta gente, puertos, bosques, desiertos, fortalezas, una ciudad deshecha, gris, monstruosa, varias figuras de su historia, montañas —y tres o cuatro ríos.4

​ El escrito en el que López Velarde desarrolla plenamente los elementos de este caprichoso nacionalismo personal se publicó poco después. En el número 3, en junio de 1921, El maestro imprime “La suave Patria”, su composición más larga, más discutida y a la que más le debemos que pasara a la historia con el cuestionable título de poeta nacional.

​ Por encima, sus 153 endecasílabos no son más que estampas del territorio y las costumbres mexicanas: en ellos, habla del maíz, las minas, la fauna, los trenes, las fiestas patronales, la gastronomía… si uno se descuida, al fondo puede empezar a sonar el “Huapango” de Moncayo. Pareciera un poema en el que el paisajismo se hubiera resuelto en evasión, pero —así como en el Paisaje con la caída de Ícaro de Brueghel, la escena campestre nos distrae del hecho de que allá, en una esquina del lienzo, hay un hombre ahogándose en el mar— la superficie declamatoria de “La suave Patria” encubre varias rarezas que ponen entre signos de interrogación su lugar como gran poema del nacionalismo literario.

El maestro. Revista de cultura nacional, vol. 1, núm. 1, México, 1921. Universidad de Toronto, dominio público.

​ En la última estrofa del Primer Acto, por ejemplo, López Velarde compara el estruendo de una tormenta con el que harían dos esqueletos que salen del sepulcro para tener sexo de ultratumba (una de sus más mórbidas obsesiones): “Trueno del temporal oigo en tus quejas/ crujir los esqueletos en parejas”. Luego, en los versos finales, cuando hace un retrato de la Patria, se la imagina como una mujer de pechos grandes y sudados, ceñidos por una banda tricolor. La formulación es de un delicioso mal gusto: “la trigarante faja/ en tus pechugas al vapor”. El epíteto “poeta nacional” sólo podría sostenerse en la historiografía de nuestra literatura si admitiéramos que el nuestro es un nacionalismo lujurioso y necrofílico. La otra alternativa parece más prometedora: renunciar a un título que a todas luces es equívoco y cambiarlo, quizás, por otro que le venga mejor. He aquí mi propuesta: tal vez Ló­pez Velarde no deba ser nuestro poeta nacional, sino nuestro gran poeta camp.5

​ No obstante, estas disyunciones no deben distraernos de una rareza más significativa: la política. En 1908, Ramón López Velarde fue de los primeros en leer La sucesión presidencial en 1910 y en identificar a Madero como el hombre que habilitaría la transición hacia la democracia. Luego, en 1912, fue candidato suplente a una diputación por el Partido Católico Nacional y, cuando no ganó, se mantuvo en el debate público con una furiosa columna en La Nación. Aunque los siguientes años la deriva violenta de la Revolución lo sumió en un profundo desencanto —en 1913, Victoriano Huerta asesinó a Madero y, en 1914, las tropas de Villa ejecutaron a su tío, el cura Inocencio López Velarde—, el advenimiento de Carranza le ofreció un tenue, pero sólido, vislumbre de optimismo. Además del continuador del proyecto maderista, en él veía al gran pacificador que pasaría a cuchillo a las facciones más bárbaras de la revuelta popular: las de Zapata y Villa —que detestaba por partida doble: por el homicidio de su tío y porque a sus ojos encarnaban la amenaza comunista que aprendió a temer en sus lecturas de León XIII—. Al fin, en 1920, atestiguó el derrocamiento de Carranza por las tropas obregonistas e, incapaz de reponerse de otra decepción política, escribió “Novedad de la Patria” como una gran pregunta: ¿qué va a quedar del país luego de que el hambre, la traición y la guerra acaben con él? (La pregunta tiene una tenebrosa actualidad.)

​ Pienso que su respuesta, llena de pesimismo, está en “La suave Patria”: México no podría aguantar más caudillos, más planes (de San Luis, de Guadalupe, de lo-que-sea), ni más Revolución. Su propuesta de construir un nacionalismo íntimo (alejado de la historia y la política) adquiere, así, un matiz nuevo: es un intento desesperado por preservar algo —cualquier cosa— de la “mutilación de la metralla”.6 Por eso, al final del poema, escribe:

Patria, te doy de tu dicha la clave: sé siempre igual, fiel a tu espejo diario; cincuenta veces es igual el ave taladrada en el hilo del rosario, y es más feliz que tú, Patria suave.

​ La comparación de la Patria con el avemaría no es trivial. El único horizonte que parece ofrecerle lo que desea, conservar quieto el mundo que se extingue y cambia, es el catolicismo: “Te dará, frente al hambre y el obús,/ un higo San Felipe de Jesús”. La retrógrada solución lopezvelardeana consiste en recuperar la religiosa entraña de México y aferrarse a ella. El credo político del autor no es original, aunque sí lo es el convulso recorrido que hace para llegar a él. Es un poeta conservador.

El maestro. Revista de cultura nacional, vol. 1, núm. 3, México, 1921. Universidad de Toronto, dominio público.

​ Su apuesta política es la inmovilidad de las costumbres, la restitución (imposible) de todo lo que se perdió en la guerra. “La suave Patria” no sólo no es el gran poema de la Revolución mexicana, sino que es el gran poema de la reacción católica. Tienen razón quienes han dicho que a López Velarde le hubiera sido simpático el levantamiento cristero o que, llegado su momento, tal vez se hubiera afiliado al PAN.7 Decepcionado de las sublevaciones, de las promesas políticas, de los proyectos de futuro, pide un regreso al interior, que en su vocabulario es equivalente a un regreso a lo anterior.

​ Me resulta imposible no especular. Luego del asesinato de Carranza en 1920, el poeta cayó en una ruina económica de la que, un año más tarde, aún no se había recuperado. Consciente de esto, Vasconcelos le ofreció una plaza en la SEP —que Obregón ya le había prometido fundar—, pero él se negó a colaborar con el gobierno de “la mano homicida de don Venustiano”. Según Pedro de Alba, “fue entonces cuando Vasconcelos le propuso que formara parte del cuerpo de redacción de la revista El maestro”.8 ¿Es posible que tanto “Novedad de la Patria” como “La suave Patria” fueran manzanas envenenadas de reaccionarismo que López Velarde coló en la revista que pretendía difundir la cultura oficial del nuevo régimen? ¿Acaso las malinterpretaciones del contenido de “La suave Patria” no fueron accidentales, sino producto del cálculo del escritor y su hermético estilo literario, que ya antes le había servido para ocultar sus tribulaciones íntimas y ahora le era útil, también, para encubrir sus polémicas opiniones políticas? ¿Explica esto el violento viraje de sus intereses literarios hacia el tema patrio? ¿Es “La suave Patria”, además del gran poema de la reacción, el gran poema del resentimiento?

Jamás lo sabremos

Tres semanas después de la publicación de “La suave Patria”, el 19 de junio de 1921, Ramón López Velarde murió inesperadamente, a los 33 años, quizás a causa de las complicaciones de la sífilis que tanto miedo le produjo en vida. Sus amigos, conmocionados, lograron que el Estado le hiciera funerales oficiales.

​ Obregón estaba en la plenitud de su poder, luego de hacer a un lado al último gran caudillo de la lucha fratricida, y sólo le hacía falta una epopeya. Juan de Dios Bojórquez le mostró los poemas de López Velarde y el presidente, tras memorizarlos, los recitó en su siguiente acuerdo ministerial.9 Con este gesto comenzó el largo y complejo entramado de acontecimientos que afianzaron en la historia de nuestra literatura el equívoco de que el poeta había cantado las glorias de una revolución en la que no creía. Casi sin darse cuenta, el régimen de Obregón —el del PNR, luego PRM y, más tarde, PRI— secuestró a Ramón Ló­pez Velarde.

​ La historia, llena de sutiles ironías, no escatimó aquí unas cuantas. López Velarde falleció en el número 71 de la avenida Jalisco, en la colonia Roma. Con el tiempo, ese edificio llevaría el nombre de Casa del Poeta Ramón López Velarde y esa calle cambiaría el suyo al de avenida Álvaro Obregón —como si la probabilidad y la onomástica conspiraran contra su enemistad—. Ahí estarán por siempre unidos. Pero más aún cuando alguien repita que López Velarde es nuestro poeta nacional y, con ese título, reproduzca inconscientemente un juicio y una ideología. Y quizás eso sería lo más doloroso para él: ser recordado como el poeta de un régimen que gobernó una república de cadáveres.

Imagen de portada: Álvaro Obregón y los miembros de su gabinete en un homenaje a los héroes de la Independencia, 1921. Fototeca Nacional, INAH CC 4.0.

  1. Julio Torri, “La sangre devota, por el Lic. Ramón López Velarde”, La nave, núm. 1, mayo de 1916, México, p. 125. 

  2. Ramón López Velarde, “La flor punitiva”, Obra poética (verso y prosa), Alfonso García Morales (ed.), UNAM, México, 2016, p. 423. 

  3. La frase es de Oscar Wilde, en “To Lord Alfred Douglas [De profundis]”. La coincidencia de las sensibilidades y las fechas (son estrictos contemporáneos) nos invita a pensar en las todavía inexploradas relaciones entre López Velarde y Wilde. 

  4. José Emilio Pacheco, “Alta traición”, Tarde o temprano. Poemas 1958-2009, FCE, México, 2014, p. 73. 

  5. En “Notes on ‘Camp’” (The Partisan Review, vol. 31, núm. 4, 1964), Susan Sontag definió el término como “el amor a lo antinatural: al artificio y la exageración”. 

  6. R. López Velarde, “El retorno maléfico”. 

  7. David Huerta, por ejemplo. Cfr. Camila Osorio, “La otra ‘suave patria’ de López Obrador”, El País, 18 de junio de 2021. 

  8. Marco Antonio Campos, “Ramón López Velarde y José Vasconcelos: una cordial relación lejana”, La Jornada Semanal, 8 de abril de 2018, p. 2; y Pedro de Alba, “Jesús Buenaventura González a la sombra de Ramón López Velarde”, Ensayos, UNAM, México, 1958, pp. 94-95. 

  9. J. E. Pacheco, “López Velarde hacia ‘La suave Patria’”, en Ramón López Velarde. La lumbre inmóvil, Era, México, 2018, p. 106.